La tripulación de El Chacal
—¡Surcamos el Mar de la Conchinchina otra vez!
—dijo Juan, hablando solo en la cabina de El Chacal y mirando el
horizonte.
Entendió
que los oficiales, que cenaban en el comedor, no lo habían oído por el vendaval,
el fragor de la marea y los estáticos de la radio. Las ráfagas penetraban por
los ventanales abiertos, y amenazaban con volarle la gorra de capitán. Se la
quitó con una mano mientras sostenía el timón con la otra. Había decidido tomar
una antigua y olvidada ruta mercantil, contaminada de leyendas y mitos marinos:
la usual estaba bloqueada por razones climáticas.
Vio
que Marcos le traía una bandeja con vasos. Aceptó gustoso, y pronto el vino
tinto le mojó el bigote.
—Con
mucho respeto le pregunto, capitán ―le dijo el muchacho, el marinero más joven
de la tripulación―: ¿usted decidió cambiar de ruta un viernes?
—¿Algún
problema con eso, marinero?
—Es
que a Jesús le crucificaron un viernes.
La
mirada de Juan habrá sido bien tajante, porque el chico no hizo más comentarios
y salió disparado de la cabina.
—Cuánta
pavada de pendejito —murmuró Juan.
Aunque
faltaran todavía muchas millas para el puerto de Macao, imaginó las instancias del
regreso: la maniobra de fondeo en el puerto, el sello en su pasaporte, el viaje
en avión, el recorrido familiar del colectivo, los pétalos de lapacho
esparcidos en la vereda por Victoria, la brisa mentolada, los ladridos de Roco,
los besos y abrazos del más pequeño de la familia. Desde el primer viaje en que
El Chacal zarpó con destino al extranjero, la alegría de volver seguía intacta.
Juan
suspiró, satisfecho con lo logrado hasta el momento durante el viaje: ninguna
carga se había arruinado, y más de un destinatario había expresado su
conformidad con los paquetes recibidos en la aduana. Hasta El Chacal se había comportado
de maravillas, a pesar de ser un antiguo buque de guerra, y con su buen porte podía
atravesar olas gigantescas.
Miró
su reloj, se percató del tiempo. Le ordenó a uno de los oficiales que lo reemplazase,
y así podría descansar en proa. Salió de la cabina.
El
viento y el oleaje habían amainado, y él se acodó en la baranda y cerró los
ojos. Se concentró en el arrastre y en el choque perezoso de las olas: se disfrutaban
más cuando el trabajo estaba a punto de terminar.
—¿Cómo
puede ser, si al buque se le hizo el mantenimiento hace diez días?
La
voz lo sacó de su contemplación. Una voz temblorosa y apagada.
Y
a esa voz siguió otra: dos marineros a quienes él no llegaba a identificar
hablaban entre ellos.
“Problemas”, se dijo Juan, y se asomó por la escotilla
de la cabina. Sí, no se había equivocado: al verlo, los dos marineros se
hicieron los desentendidos.
Cuando
Juan asumía de nuevo la vigilancia del buque y de la zona en que navegaban, oyó
gritos, y le pidió al oficial de Control de Mando que apuntara hacia la
izquierda la luz blanca de tope.
—¿Qué es eso? —Juan se agarró la cabeza, pasmado.
Marcos y los demás marineros salieron a cubierta a mirar el desorden.
El
Chacal empujaba trozos de hierro y madera de una embarcación destruida. En el
agua, a estribor, un hombre gritaba aferrado a una especie de tabla o mesa
―¿una balsa improvisada?―. El hombre gritaba con más fuerza todavía, superponiendo
su voz estentórea al fragor del mar, y moviendo el brazo libre luchaba para ser
advertido entre las amenazantes olas. Pero el buque lo dejaba atrás inexorablemente.
