sábado, 5 de marzo de 2022

La tripulación de El Chacal

 


  La tripulación de El Chacal

 

 

—¡Surcamos el Mar de la Conchinchina otra vez! dijo Juan, hablando solo en la cabina de El Chacal y mirando el horizonte.

Entendió que los oficiales, que cenaban en el comedor, no lo habían oído por el vendaval, el fragor de la marea y los estáticos de la radio. Las ráfagas penetraban por los ventanales abiertos, y amenazaban con volarle la gorra de capitán. Se la quitó con una mano mientras sostenía el timón con la otra. Había decidido tomar una antigua y olvidada ruta mercantil, contaminada de leyendas y mitos marinos: la usual estaba bloqueada por razones climáticas.

Vio que Marcos le traía una bandeja con vasos. Aceptó gustoso, y pronto el vino tinto le mojó el bigote.

—Con mucho respeto le pregunto, capitán ―le dijo el muchacho, el marinero más joven de la tripulación―: ¿usted decidió cambiar de ruta un viernes?

—¿Algún problema con eso, marinero?

—Es que a Jesús le crucificaron un viernes.

La mirada de Juan habrá sido bien tajante, porque el chico no hizo más comentarios y salió disparado de la cabina.  

—Cuánta pavada de pendejito —murmuró Juan.

Aunque faltaran todavía muchas millas para el puerto de Macao, imaginó las instancias del regreso: la maniobra de fondeo en el puerto, el sello en su pasaporte, el viaje en avión, el recorrido familiar del colectivo, los pétalos de lapacho esparcidos en la vereda por Victoria, la brisa mentolada, los ladridos de Roco, los besos y abrazos del más pequeño de la familia. Desde el primer viaje en que El Chacal zarpó con destino al extranjero, la alegría de volver seguía intacta.

Juan suspiró, satisfecho con lo logrado hasta el momento durante el viaje: ninguna carga se había arruinado, y más de un destinatario había expresado su conformidad con los paquetes recibidos en la aduana. Hasta El Chacal se había comportado de maravillas, a pesar de ser un antiguo buque de guerra, y con su buen porte podía atravesar olas gigantescas.

Miró su reloj, se percató del tiempo. Le ordenó a uno de los oficiales que lo reemplazase, y así podría descansar en proa. Salió de la cabina.

El viento y el oleaje habían amainado, y él se acodó en la baranda y cerró los ojos. Se concentró en el arrastre y en el choque perezoso de las olas: se disfrutaban más cuando el trabajo estaba a punto de terminar.

—¿Cómo puede ser, si al buque se le hizo el mantenimiento hace diez días?

La voz lo sacó de su contemplación. Una voz temblorosa y apagada.

Y a esa voz siguió otra: dos marineros a quienes él no llegaba a identificar hablaban entre ellos.

 “Problemas”, se dijo Juan, y se asomó por la escotilla de la cabina. Sí, no se había equivocado: al verlo, los dos marineros se hicieron los desentendidos.

Cuando Juan asumía de nuevo la vigilancia del buque y de la zona en que navegaban, oyó gritos, y le pidió al oficial de Control de Mando que apuntara hacia la izquierda la luz blanca de tope.

—¿Qué es eso? —Juan se agarró la cabeza, pasmado. Marcos y los demás marineros salieron a cubierta a mirar el desorden.

El Chacal empujaba trozos de hierro y madera de una embarcación destruida. En el agua, a estribor, un hombre gritaba aferrado a una especie de tabla o mesa ―¿una balsa improvisada?―. El hombre gritaba con más fuerza todavía, superponiendo su voz estentórea al fragor del mar, y moviendo el brazo libre luchaba para ser advertido entre las amenazantes olas. Pero el buque lo dejaba atrás inexorablemente.

Juan convocó a todos los oficiales al salvamento, pero sabía que a cambio de arriesgarse por el náufrago no gozarían de ningún extra. Por el contrario, cualquier gasto o pérdida en el rescate implicaba dinero, que saldría únicamente de sus bolsillos. Y todos en la tripulación lo sabían. Y además sabían que cualquier retraso significaba la pérdida del incentivo en los salarios, acordado por parte de la naviera.  Y lo peor era  que tanto los oficiales como el resto del personal venían insistiendo, cada vez superándose en insolencia, con regresar a sus familias lo antes posible.

