sábado, 5 de marzo de 2022

La tripulación de El Chacal

 


  La tripulación de El Chacal

 

 

—¡Surcamos el Mar de la Conchinchina otra vez! dijo Juan, hablando solo en la cabina de El Chacal y mirando el horizonte.

Entendió que los oficiales, que cenaban en el comedor, no lo habían oído por el vendaval, el fragor de la marea y los estáticos de la radio. Las ráfagas penetraban por los ventanales abiertos, y amenazaban con volarle la gorra de capitán. Se la quitó con una mano mientras sostenía el timón con la otra. Había decidido tomar una antigua y olvidada ruta mercantil, contaminada de leyendas y mitos marinos: la usual estaba bloqueada por razones climáticas.

Vio que Marcos le traía una bandeja con vasos. Aceptó gustoso, y pronto el vino tinto le mojó el bigote.

—Con mucho respeto le pregunto, capitán ―le dijo el muchacho, el marinero más joven de la tripulación―: ¿usted decidió cambiar de ruta un viernes?

—¿Algún problema con eso, marinero?

—Es que a Jesús le crucificaron un viernes.

La mirada de Juan habrá sido bien tajante, porque el chico no hizo más comentarios y salió disparado de la cabina.  

—Cuánta pavada de pendejito —murmuró Juan.

Aunque faltaran todavía muchas millas para el puerto de Macao, imaginó las instancias del regreso: la maniobra de fondeo en el puerto, el sello en su pasaporte, el viaje en avión, el recorrido familiar del colectivo, los pétalos de lapacho esparcidos en la vereda por Victoria, la brisa mentolada, los ladridos de Roco, los besos y abrazos del más pequeño de la familia. Desde el primer viaje en que El Chacal zarpó con destino al extranjero, la alegría de volver seguía intacta.

Juan suspiró, satisfecho con lo logrado hasta el momento durante el viaje: ninguna carga se había arruinado, y más de un destinatario había expresado su conformidad con los paquetes recibidos en la aduana. Hasta El Chacal se había comportado de maravillas, a pesar de ser un antiguo buque de guerra, y con su buen porte podía atravesar olas gigantescas.

Miró su reloj, se percató del tiempo. Le ordenó a uno de los oficiales que lo reemplazase, y así podría descansar en proa. Salió de la cabina.

El viento y el oleaje habían amainado, y él se acodó en la baranda y cerró los ojos. Se concentró en el arrastre y en el choque perezoso de las olas: se disfrutaban más cuando el trabajo estaba a punto de terminar.

—¿Cómo puede ser, si al buque se le hizo el mantenimiento hace diez días?

La voz lo sacó de su contemplación. Una voz temblorosa y apagada.

Y a esa voz siguió otra: dos marineros a quienes él no llegaba a identificar hablaban entre ellos.

 “Problemas”, se dijo Juan, y se asomó por la escotilla de la cabina. Sí, no se había equivocado: al verlo, los dos marineros se hicieron los desentendidos.

Cuando Juan asumía de nuevo la vigilancia del buque y de la zona en que navegaban, oyó gritos, y le pidió al oficial de Control de Mando que apuntara hacia la izquierda la luz blanca de tope.

—¿Qué es eso? —Juan se agarró la cabeza, pasmado. Marcos y los demás marineros salieron a cubierta a mirar el desorden.

El Chacal empujaba trozos de hierro y madera de una embarcación destruida. En el agua, a estribor, un hombre gritaba aferrado a una especie de tabla o mesa ―¿una balsa improvisada?―. El hombre gritaba con más fuerza todavía, superponiendo su voz estentórea al fragor del mar, y moviendo el brazo libre luchaba para ser advertido entre las amenazantes olas. Pero el buque lo dejaba atrás inexorablemente.