Juan
convocó a todos los oficiales al salvamento, pero sabía que a cambio de
arriesgarse por el náufrago no gozarían de ningún extra. Por el contrario,
cualquier gasto o pérdida en el rescate implicaba dinero, que saldría únicamente
de sus bolsillos. Y todos en la tripulación lo sabían. Y además sabían que cualquier
retraso significaba la pérdida del incentivo en los salarios, acordado por
parte de la naviera. Y lo peor era que tanto los oficiales como el resto del
personal venían insistiendo, cada vez superándose en insolencia, con regresar a
sus familias lo antes posible.
—No
olvide que navegamos una ruta comercial, mi capitán —dijo el oficial de
control―. Aparece “La fragata II” detrás de nosotros en el radar. Ellos están
mejor equipados. Sin duda, rescatarán al chino.
—No
le gustaría estar en el lugar del “chino”, ¿o sí? —preguntó Juan levantando el
mentón.
Los
oficiales se miraron en silencio, y él supo que ya habían visto al náufrago y que
aun así habían decidido ignorarlo.
—Tranquilo,
capitán, que en tierra no diremos nada.
―Y
usted lo sabe perfectamente, capitán.
—Además
es de mala suerte rescatar a un náufrago.
―Por
algo se habrán hundido, capitán.
―Tiene
razón, capitán.
―Qué
tal si nos pasa lo mismo, capitán.
—Bien
hacen en llamarme capitán ―Juan se palpó las jinetas―, porque lo soy. Y me van
a obedecer. Procedan a la maniobra de fondeo ahora mismo.
A
regañadientes, oficiales y marineros arrojaron al mar una balsa de emergencia, y
se colocaron los chalecos salvavidas.
Juan
tragó saliva, y pensó que acaso los demás tenían razón: todos, incluso él,
perderían el premio de la naviera. Pero enseguida se dijo que era su obligación salvarlo; había una
nave más poderosa que cualquier barco patrullero: su propia conciencia.
Soltaron
un cabo para que la balsa no pudiera perderse en la negrura. Al acercarse, vieron
que el náufrago chapoteaba desesperado y se sostenía con ayuda de tablones y
una rueda de timón. El hombre forcejeaba con los rescatistas, se resistía al
salvamento. Señalaba algo al norte de las oscuras aguas, y gritaba una palabra
extraña, una y otra vez.
Mediante
un aro salvavidas, los marineros lo acercaron a los flotadores de la balsa y lo
ayudaron a trepar. Desde la cubierta, Juan le notó los ojos rasgados. El
náufrago balbuceaba un idioma incomprensible. Juan llamó a Vicente, el práctico
de a bordo, que conocía algunas variantes del chino.
Su
auxiliar obedeció, y cuando desde arriba le habló al náufrago, y al ver la
actitud del otro al responder, Juan sospechó una nueva desgracia. Vicente agrandó
los ojos y se arrimó a la baranda de cubierta:
—¿Qué
está pasando?
—Hay
alguien más en el agua, capitán. ¡Un nene! Es el hijo de Can.
Y
el tal Can, mirando desesperado hacia los amenazantes remolinos de las olas, se
dio a gritar una misma palabra, una y otra vez. Juan creyó que era el nombre
del chico. Los rescatistas les pidieron al padre y a Vicente que los
acompañaran al mar: necesitaban que el niño confiara en sus salvadores. Los
marineros soltaron más cabos, y los mejores nadadores abordaron otra balsa y se
acercaron a los pedazos de madera y de metal. Esos restos del pesquero rodeaban
a un gran colmillo de piedra porosa que ni un peñasco llegaba a ser. Aferrado a
aquel risco como mejor podía, ahí estaba el chico, tiritante y mudo: no
respondía a ninguna pregunta ni palabra de aliento de sus salvadores.
Cuando
lo subieron a la balsa, saltó como un koala hacia los brazos de Can, quien
lloraba de agradecimiento.
Vicente
se alegró y dijo:
—¡Bienvenido,
Gao! ¿Estabas escondido?