—No olvide que navegamos una ruta comercial, mi capitán —dijo el oficial de control―. Aparece “La fragata II” detrás de nosotros en el radar. Ellos están mejor equipados. Sin duda, rescatarán al chino.

—No le gustaría estar en el lugar del “chino”, ¿o sí? —preguntó Juan levantando el mentón.

Los oficiales se miraron en silencio, y él supo que ya habían visto al náufrago y que aun así habían decidido ignorarlo.

—Tranquilo, capitán, que en tierra no diremos nada.

―Y usted lo sabe perfectamente, capitán.

—Además es de mala suerte rescatar a un náufrago.

―Por algo se habrán hundido, capitán.

―Tiene razón, capitán.

―Qué tal si nos pasa lo mismo, capitán.

—Bien hacen en llamarme capitán ―Juan se palpó las jinetas―, porque lo soy. Y me van a obedecer. Procedan a la maniobra de fondeo ahora mismo.

A regañadientes, oficiales y marineros arrojaron al mar una balsa de emergencia, y se colocaron los chalecos salvavidas.

Juan tragó saliva, y pensó que acaso los demás tenían razón: todos, incluso él, perderían el premio de la naviera. Pero enseguida se dijo que era su obligación salvarlo; había una nave más poderosa que cualquier barco patrullero: su propia conciencia.

Soltaron un cabo para que la balsa no pudiera perderse en la negrura. Al acercarse, vieron que el náufrago chapoteaba desesperado y se sostenía con ayuda de tablones y una rueda de timón. El hombre forcejeaba con los rescatistas, se resistía al salvamento. Señalaba algo al norte de las oscuras aguas, y gritaba una palabra extraña, una y otra vez.

Mediante un aro salvavidas, los marineros lo acercaron a los flotadores de la balsa y lo ayudaron a trepar. Desde la cubierta, Juan le notó los ojos rasgados. El náufrago balbuceaba un idioma incomprensible. Juan llamó a Vicente, el práctico de a bordo, que conocía algunas variantes del chino.

Su auxiliar obedeció, y cuando desde arriba le habló al náufrago, y al ver la actitud del otro al responder, Juan sospechó una nueva desgracia. Vicente agrandó los ojos y se arrimó a la baranda de cubierta:

—¿Qué está pasando?  

—Hay alguien más en el agua, capitán. ¡Un nene! Es el hijo de Can.

Y el tal Can, mirando desesperado hacia los amenazantes remolinos de las olas, se dio a gritar una misma palabra, una y otra vez. Juan creyó que era el nombre del chico. Los rescatistas les pidieron al padre y a Vicente que los acompañaran al mar: necesitaban que el niño confiara en sus salvadores. Los marineros soltaron más cabos, y los mejores nadadores abordaron otra balsa y se acercaron a los pedazos de madera y de metal. Esos restos del pesquero rodeaban a un gran colmillo de piedra porosa que ni un peñasco llegaba a ser. Aferrado a aquel risco como mejor podía, ahí estaba el chico, tiritante y mudo: no respondía a ninguna pregunta ni palabra de aliento de sus salvadores.

Cuando lo subieron a la balsa, saltó como un koala hacia los brazos de Can, quien lloraba de agradecimiento.

Vicente se alegró y dijo:

—¡Bienvenido, Gao! ¿Estabas escondido?

Juan lo veía todo desde cubierta, siempre apoyado en el barandal. Aquel abrazo era el mismo que soñaba con darle él a su propio hijo. Se secó una lágrima, de un manotazo: no quería que los suyos la notasen. Y pensó que, si se hubiera dejado guiar por su impiadosa tripulación, la culpa lo habría obligado a odiarse por tener una familia esperándolo.

Pensó que el destino hacía con la gente lo que se le antojaba: ahora tendrían que desembarcar en el primer puerto que avistasen, maldita sea, para reportar el hundimiento del pesquero y gestionar el papeleo de los náufragos.

Juan sabía que el oficial de control no lo miraría a los ojos durante el resto del viaje. Aunque conocía bien a sus oficiales, se preguntó si alguno se habría arrepentido.

Y a sus espaldas oyó la voz de Marcos, el novato:

—Ya perdimos mucho tiempo rescatando al chino ese, capitán. Y eso es algo intolerable para la naviera. Y usted lo sabe.

