domingo, 29 de enero de 2023

Más allá del corral

 




Más allá del corral

 

                                                                          

Bertila aprovechó para dormir la siesta debajo de la sombra, y mostró, sin querer, la panza y las pezuñas. Bocarriba descansaba después de haberse recorrido todo el campo persiguiendo la leche de su mamá. Disfrutaba del viento fresco del verano. Se rascó el lomo lanudo contra la tierra roja, y vio a las gallinas caminar sobre los cercos del corral y a los patos pisar encima de un lago de árboles y nubes.

Dos patas flacas y largas se interpusieron en el horizonte:

—Deberías dejar de hacer eso —dijo el tero—, o vas a obligar a la patrona a venir para sentarte y ponerte de pie, otra vez.

¡Tero! —Bertila sacudió las patas todavía bocarriba—. Te estábamos esperando. Mi mamá se preocupó porque no venías, ¿dónde estuviste?

—¡Bertila! —oyó una voz femenina, y la traba de la tranquera—. Otra vez lo mismo, se te va a ir toda la sangre a la cabeza.

Bertila vio volar al tero y posarse sobre la madera del cerco. La patrona caminó hacia ella, la alzó y la colocó pezuñas al pasto. Después se alejó y cerró la tranquera, y el tero se acercó volando sin perder la elegancia.

Por lo menos, bocarriba veo todo distinto —dijo la borrega y resopló—. Lo único cambiante en este aburrido corral es el clima.

El tero replegó una pata y después infló el pecho emplumado:

—Yo tardé en venir porque disfrutaba de mi libertad, y no quería volver a la rutina, ya sabés. —Desplegó cuatro plumas de su ala y las fue contando—: Asustar a las comadrejas para correrlas de mi nido, comer gusanos, visitar a los corrales, dar la bienvenida y paseos turísticos a las borregas.

Bertila dio un salto:

—¿Das un paseo a las borregas como yo? —Los ojos le brillaron.

—Claro, más allá de la frontera existen manjares, arroyos y nuevos amigos, una libertad exquisita. Aparte, podrías volver cuando quieras: es imposible perderse en las tierras de Fachinal conmigo haciendo de guía.

—Tengo una tía que escapó una vez. —Bertila miró hacia atrás por miedo a que las demás ovejas la oyeran. Al confirmar que la familia lanera pastaba lejos siguió hablando—: Mamá me contó que la patrona la recibió contenta cuando volvió, pero mi tía es muy tímida y no quiere hablar de ese viaje.

El tero se sentó en el pasto y le clavó la roja mirada:

—Bueno, quizá sabe de los peligros de salir fuera del corral.

Bertila bajó las orejas, ¿debería correr el riesgo o esperar a crecer?, pensó.

—Pero no te preocupes, soy como un mapa humano, te voy a guiar desde el cielo si me pedís ayuda —dijo el tero y ladeó la cabeza—. El mundo espera ser descubierto, no hay nada de malo en conocer algo distinto, y salir de la rutina.

—Sí —dijo Bertila y se miró las pezuñas embarradas, las juntó—. Algún día tengo que salir de este corral.

El tero señaló con el ala las sierras azuladas cubiertas de niebla:

—Imagino que no vas a perderte semejante oportunidad, tenés que aprovechar que todavía sos chica y estás en la mejor etapa para fabricar recuerdos inolvidables.

 

Aquella misma noche, mientras el rebaño dormía a la luz de las luciérnagas, Bertila cavó un pozo debajo de los alambres del corral, se agazapó y arrastró más allá del corral. Ni bien llamó al tero, se apareció en el horizonte y se acercó a ella.

—¡Shhh!, no ves que tu familia duerme —aterrizó y la miró—, no creí que te animarías. —Levantó vuelo—. ¡Vamos! No hay tiempo que perder.

Bertila lo siguió y corrió entre varios montículos de hormigueros, maleza y rocas. Un verdor espeso y oscuro la tragó y el corazón le dio varios saltos. Pero miró hacia arriba, y vio al Tero volando, eso la tranquilizó.