Juan
lo veía todo desde cubierta, siempre apoyado en el barandal. Aquel abrazo era
el mismo que soñaba con darle él a su propio hijo. Se secó una lágrima, de un
manotazo: no quería que los suyos la notasen. Y pensó que, si se hubiera dejado
guiar por su impiadosa tripulación, la culpa lo habría obligado a odiarse por
tener una familia esperándolo.
Pensó
que el destino hacía con la gente lo que se le antojaba: ahora tendrían que
desembarcar en el primer puerto que avistasen, maldita sea, para reportar el
hundimiento del pesquero y gestionar el papeleo de los náufragos.
Juan
sabía que el oficial de control no lo miraría a los ojos durante el resto del
viaje. Aunque conocía bien a sus oficiales, se preguntó si alguno se habría
arrepentido.
Y
a sus espaldas oyó la voz de Marcos, el novato:
—Ya
perdimos mucho tiempo rescatando al chino ese, capitán. Y eso es algo intolerable
para la naviera. Y usted lo sabe.
Al
darse vuelta, Juan vio que el chico empuñaba una picana.
―Crees
que no lo sé, estúpido. Eso lo sabe hasta el grumete que limpia la cubierta. Y
bajá eso, o te tiro por la borda.
Y
el otro se atrevió a rozarle el brazo con la picana, y el remezón del voltaje le
recorrió a Juan el cuerpo en contracciones que le lanzaron la cabeza hacia el
hombro. Cayó de rodillas, temblando.
—Somos
apenas trabajadores, capitán. Necesitamos el incentivo, y usted ya nos venía retrasando
bastante eligiendo esta ruta. Y ahora anda de héroe.
Otra
sacudida eléctrica le paralizó el brazo.
La
tripulación se acercó. Juan se retorcía y se asfixiaba, y lo alzaron entre
varios y lo echaron a mar abierto. Chocó contra el oleaje, y después de la
invasión de burbujas el agua le entró por los oídos y la nariz. Lejanamente oía
que “El Chacal” seguía su rumbo. La oscuridad lo carcomía desde un agujero de
una fosa borrosa, apenas iluminada con los débiles destellos de las luces del
carguero. Los latidos del corazón bombeaban sus sienes, y los oídos le crujían
y se taponaban de zumbidos. Olas mortales lo revolvían, y entonces creyó
hundirse para siempre en aquella fosa alucinante, formada a veces por escamas, y
a veces por paredes blancas y pulposas.
Pero
un brazo le rodeó el pecho, y ahora lo subía a la superficie, y otro brazo nadaba
veloz: Juan lo intuyó por el roce. Se dio cuenta de que Vicente lo llevaba hacia
la roca.
La
misma roca que Can y Gao aún abrazaban.
Aquellos
hijos de puta los habían dejado ahí, sin la más mínima compasión.
—También
a mí me tiraron, capitán. Por ser leal.
Juan
hubiera querido mandarles una buena maldición, pero apenas podía gemir y mover
las piernas entumecidas. En cuanto al padre y al hijo, gritaban tratando de
aferrarse lo más posible al risco.
—¿Qué?
¿Agujero? ¿Agujero azul? —tradujo Vicente—. Hay un dragón en el agujero azul. No
entiendo.
Juan miró la popa empequeñecida. Había una
oleada extraña que se erguía y abarcaba todo el buque. Varios aullidos
sucesivos del fondo marino aumentaban como las turbinas de un avión en
despegue. La roca, que ahora era refugio de los cuatro, vibraba, y una tenue
neblina los cubría más y más.
Entonces
el Gran Señor Cthulhu emergió de las profundidades abisales y se elevó por
encima de la cubierta, y desguazó al buque en mil pedazos. Las luces del
carguero se inclinaron y titilaron, y después todo quedó negro. Oyeron un
infierno de hierros retorciéndose entre los gritos afelpados por el mar. Los
estallidos formaban un hongo de humo que se confundía con la bruma.
Juan
y los otros tres resistieron las olas, que amagaban con expulsarlos de la roca.
Quedaron en silencio hasta que los aullidos y la bruma desaparecieron, y el
oleaje se calmó.
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