Al darse vuelta, Juan vio que el chico empuñaba una picana.

―Crees que no lo sé, estúpido. Eso lo sabe hasta el grumete que limpia la cubierta. Y bajá eso, o te tiro por la borda.

Y el otro se atrevió a rozarle el brazo con la picana, y el remezón del voltaje le recorrió a Juan el cuerpo en contracciones que le lanzaron la cabeza hacia el hombro. Cayó de rodillas, temblando.

—Somos apenas trabajadores, capitán. Necesitamos el incentivo, y usted ya nos venía retrasando bastante eligiendo esta ruta. Y ahora anda de héroe.

Otra sacudida eléctrica le paralizó el brazo.

La tripulación se acercó. Juan se retorcía y se asfixiaba, y lo alzaron entre varios y lo echaron a mar abierto. Chocó contra el oleaje, y después de la invasión de burbujas el agua le entró por los oídos y la nariz. Lejanamente oía que “El Chacal” seguía su rumbo. La oscuridad lo carcomía desde un agujero de una fosa borrosa, apenas iluminada con los débiles destellos de las luces del carguero. Los latidos del corazón bombeaban sus sienes, y los oídos le crujían y se taponaban de zumbidos. Olas mortales lo revolvían, y entonces creyó hundirse para siempre en aquella fosa alucinante, formada a veces por escamas, y a veces por paredes blancas y pulposas.

Pero un brazo le rodeó el pecho, y ahora lo subía a la superficie, y otro brazo nadaba veloz: Juan lo intuyó por el roce. Se dio cuenta de que Vicente lo llevaba hacia la roca.

La misma roca que Can y Gao aún abrazaban.

Aquellos hijos de puta los habían dejado ahí, sin la más mínima compasión.

—También a mí me tiraron, capitán. Por ser leal.

Juan hubiera querido mandarles una buena maldición, pero apenas podía gemir y mover las piernas entumecidas. En cuanto al padre y al hijo, gritaban tratando de aferrarse lo más posible al risco.

—¿Qué? ¿Agujero? ¿Agujero azul? —tradujo Vicente—. Hay un dragón en el agujero azul. No entiendo.

 Juan miró la popa empequeñecida. Había una oleada extraña que se erguía y abarcaba todo el buque. Varios aullidos sucesivos del fondo marino aumentaban como las turbinas de un avión en despegue. La roca, que ahora era refugio de los cuatro, vibraba, y una tenue neblina los cubría más y más.  

Entonces el Gran Señor Cthulhu emergió de las profundidades abisales y se elevó por encima de la cubierta, y desguazó al buque en mil pedazos. Las luces del carguero se inclinaron y titilaron, y después todo quedó negro. Oyeron un infierno de hierros retorciéndose entre los gritos afelpados por el mar. Los estallidos formaban un hongo de humo que se confundía con la bruma.

Juan y los otros tres resistieron las olas, que amagaban con expulsarlos de la roca. Quedaron en silencio hasta que los aullidos y la bruma desaparecieron, y el oleaje se calmó.

 

sábado, 22 de enero de 2022

La palta de Yasymí



       La palta de Yasymí

 

 

 

 

Cuando Yasymí despertó por primera vez al mundo, se encontró iluminada por la luna llena, sentada sobre un húmedo promontorio colorado, con la espalda contra la corteza de un árbol de florcitas amarillas, y entre unos frutos ovoides oscuros y carcomidos, a los que más tarde llamaría “paltas”. Apoyó su oreja a la cáscara de una y escuchó los susurros:

—Tu madre es Arasy, la diosa de la luna —le dijeron––, y te trajo a la tierra junto con nosotras. Fuimos bendecidas con las lluvias y los truenos de Tupá, tu padre. Nuestro deber es alimentarte y darte refugio.

Unos cosquilleos de hormigas le dieron risa y le hicieron sacudir sus piernas, hundidas en una alfombra de hojas estrelladas.