  Durante el trote imaginó que las luciérnagas y los grillos le contaban los secretos de aquel mundo desconocido. Sin querer se vio envuelta por enormes árboles y arbustos que escondían el camino de regreso al corral. Volteó a buscarlo, pero había desaparecido. Así como también había desaparecido el tero.

—¡Bee!, tero, ¿dónde estás? —dijo corriendo sin rumbo.

Corrió tanto que las patas le temblaron del cansancio hasta que cayó rendida delante de un tronco y se durmió.

 

Abrió los ojos y volvió a llamar al tero, él era como un mapa humano y lo había perdido. Solo veía el cielo pelado. ¡Ese maldito Tero!, pensó.

—¡Me engañó! Como la borrega que soy. —Pataleó la tierra—. Ya mismo voy a buscar el camino para volver —se dijo.

—Ey. —Oyó una voz chillona y miró alrededor.

—¡Ey! Acá abajo. —Bertila miró el pasto y vio un ratón parado en dos patas—. No hables, no te muevas por ningún motivo ¿Me escuchaste? —Quedó con la boca abierta exhibiendo sus dos dientes y los bigotes grises. Los ojos apuntaban hacia arriba.

Bertila vio un aguilucho planeando en círculos con alas majestuosas. De repente dejó de girar y aleteó en picada hacia ellos, sacó unas garras que destellaron ante los rayos del sol.

—¡Corré por tu vidaaa! —gritó el ratón perdiéndose en la maleza—. ¡Te dije que no te movieras!

Bertila hizo todo lo posible para seguirlo y no perder de vista la vibrante cola del ratón, porque de tanta agilidad, no veía el diminuto y escurridizo cuerpo. El ratón se metió en un hueco debajo de las enormes raíces de un tataré. Bertila arrimó el hocico:

—¡¿Me hacés un lugar?! Debe haber espacio para los dos.

—¡Estás muy gorda! —contestó y le mordió.

—¡Au! —Bertila sacudió el hocico y baló del dolor. 

Vio un montículo de rocas y se escondió detrás. Escuchó un aleteo, y apenas espió por encima de las piedras: vio la sombra del aguilucho posada en una de las ramas del tataré.

—Una ovejita perdida —dijo el aguilucho y Bertila oyó el crujir de las ramas y las hojas. Imaginó que las filosas garras calaban las ramas—, ¿por qué estás con esta rrrata? Yo sé que las ovejas, en el fondo, son muy inteligentes.

Bertila comprobó que el aguilucho había bajado la guardia, aunque todavía escudriñaba el agujero donde se había escondido el ratón.

—Quisiera preguntarle: ¿sabe el camino para volver al rebaño?

—Cuál rebaño —dijo el aguilucho concentrado en el agujero.

—Cómo cual rebaño —dijo Bertila ya separándose del todo del montículo de piedras. Se acercó al aguilucho—, el que está rodeado de postes con alambres, al lado de una casa de madera.

El aguilucho ladeó la cabeza, la miró por fin:

—En todo Fachinal nunca vi tal cosa.

Bertila pensó en que no tenía ningún recuerdo de su hogar para mostrar al aguilucho, salvo su cara, se había visto varias veces en el abrevadero y en varios charcos formados por semanas de lluvia, y dijo:

—Son ovejas, así como yo, con la cara negra.

El aguilucho la estudió calcándola con el pico desde la rama y largó una carcajada:

—La cara negra, no tengo idea de qué me estás hablando. Ojalá tengas suerte saliendo de esta selva. No veo muchas ovejas que sobrevivan solas. 

Ella supo entonces que no tenía consciencia de su falta de armas para sobrevivir. Miró sus pezuñas, eran lo único que, recordó, mataba a otro ser viviente como las cucarachas. Necesitaba regresar al corral o moriría por las garras del aguilucho o cualquier otro animal más fuerte.