Juan convocó a todos los oficiales al salvamento, pero sabía que a cambio de arriesgarse por el náufrago no gozarían de ningún extra. Por el contrario, cualquier gasto o pérdida en el rescate implicaba dinero, que saldría únicamente de sus bolsillos. Y todos en la tripulación lo sabían. Y además sabían que cualquier retraso significaba la pérdida del incentivo en los salarios, acordado por parte de la naviera.  Y lo peor era  que tanto los oficiales como el resto del personal venían insistiendo, cada vez superándose en insolencia, con regresar a sus familias lo antes posible.

—No olvide que navegamos una ruta comercial, mi capitán —dijo el oficial de control―. Aparece “La fragata II” detrás de nosotros en el radar. Ellos están mejor equipados. Sin duda, rescatarán al chino.

—No le gustaría estar en el lugar del “chino”, ¿o sí? —preguntó Juan levantando el mentón.

Los oficiales se miraron en silencio, y él supo que ya habían visto al náufrago y que aun así habían decidido ignorarlo.

—Tranquilo, capitán, que en tierra no diremos nada.

―Y usted lo sabe perfectamente, capitán.

—Además es de mala suerte rescatar a un náufrago.

―Por algo se habrán hundido, capitán.

―Tiene razón, capitán.

―Qué tal si nos pasa lo mismo, capitán.

—Bien hacen en llamarme capitán ―Juan se palpó las jinetas―, porque lo soy. Y me van a obedecer. Procedan a la maniobra de fondeo ahora mismo.

A regañadientes, oficiales y marineros arrojaron al mar una balsa de emergencia, y se colocaron los chalecos salvavidas.

Juan tragó saliva, y pensó que acaso los demás tenían razón: todos, incluso él, perderían el premio de la naviera. Pero enseguida se dijo que era su obligación salvarlo; había una nave más poderosa que cualquier barco patrullero: su propia conciencia.

Soltaron un cabo para que la balsa no pudiera perderse en la negrura. Al acercarse, vieron que el náufrago chapoteaba desesperado y se sostenía con ayuda de tablones y una rueda de timón. El hombre forcejeaba con los rescatistas, se resistía al salvamento. Señalaba algo al norte de las oscuras aguas, y gritaba una palabra extraña, una y otra vez.

Mediante un aro salvavidas, los marineros lo acercaron a los flotadores de la balsa y lo ayudaron a trepar. Desde la cubierta, Juan le notó los ojos rasgados. El náufrago balbuceaba un idioma incomprensible. Juan llamó a Vicente, el práctico de a bordo, que conocía algunas variantes del chino.

Su auxiliar obedeció, y cuando desde arriba le habló al náufrago, y al ver la actitud del otro al responder, Juan sospechó una nueva desgracia. Vicente agrandó los ojos y se arrimó a la baranda de cubierta:

—¿Qué está pasando?  

—Hay alguien más en el agua, capitán. ¡Un nene! Es el hijo de Can.

Y el tal Can, mirando desesperado hacia los amenazantes remolinos de las olas, se dio a gritar una misma palabra, una y otra vez. Juan creyó que era el nombre del chico. Los rescatistas les pidieron al padre y a Vicente que los acompañaran al mar: necesitaban que el niño confiara en sus salvadores. Los marineros soltaron más cabos, y los mejores nadadores abordaron otra balsa y se acercaron a los pedazos de madera y de metal. Esos restos del pesquero rodeaban a un gran colmillo de piedra porosa que ni un peñasco llegaba a ser. Aferrado a aquel risco como mejor podía, ahí estaba el chico, tiritante y mudo: no respondía a ninguna pregunta ni palabra de aliento de sus salvadores.

Cuando lo subieron a la balsa, saltó como un koala hacia los brazos de Can, quien lloraba de agradecimiento.

Vicente se alegró y dijo:

—¡Bienvenido, Gao! ¿Estabas escondido?