Las hojas de las yataí bailaban con el viento, y a pesar de la noche, los zorzales cantaban. El yaguareté se acercó con un tapir en la boca; las patas de la presa crujían y levantaban la hojarasca. El felino arrojó su ofrenda frente a Yasymí. El tucán le regaló los mejores trozos de un jugoso melón. El mono tití le trenzó rápido los rizos y los adornó con una orquídea detrás de la oreja. Rodeando la cabeza de Yasymí revoloteaban unas mariposas del tamaño de sus manos; los aleteos ventilaban sus mejillas. Unas orugas peludas masajeaban sus hombros, y arañas multitudinarias le acariciaban los brazos. Los bichos bolitas rodaron hasta tomar posición en un semicírculo formado por las otras criaturas. La selva se convirtió en una catarata de mugidos, gruñidos y bramidos que le daba la bienvenida.

Al amanecer, Yasymí fue hasta el arroyo bordeado de rocas algodonadas y bebió. Se sentó en la orilla y rozó las hojas de los camalotes con los dedos de los pies. Una roca rectangular y opaca asomó de lejos en la corriente. Yasymí achinó los ojos: era un yacaré, que exhibía sus colmillos afilados con la boca abierta.

—¡Princesaaa! —dijo el cocodrilo mientras se alejaba entre las olas—. Que tenga buen día.

 Yasymí lo saludó con la mano y contestó:

—¡Igualmente!

 

Yasymí y Terekua, el coatí guardián de todos los árboles y frutos de la selva, solían competir en una carrera por saber quién trepaba más rápido los cerros después de haber nadado en el arroyo. Cuando llegaban a la cima corrían cerro abajo, a veces tan rápido que en la bajada rodaban y chocaban con grandes montículos de hormigueros, enredaderas, tacuaras y laureles, pero terminaban la carrera sin ningún rasguño. Arrancaban del suelo los dientes de león, y soplaban sus semillas y corrían para atraparlas. Terekua se trepaba en el hombro de Yasymí para tener una mejor visión de los caminos que recorrían.

Estaban riéndose de sus aventuras cuando vieron que se acercaba la yarará. Dejaron de reírse.

—Hola, hermosa Yasymí ––dijo la yarará, ocultando sus colmillos.

Terekua se interpuso en el camino de la serpiente y la frenó en seco:

—Hola, Yarará. ¿Qué hace la hija del espíritu Añá por estos lugares? ¿Te perdiste?

—No. —La serpiente se elevó y lo empujó a un lado—. Quería disculparme con la princesa, porque todos le entregaron sus presentes menos yo.

—No te preocupes, Yarará —dijo Yasymí gentilmente—. No entiendo qué más podrías ofrecerme que aún no haya recibido.

—Quiero presentarte a alguien, ese será mi regalo —admitió la yarará retorciéndose sobre sí misma—. Es parecido a vos.

—No me parece buena idea —dijo Terekua, llamando la atención de Yasymí con las garritas sobre su brazo, pero ella lo ignoró y contestó:

—Vamos a conocerlo. —Palpó su hombro para que Terekua subiera y la acompañara—. Si no nos cae bien, lo dejamos.

—Síganme —dijo la yarará, hundiéndose en las profundidades del monte.

Para no perder de vista a la yarará, Yasymí corrió a toda velocidad, y sus pies dejaron profundas huellas de barro, rozaron algunos gladiolos y los pétalos se le quedaron pegados a los talones.

Atravesaron el arroyo cristalino, que marcaba el límite conocido por Yasymí y Terekua, después fueron por un sendero de helechos y orquídeas aferradas a los chivatos. Yasymí y Terekua miraron hacia arriba: unos pálidos, flacos, y descascarados troncos de eucaliptos los rodeaban. Una neblina invadió sus pies. Yasymí y Terekua voltearon: habían perdido el camino de regreso al promontorio de la palta.

La yarará se detuvo:

—Es acá. —Se movió en zigzag. —Bienvenidos al Monte de los Eucaliptos.

Oyeron unas pisadas y quedaron estáticos, vieron sacudirse unas hojas de ortiga. Terekua mostró sus colmillos y Yasymí lo imitó. Un animal de dos patas asomó la cabeza y fue hacia ellos. Era alto y fornido.

Terekua continuaba gruñendo, pero Yasymí se había dado cuenta de que el animal nuevo era parecido a ella, como decía la yarará: ambos tenían piernas y brazos. Comparó sus manos con las de él, sin dar un paso al frente, pero tampoco retrocedió. Terekua le dio varios tirones a su cabello, pero Yasymí había dejado de prestarle atención. Las cejas tupidas y los labios carnosos del nuevo ser se curvaron formando hoyuelos en cada mejilla. Él se detuvo y se tocó el pecho.