El ratón salió de su escondite y se perdió en el pajonal, y el aguilucho se lanzó a perseguirlo:

—¡Maldita rrrata! Sabés hace cuánto tiempo te estuve buscando. —Dio un graznido—. ¡Esta vez no te me vas a escapar!

Con el correr de la tarde, el calor hizo estragos en el lomo de la borrega. Sedienta y mareada, apenas veía los troncos tambaleantes y las hojas de varios Urunday. Distinguió una sombra esbelta, parada en una pata:

—¡Tero! —dijo antes de desplomarse.

 

Algo dulce le hizo mover la lengua y abrir los ojos. Las gotas caían de los pétalos de una orquídea abrazada al tronco de un limón.  Se incorporó y observó más de cerca, sobre el tallo posaba un picaflor con el copete hacia atrás. En la cabeza verde metálica lucía una especie de bicornio. De su pico largo y fino salían aquellas gotas dulces. El picaflor se acercó, y a Bertila le pareció que aleteaba a la velocidad de la luz:

—¡Hola! Ya amaneció ¡Qué le pasó a tu lana blanca! Ahora es marrón ¿Estás perdida? O ¿no? ¿Cómo es tu nombre? —Bertila no sabía qué contestar primero. El colibrí tomó aire. Los aleteos precisos iban de atrás hacia delante, ella los oía como si fueran de una libélula—. Creí que estabas muerta. ¿Por qué saliste del rebaño? ¡Ya sé! Fue el Tero, o ¿no?

—¡Ese maldito! —gritó Bertila—. Me engañó, dijo que sería mi mapa y al final me terminó abandonando en este lugar. —Se sentó cabizbaja—. Me llamo Bertila.

—No sos la primera ni la última. —El colibrí volvió a posarse sobre las hojas de la orquídea—. Te habrá pasado por ansiosa; por creer que fuera del corral serías más feliz. El corral es tu corazón: es tu hogar, o no.

—¿El corazón? —Bertila se miró el pecho.

—Claro, el hogar está donde el corazón está contento. Es que la curiosidad no tiene nada de malo, pero si no tenés las herramientas para afrontar los nuevos peligros, no estás preparada.

—Qué tonta fui, en casa tenía todo y me dejé llevar por las ilusiones del tero.

El sol de la mañana iluminó las plumas del colibrí y cuando destellaron, Bertila pensó que lucían más que un arcoíris.

—No estés triste ovejita, todavía podés volver al rebaño. Son importantes las lecciones que aprendiste: volver al corazón, no confiar en los teros (hablan mucho y hacen poco), y la lección más tremenda, enfrentar al lobo.

La palabra lobo la petrificó: la lana se le había erizado, la lengua se le durmió y estaba segura de que los intestinos se le habían derretido. Carraspeó para sacar la voz y dijo:

—No hay lobos acá.

—Sí que hay, se come a las borregas perdidas. Ya te dije, no sos la primera que se pierde en los campos del Fachinal. El tero es amigo del lobo. Hacen intercambio, el tero atrae las ovejas y el lobo cuida el nido del tero cuando no está. —El picaflor se lanzó de la rama girando alrededor de ella—. Por eso te digo que esto ya lo vi en distintos campos, y el negocio es el mismo. Se aprovechan de las borregas que no conocen su hogar. ¡Ah! —Volvió a dar vueltas cerca hocico de la oveja—. Pero estás de suerte porque no todas se encuentran conmigo. ¡Se de un lugar donde se ven todos los corrales de Fachinal! Desde ahí podrías ver tu casa. Te muestro ¡Vamos!

Los ojitos de Bertila se iluminaron.

Atravesaron enormes pastizales y hormigueros, troncos caídos y treparon un cerro a duras penas. Las patas de Bertila no aguantaba más esfuerzo, pero entre las piedras no perdía de vista al colibrí. Finalmente, llegaron a la cima y el colibrí adelantándose con aleteos a los correteos de la borrega, dijo:

—¡Llegamos!

