Perdido
en el laberinto
La
incredulidad de Chong fue en aumento en veinticinco años de médico clínico.
Acostumbrado a encontrar la explicación física adecuada para todo
acontecimiento, no había espacio en su corazón para creer en razones más allá
de la ciencia.
Los
delirios de la fiebre y el reposo hicieron que Chong no pudiera salir de la
cama; imaginaba cómo trabajaban las defensas del cuerpo. También se preguntaba
cómo les estaría yendo a todos en el hospital; era el director.
Cansado
de divagar en pensamientos, salió por fin al patio y lo encontró un desastre.
El jardín no había sido el mismo desde la muerte de Laura: ella lo cuidaba.
El
viento de la tormenta de Santa Rosa sacudía las palmeras, el calor había
cedido. Quedó parado en frente al laberinto de madreselva para disfrutar del
frescor. La rigidez de una pared de hojas, a pesar del intenso viento, llamó su
atención. Se adentró en el laberinto, acercándose a la pared inmóvil mientras
todo a su alrededor entraba en caos. Escuchaba la lluvia en la lejanía, unas
gotitas lo mojaron. Se agachó de cuclillas para tocar la tierra, era áspera y
roja, y no concordaba con el césped húmedo que pisaba. Avanzó dentro de la
pared del laberinto. Notó preocupado la extrema longitud de las ramas; calculó
que debía estar del otro lado hacía tiempo.
Una
luz lo cegó y vio el día radiante, tenía las sandalias manchadas de polvo.
Levantó la vista siguiendo la imponente cueva que se alzaba frente a él, estaba
inmersa en una montaña cuyo pico ascendía hasta perderse en el cielo. Asustado
miró alrededor, buscaba su laberinto pero sólo halló el borde de un precipicio.
Más abajo había un valle y un lago, ambos conformaban el fondo circular de una
hoya de rocas. Chong creyó que la medicación le había pegado fuerte y todo era
un sueño; un sueño que lo despertaba para volverse a dormir.
De
la boca negra de la cueva vio salir una mujer con armadura. Chong aguantó la
respiración temiendo que la visión pudiera esfumarse en cualquier momento.
Emergieron de la tímida figura unas alas luminosas, el ángel corrió hacia él
amenazante. Empuñaba una lanza cuyo filo pinchó su cuello. Un suspiro y caía
hacia el abismo del precipicio. Lo empujó y Chong gritó atolondrado, cerró los
ojos esperando lo peor, pero otra fuerza lo volteó quedando decúbito, justo
antes del colapso.
Abrió
los ojos, flotaba en el aire, vio sombras de alas proyectadas por el sol detrás
de sí sobre las rocas. "Quizás se arrepintió de matarme", pensó
confundido.
—¿Estás
perdido? Te puedo llevar a algún lugar.
Escuchó
del ángel aquellas palabras acompañadas de profundos aleteos, y en su interior
brotó la calma.
Chong
lo supo entonces; se trataba de una mujer distinta a quien lo había empujado de
la cueva.
—¿Laura
sos vos? —preguntó dolido.
—¿Quién
es Laura?
La
dulce voz le recordó su difunta esposa, contuvo el llanto de agradecimiento,
hace tanto no la sentía, hace tanto no sentía nada. En su pecho nació la
esperanza de ver a Laura de nuevo, y olvidarse del lugar de donde venía. Aquel
lugar lleno de causalidades físicas para fundamentar todo acontecimiento.
Atragantado
con las palabras, no pudo responder, arrugó el mentón. Intentó descubrir el
rostro de su heroína levantado la cabeza, pero ella se confundía con el sol.
Rendido, mantuvo la vista en el paisaje que sobrevolaban.
Chong
sospechó que aunque todas eran ángeles, debía ser más cauteloso en aquella
dimensión desconocida: no sabía si todas eran buenas. Señaló temblando el
valle, supuso que allí habría un laberinto de madreselva parecido al de su
jardín.
La
alada lo bajó en el lugar indicado y ascendió veloz, vigiló al oriental
mientras se perdía en el laberinto desde arriba. Vio familiaridad en aquellos
ojos cafés, algo en su interior ardía, como si quisiera recuperar recuerdos de
otra vida antes de sus luchas. Concluyó que necesitaba bendecir a Chong, así
guardaría su esencia.
—Yo
te amparo de noche y de día, buen viaje. Nos veremos cuando tengas esperanza y
fe.
Chong
entró a la casa por la puerta trasera, y se desvaneció en la cama. El perfume
de Laura invadió la habitación.