—Chapai —dijo, y volvió a tocarse el pecho––. Hombre.

—¿Chapai es tu nombre? Soy Yasymí. —Él no respondió. Era extraño. Ella estaba segura de que con los animales se comunicaba mejor. Decidió insistir en su presentación y se tocó el pecho como él—: Yasymí.

Terekua gruñía.

El hombre extendió los brazos, intentó tocarla, y Terekua saltó sobre él con el lomo erizado, queriendo rasguñarlo.

—¡No, Terekua! —Ella atajó su salto tomándolo por la cola anillada, y después lo colocó sobre su hombro y le dio unas palmaditas para calmarlo—. Tranquilo, amigo.

El coatí se puso a caminar como loco sobre sus hombros.  

—¿Quiénes son tus padres, hombre? —dijo Terekua, y lo estudió de pies a cabeza––. ¿Cómo no te vimos antes?

—Ojalá pudiera responder. Nací entre los eucaliptos, y no sé nada más.

—Eso ya veremos —contestó el coatí.

Chapai se rascó la cabeza y sonrió. Hizo un ademán con la mano de mostrarles el lugar, y los invitados lo siguieron.

La serpiente los escudriñaba intrigada desde lejos, oculta en las raíces frescas de unos arbustos. Todo iba conforme a su plan de reemplazar a la parlanchina princesa y dominar la selva entera.

El primer paso estaba hecho: presentarle a la princesa a su compañero. Después volvió a su guarida, donde conservaba frutas de todo tipo: manzanas, nísperos, apepúes... Las mordió y las llenó de veneno. Luego distribuyó estratégicamente las frutas envenenadas alrededor de la palta donde dormía Yasymí, y en otros lugares donde la princesa paseaba. Puso especial atención al Monte de los Eucaliptos, y decidió esperar a que la mujer o el hombre mordieran y se envenenaran.

Las primeras víctimas fueron el mono tití y el tucán. Pero Yasymí, Terekua y Chapai no se enteraron.

 

Con el correr de los días, Yasymí y Chapai continuaban vivos y juguetones, llegaron a hablar el mismo idioma, adivinaban sus pensamientos como si tuvieran la misma mente. Hasta Terekua había aceptado la presencia del hombre cerca de su amiga.

Los tres llegaban exhaustos en las profundidades de la noche, y no se percataban de que cada vez desaparecían más monos, zorzales y tucanes.

Una tarde, la yarará aprovechó la oportunidad y se arrastró al Monte de los Eucaliptos.  Descubrió al hombre arrodillado y plantando semillas:

—Chapai, ¿cómo estás? —dijo agitando su lengua bífida.

—¡Yarará! —le recibió contento—. Te agradezco tanto por presentarme a la princesa. ¡Estoy feliz! —gritó, corriendo y saltando a su alrededor—. Me hiciste un favor muy grande. ¿Cómo agradecerte?

—Podrías hacerme un gran favor vos a mí —dijo la yarará, pensando en el poco esfuerzo que hizo en la conversación para convencer al hombre.

—Sí, claro.

—Hay unos frutos que me gustan mucho y hace tiempo no crecen en esta zona. Anduve años buscándolos por la tierra, y cuando los encontré, los traje para plantarlos acá. Pero, como no tengo manos, ¿podrías hacerlo vos por mí?

Chapai reposó el codo sobre el dorso de su mano y agarró su mentón.

—Hummm, deberías preguntarle a la princesa. Acá no puedo plantarlos porque, como bien sabés, es el Monte de los Eucaliptos, y los árboles podrían estropearse, y ya no disfrutaríamos de su aroma fresco.

Yasymí no significaba un problema para la yarará, el problema era el coatí guardián, que ya la tenía junada y la odiaba desde chiquito. Tal vez, sincerarse con el hombre sería la mejor estrategia.

—Sí. —Aplastó las hojas de unos helechos y se acercó lentamente—. Pero la verdad es que no me llevo bien con su amigo el coatí. Es muy desconfiado y él puede influenciarla en mi contra, y yo solo quiero ayudar a la princesa.

La yarará pensó que, aunque ahora Chapai se llevaba bien con Yasymí y Terekua, no sería tan ingrato como para no tratar de ayudarla: al fin y al cabo, ella había sido su primera amiga.