Bertila puso sus pezuñas en la roca más alta en la cima del cerro, y se impulsó con sus patas traseras para subirse. Pero vio solo un verdor espeso, no había postes, alambrados, ovejas o casas de madera.

—¡Bee! —baló dolida—. ¡No veo nada! —miró enojada al colibrí. No se ve ningún corral.

—¡Esperá! Es el viento.

Bertila no entendía. Miró detrás de sí, los pastizales y las hojas de una Flor de Mayo bailaban con una brisa que se acercaba a ella, y cuando pasó frente a su hocico trajo balidos, el quejido de la tranquera, y hasta la voz de la patrona.

—¡Ese es mi corral! —dijo contenta—. ¿Por qué no lo veo?

—Porque no estás viendo con los ojos del corazón. Ese es tu hogar, Bertila, y no hace falta irse lejos para reconocerlo.

—¡Ese maldito tero! —berreó Bertila —si no fuera por ese... —El colibrí se lanzó a picotearle las orejas caídas y dijo:

—¡Es fácil culpar al tero!, pero fuiste vos.

—¡Ay, ya entendí! ¡Pará!

Dejó de picotear y añadió:

—No hay reemplazo para el hogar. —Se posó sobre las ramitas de la Flor de Mayo.  

—Tengo que volver —dijo Bertila—. Aunque me enfrente al lobo y muera descuartizada: quiero escapar de esta tortura.

Se apartó de la roca y se dispuso a saltar y correr colina abajo. Luego se paralizó y miró al colibrí:

—Pero, ¿cómo voy a ganarle? No tengo garras o colmillos, solamente me queda la lana. —Bertila estudió los espinillos y arbustos de la bajada del cerro, tendría que guiarse sólo por el olfato. ¿Y si corría y el rebaño no estaba ahí? Supo que en la oscuridad de los arbustos aguardaba un peligro inminente. Retrocedió para tomar impulso.

—¡Esperá! No bajes—gritó el colibrí y la volvió a picotear.

—Auch —despotricó Bertila y se alzó en dos patas para aplastarlo—. ¡Basta de esos picotazos!

El colibrí se posó en la roca, al lado de las pezuñas de Bertila:

—Te dije que tuviste suerte de encontrarte conmigo. Y es porque sé cómo actúa el lobo; algo que ninguna de las demás ovejas sabía. —La miró con sus ojitos negros. Pestañeaba y movía la cabeza como si estuviera electrocutado—. Cuidado, Bertila, ¡Cui-da-di-to! Porque si no sabés como actúa el lobo, no vas a poder defenderte. Y es ahí donde la mayoría de las borregas jamás regresan al rebaño.

Bertila recordó a su tía, a lo mejor por eso, era tímida y no hablaba de la estadía fuera del corral.

—El lobo podría atacarte como ladrón.

—¿Qué es un ladrón?

—Es alguien que entra a una casa sin ser invitado para apoderarse de algo que no es suyo.

—¿El lobo es un ladrón? —dijo Bertila sin creer que aquellas palabras salieran de su hocico. Si tan solo lo hubiera sabido antes de salir del corral.

—Es mucho más que un ladrón. Sabe tus debilidades, las sabe porque el tero se las cuenta y ese pillo es muy observador. Y las usará en tu contra para distraerte y que pierdas el rumbo.

—La otra forma de ataque son los ladridos supersónicos.

Bertila se percató de que su lana se había erizado otra vez. La cabeza le iba a explotar:

—¡Ladridos supersónicos! ¿Y eso qué es?

—Son ladridos atrapantes: te asustan tanto que te paralizan. Si le prestás mucha atención, no vas a ver el camino y te vas a perder.

Que suplicio era estar atenta a todos esos detalles al bajar por el cerro para recuperar su libertad. Recuperar mi libertad, pensó Bertila. Al final había salido del corral creyendo que sería libre y terminó siendo esclava de su propia ignorancia.