Juan lo veía todo desde cubierta, siempre apoyado en el barandal. Aquel abrazo era el mismo que soñaba con darle él a su propio hijo. Se secó una lágrima, de un manotazo: no quería que los suyos la notasen. Y pensó que, si se hubiera dejado guiar por su impiadosa tripulación, la culpa lo habría obligado a odiarse por tener una familia esperándolo.

Pensó que el destino hacía con la gente lo que se le antojaba: ahora tendrían que desembarcar en el primer puerto que avistasen, maldita sea, para reportar el hundimiento del pesquero y gestionar el papeleo de los náufragos.

Juan sabía que el oficial de control no lo miraría a los ojos durante el resto del viaje. Aunque conocía bien a sus oficiales, se preguntó si alguno se habría arrepentido.

Y a sus espaldas oyó la voz de Marcos, el novato:

—Ya perdimos mucho tiempo rescatando al chino ese, capitán. Y eso es algo intolerable para la naviera. Y usted lo sabe.

Al darse vuelta, Juan vio que el chico empuñaba una picana.

―Crees que no lo sé, estúpido. Eso lo sabe hasta el grumete que limpia la cubierta. Y bajá eso, o te tiro por la borda.

Y el otro se atrevió a rozarle el brazo con la picana, y el remezón del voltaje le recorrió a Juan el cuerpo en contracciones que le lanzaron la cabeza hacia el hombro. Cayó de rodillas, temblando.

—Somos apenas trabajadores, capitán. Necesitamos el incentivo, y usted ya nos venía retrasando bastante eligiendo esta ruta. Y ahora anda de héroe.

Otra sacudida eléctrica le paralizó el brazo.

La tripulación se acercó. Juan se retorcía y se asfixiaba, y lo alzaron entre varios y lo echaron a mar abierto. Chocó contra el oleaje, y después de la invasión de burbujas el agua le entró por los oídos y la nariz. Lejanamente oía que “El Chacal” seguía su rumbo. La oscuridad lo carcomía desde un agujero de una fosa borrosa, apenas iluminada con los débiles destellos de las luces del carguero. Los latidos del corazón bombeaban sus sienes, y los oídos le crujían y se taponaban de zumbidos. Olas mortales lo revolvían, y entonces creyó hundirse para siempre en aquella fosa alucinante, formada a veces por escamas, y a veces por paredes blancas y pulposas.

Pero un brazo le rodeó el pecho, y ahora lo subía a la superficie, y otro brazo nadaba veloz: Juan lo intuyó por el roce. Se dio cuenta de que Vicente lo llevaba hacia la roca.

La misma roca que Can y Gao aún abrazaban.

Aquellos hijos de puta los habían dejado ahí, sin la más mínima compasión.

—También a mí me tiraron, capitán. Por ser leal.

Juan hubiera querido mandarles una buena maldición, pero apenas podía gemir y mover las piernas entumecidas. En cuanto al padre y al hijo, gritaban tratando de aferrarse lo más posible al risco.

—¿Qué? ¿Agujero? ¿Agujero azul? —tradujo Vicente—. Hay un dragón en el agujero azul. No entiendo.

 Juan miró la popa empequeñecida. Había una oleada extraña que se erguía y abarcaba todo el buque. Varios aullidos sucesivos del fondo marino aumentaban como las turbinas de un avión en despegue. La roca, que ahora era refugio de los cuatro, vibraba, y una tenue neblina los cubría más y más.  

Entonces el Gran Señor Cthulhu emergió de las profundidades abisales y se elevó por encima de la cubierta, y desguazó al buque en mil pedazos. Las luces del carguero se inclinaron y titilaron, y después todo quedó negro. Oyeron un infierno de hierros retorciéndose entre los gritos afelpados por el mar. Los estallidos formaban un hongo de humo que se confundía con la bruma.

Juan y los otros tres resistieron las olas, que amagaban con expulsarlos de la roca. Quedaron en silencio hasta que los aullidos y la bruma desaparecieron, y el oleaje se calmó.

 

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