—Está bien. Pero sólo voy a insistir una vez. Si la princesa no quiere estos frutos, te los voy a devolver.

Antes de alejarse, la serpiente decidió compartirle un secreto:

—Fuimos creados por un mismo espíritu, Chapai. Añá es nuestro padre. No dejaría mal a mi único hermano frente a la princesa.

La serpiente se alejó satisfecha, dejando asombrado al hombre y a la espera de la futura advertencia de Terekua a Yasymí sobre aquel regalo. Sabía que el guardián los espiaba, escondido entre las ramas del tupido follaje de un apepú.

 

—No aceptaremos el regalo —dijo Terekua desde el hombro de Yasymí cuando Chapai ofreció los frutos—. Están podridos. Y esa yarará quiere quedarse con todo nuestro mundo.

—Terekua, no seas exagerado —Yasymí tomó una naranja, y Terekua la tiró al suelo.  

—Vete, extranjero, no confiamos en los que hablan con la yarará —dijo el coatí, y gruñó moviéndose de un lado a otro en el hombro de su amiga.

—Ella solo quiere ayudar... —dijo Chapai.

—…ayudar a matarnos —interrumpió Terekua, con un pitido agudo, y giró mirando a la princesa—. Princesa, por favor. No sea ingenua, los vi y escuché hablando, ¡son hermanos! Planean matarla y quedarse con su reino.

—Yo no sabía que era su hermano, hasta que me lo dijo ese día —dijo Chapai.  

Yasymí miró al hombre y se tocó la cara: una calidez envolvió sus mejillas y no supo explicar el porqué.

—Acepto el regalo —dijo abriendo los brazos.

Terekua saltó del hombro de la princesa a la tierra y dijo:

—Yo cuidaré su palta, y todos los árboles que pueda. No me haré cargo de las elecciones de ustedes dos; serán responsables de cualquier desgracia; ya están malditos.

Se adentró en la selva, y su cola esponjosa y anillada desapareció.  

Yasymí y Chapai se sentaron juntos sobre la orilla del arroyo a examinar los frutos. Todos eran brillantes, con dos agujeritos que desprendían hilos de jugo. Yasymí se tentó y, desesperada, peló la cáscara de un apepú; iba a morderlo.

—¡No! —Chapai agarró la muñeca de la princesa. —Algunos están mohosos, mirá––. Le mostró la textura blanda de un níspero con pelusas azules—. Están feos, quizá Terekua tenga razón.

—Mi panza ruge, no puedo vivir solamente de paltas, y ya acepté el regalo —dijo ella—. No puedo rechazarlo.

—Podés ignorarlo —aclaró Chapai––. Arrojemos todo al arroyo. La yarará no se enterará. Nadie dirá nada.

Yasymí y Chapai tiraron los frutos, y la corriente los llevó hacia el río, mientras la yarará observaba oculta entre el matorral. 

—Cayeron en la trampa. —Soltó una risita asmática—. No pensaron que al aceptarlos son responsables de su crecimiento. Nunca más verán el paraíso que conocen: los frutos se convertirán en semillas que germinarán en la tierra, y estas se convertirán en árboles malditos que producirán, a su vez, más frutos envenenados. Por fin, yo reinaré.

 

Yasymí despertó de una siesta y se levantó de golpe, atontada por unos gritos. Vio a Chapai intentando cruzar el arroyo, pero varios caimanes se lo impedían, dando puntiagudas bocanadas y coletazos.

—¿Qué les pasa? —dijo ella acercándose a la orilla—. Suelen ser muy amigables. ¡Oigan! Yacarés, dejen en paz a mi amigo. Sólo quiere venir a visitarme.

Pero los yacarés no le respondían ni le obedecían; Chapai apenas pudo esquivarlos con varios saltos, y llegó a la orilla de Yasymí agitado y herido. Le habían rasguñado las piernas.

—Algo está pasando —dijo Chapai—. Ningún animal me respeta ahora. Un yaguareté intentó matarme. ¡No es normal! —dijo, tocándose el líquido rojo que brotaba de su pierna—. ¡Duele! —La miró como si Yasymí tuviera la solución—. ¿No vas a ayudarme?