El colibrí miró las sombras que se alargaban con la puesta de sol.

—Se nos acaba el tiempo —dijo—. El otro ataque es jugar al escondido en lo más profundo de la selva. Y atacarte cuándo menos lo esperes. No estoy seguro de cuál de los tres ataques usará con vos.  

Bertila dio vueltas alrededor de la piedra:

—¿Y cómo puedo ignorarlo?

—No podés, tenés que hacerle frente.  

—¡Eso es imposible! —se sobresaltó Bertila. ¿Cómo puedo hacerle frente sin armas?

—Las encontrarás—dijo el colibrí alzando vuelo—. ¡Ánimo!

No tuvo tiempo de despedirse porque un crujir de hojas la asustó: se dio vuelta y vio un bulto peludo que la miraba. El lobo la había encontrado, y seguramente no veía la hora de hacerla puré. El hedor nauseabundo inundó la cima del cerro, era hora de volver al corral.

A pesar de ver los espeluznantes colmillos del lobo, Bertila salió trotando cerro abajo. No perdía las esperanzas: quizá lo superaría en velocidad debido a la bajada. Se guiaría por el olfato, después de todo, ya había agudizado la nariz gracias al viento y recordaba la voz de la patrona y el olor inconfundible de la leche fresca.

Los feroces mordiscos persiguieron su colita pomposa, se consideró oveja muerta. Cada vez eran más fuertes los ladridos y la aturdían, sabía que no debía prestarle atención, pero de tanto oírlos, llegó a olvidarse del camino que tenía por delante.

Entonces frenó el trote sin más, recordando las palabras del colibrí: la única forma de callar los ladridos del lobo era haciéndole frente. Y se agazapó. Vio las patas y la panza peluda del lobo que saltaron sobre ella y pasaron de largo. La velocidad y el peso del desgraciado le jugaron en contra, patinó en la tierra y apenas se detuvo en la bajada.

—¡Bertila! —dijo—. ¿Creés que podés escapar de mí? Yo soy el rey de la colina.

—No me dan miedo tus ladridos supersónicos—contestó. Era mentira, las patas le temblaban con solo mirar las filosas garras.

El lobo la rodeó:

—Parece que la libertad que buscabas no te cayó bien. —Los hilos de saliva caían de los colmillos—. ¿Cómo vas a explicarle a tu mamá que no conseguiste lo que querías? —Se relamió.

—Aprendí lo necesario —dijo y se lanzó contra el lobo. Era un suicidio, pero sacó los dientes y dio el balido más horripilante que pudo. Supuso que ninguna de las ovejas lo había enfrentado antes: el lobo la miró con las cejas en alto y retrocedió. No contenta con eso, se dio vuelta y le pateó las costillas sosteniéndose con las patas delanteras. Al ver que tumbaba al lobo, aprovechó para echarse a correr. La maleza y los árboles fueron desapareciendo, dando lugar al campo despejado.

Todavía no veía el corral, pero olfateaba ese olor inconfundible a leche fresca, y oía los conocidos graznidos y cacareos.  

—¡Bee! —dijo—. ¡Por fin!

Pero el lobo la embistió y rodó en un remolino de piedras y toritos. Chocó la cabeza contra un poste de luz. Apenas se levantó, vio borroso el corral de la patrona. Sintió una mordida en la pata que la hizo balar de dolor. Pero con las últimas fuerzas y la otra pata, pateó el ojo del lobo, y la bestia chilló. Y fue que Bertila agarró fuerza y corrió cojeando tratando de olvidar la punzante mordida.

Tropezó antes del alambrado y vio la luz del interior de la casa de la patrona. Se desmayó entre los escandalosos cacareos de las gallinas y el portazo, los pasos acercándose, los abucheos, los silbidos y los piedrazos. Los gruñidos del lobo se alejaron hasta terminar en un aullido estridente. Bertila supo entonces que jamás olvidaría qué hay más allá del corral.