Yasymí lo miraba sin entender. En eso, las hormigas tigre subieron por sus pies y la picaron. Ella gritó y saltó de un lugar a otro. Se abrazó al tronco de un apepú y alzó los pies. Miró hacia las ramas y vio a los monos tití que al verla le lanzaron naranjas a la cabeza. Yasymí se alejó de otro salto y miró enojada a Chapai.

—¡Todo esto es tu culpa!

—¿Mi culpa? ¡Ah, no! Vos aceptaste el regalo. Yo solamente quería ayudar.

—¡Vos confiaste en ella primero! Aceptaste el regalo primero —Yasymí retrocedió: no quería volver a verlo nunca más—. Terekua tenía razón.

—¡No te vayas, no me dejes solo! —Chapai miró sobre el hombro de Yasymí. —Mejor dicho... No te muevas —dijo, y levantó la mano lentamente.

—¡¿Ahora me das órdenes?! —Unos rugidos atravesaron la maleza. Los dos gritaron y huyeron lo más rápido posible. El yaguareté arremetía con zarpazos, el lomo erizado y los dientes filosos, cada vez más cerca.

—¡Ya no nos conoce! —lamentó Yasymí.

Corrieron sobre piedras y barro, dieron manotazos a las ortigas cuyas espinas se les clavaban a la piel, cruzaron paredes de helechos, orquídeas, enredaderas y, aun así, el rugido se les acercaba. Terekua salió de los helechos y se unió a ellos en el camino.

—¿Terekua? ¿Viniste a ayudarnos? —dijo Yasymí.

A pesar de que él no le respondió, escuchó el pitido de su amigo y comprendió que él quería salvarlos.

Saltaron un gran tronco caído y mohoso, y se escondieron detrás. El cazador pasó por encima de ellos, ignorando su escondite. Como Terekua siguió corriendo hacia adelante, el yaguareté lo persiguió hasta perderse en la selva. Yasymí y Chapai quedaron en silencio, sentados contra el tronco, agitados.

—Yasymí.

—¿Qué pasa?

—¡Estoy llorando por mi piel! —Yasymí se dio cuenta de que le pasaba lo mismo. Unas gotas como lágrimas salían de unos orificios invisibles y resbalaban por todo su cuerpo.

Ella se levantó.

—Tengo que irme.

—Voy con vos —dijo Chapai, y también se puso de pie.

—¡No! —Yasymí lo empujó y lo sentó donde estaba—. Voy a arreglar esto sola. Ya hiciste suficiente.

 Chapai tastabilló en el barro y apenas se levantó.  

—¡Ya te dije que no fue mi culpa! Vos también aceptaste los frutos.

Yasymí había dejado de prestarle atención. Pensaba en cómo solucionar el problema en que se habían metido. Fijó la vista hacia una corteza de apepú y dijo:

 —La palta que cuida Terekua es el único árbol nacido de la luna con la bendición de mi padre. Tenemos que llegar a ella antes que la yarará. ¡Vamos!

Unos guijarros vibraron. Chapai quedó paralizado mirando hacia el horizonte: una estampida de caimanes, yaguaretés, inclusive alacranes y serpientes los perseguían. La yarará venía a la cabeza de las serpientes y los demás animales de la estampida.

—¡Vienen a devorarnos! —dijo Yasymí, y corrieron en dirección a la palta.

—¡Tenemos que ganarles! —gritó Chapai, adelantándose en velocidad a Yasymí. Ella se quedó atrás: los dedos de sus pies se habían acalambrado.

—¡No pares! —dijo Chapai y alzó a Yasymí en sus brazos. Ambos veían cerca el tronco de la palta, y a Terekua con su ejército de coatíes y algunos monos tití. Los guardianes protegían el tronco en un círculo. Chapai corrió hacia ellos, y los soldados le cubrieron la espalda.

Yasymí bajó de los brazos de Chapai y se aferró al tronco. Levantó la cabeza hacia el follaje, y vio una única palta madura, a punto de soltarse y caer. Escaló el tronco para alcanzarla.

Ante la avalancha de garras y dientes, los flacos soldados de cola anillada y los monos cayeron uno a uno, víctimas de las mordidas y picazones de todos los animales comandados por la yarará.

Al final, solamente quedaron Terekua y Chapai.

La serpiente se abalanzó sobre el guardián, y ambos se enredaron en una lucha de garras, colmillos y gruñidos, hasta que la cola anillada de Terekua dejó de moverse. Yasymí había logrado arrancar la palta. Entonces la yarará saltó y abrió la boca. Los colmillos proyectaban su veneno sobre la princesa, pero Chapai se interpuso.

—¡Chapai, no! —La yarará le había mordido el antebrazo.

El hombre cayó al suelo, paralizado. Un dolor desconocido punzó el pecho de Yasymí.

La estampida pisoteó el cuerpo de su amigo, y la serpiente aprovechó para clavar los colmillos en las gruesas raíces sobresalidas de la palta. El veneno llegaría a las nervaduras de todo el árbol muy pronto. Yasymí abrazó la palta con todas sus fuerzas, y vio desde arriba cómo la corriente del arroyo se expandía y llevaba por delante todo a su alrededor. Las grietas del suelo se abrían en enormes torrentes. Yasymí se aferró al tronco y se hundió en un gigantesco torbellino de agua.

El tronco cayó en un precipicio.

 

La princesa despertó sobre arena mojada. Se sentó y vomitó agua. Buscó desesperadamente la palta, por toda la orilla. La encontró a unos metros, tapada por las hojas de unos helechos. Estaba intacta: el único fruto bueno se había salvado. Lo abrazó otra vez. Después se miró los brazos y las piernas, le ardían tajos y raspones. Miró la nueva cascada que se alzaba a su espalda, y a los vencejos que revoloteaban debajo, y temió que fueran a atacarla. Escuchó unos rugidos entre la maleza y alcanzó a distinguir a la yarará vigilante por encima de la pared de cascadas, envolviendo la rama de un árbol. Yasymí corrió sin mirar atrás, en búsqueda de un nuevo hogar.

Esta vez, ella sería la guardiana y protegería a la palta, manteniéndola lejos de la yarará. Imaginó que la semilla crecía con fuerza como el saltarín en su vientre. Después de un tiempo, la palta estaría alta y madura, adornada de florcitas amarillas y llena de abejas. Pensó en descansar bajo la futura sombra refrescante mientras enseñaba al saltarín a ser protector de los buenos frutos. Solamente así devolvería la paz que ella misma había ayudado a destruir. Solamente así las muertes de Chapai y de Terekua no serían en vano.

 

martes, 18 de enero de 2022

Un terrible amigo

 

Un terrible amigo

 

 

Débora pensaba en que quizás, si lo pedía amablemente, él se iría. Tecleó una carta mientras su mamá le servía chocolatada fría en un vaso.

—¿A quién le estás escribiendo, hija?  

—A un amigo.

La carta decía:

“Tengo un problema, no me gusta que nos hagas jodas pesadas. Siempre terminan culpándome. Una vez soñé que te vi desde el balcón y te invité a entrar. Te rodeaba una capa transparente. Las cosquillas en mis pies me hacían reír a la noche. Mamá y papá salían y me dejaban sola, y no tenía amigos. No quiero echarte, pero estás abusando. Ya no te necesito: las cosas cambiaron.

Ahora tengo amigos, y un hermanito por llegar. Por tu culpa me meto en muchos problemas: desaparecen los collares y los aritos de mamá, mis ojotas, las estampitas de los santos, los cuadros en la basura. A mi perrito Pepe lo ponés nervioso, una vez lo asustaste, y corrió como loco desde mi pieza hacia las escaleras, donde yo bajaba para desayunar. Pepe chocó contra mi pierna, resbalé, y caí sobre los escalones. Me quebré una costilla y me doblé el tobillo. Estuve un montón de días con yeso, y pensando en mis padres: se esforzaron mucho en cuidarme. Despierto y me levanto con mucha hambre y sed a la madrugada. Veo desde la ventana como todas las rosas se mueven hacia un lado, y no es el viento. No sos malo, sos terrible igual que yo, y entre iguales seguro nos vamos a entender.”

Débora imprimió la carta, coincidió los bordes del papel y lo dobló a la mitad. Bajó las escaleras hasta el patio y metió la carta entre medio de las espinas del rosedal. Pepe vino corriendo tras ella, ladraba y gruñía. Una risa asmática provino de las hojas y el papel flotó y se sostuvo en el aire. Los extremos de la carta se abollaron, después cayó a la tierra. Débora intentó recogerlo, pero un chillido entrecortado la detuvo. El papel volvió a flotar convertido en un bollo y golpeó su cara.