martes, 7 de diciembre de 2021

Papá Noel de bermudas

 





Papá Noel de bermudas

 

Erika miró al Papá Noel de yeso. Los ojos hundidos y los pómulos saltones le resultaron conocidos. Se preguntó si lo había visto en la televisión: estaba segura de que nunca habían visitado Leandro N. Alem.

El muñeco vestía una camisa a cuadros de mangas cortas, bermudas, y un sombrero de paja. Sentado sobre un banquito dentro de una carreta, sostenía una pava en una mano y un mate en la otra.

Los gritos de Cecilia, su hermanita, la distrajeron. La pequeña corrió hacia la carreta y la trepó.

—¡No, Ceci, pará! No se puede subir ahí. ¿Ves? —Señaló un cartel que decía: “No subir”; y bajó a la nena.

Chanta, Chanta —decía Cecilia; su manito intentaba tocar la nariz del enorme muñeco. Las personas que paseaban alrededor las miraron.

—Ay, Ceci. —Erika se ruborizó.

—¡Papááá! —gritó Cecilia enojada, tratando de soltarse de los brazos de Erika. —¡No me deja tocar a Chanta!

Don Pretzel no le respondió: estaba ocupado discutiendo con su señora.

—No sé para qué venimos —murmuró Erika—. Si van a estar cara de culo toda la fiesta.

Todavía les faltaba visitar el pabellón de los pesebres, recorrer la feria de artesanías, comprar recuerdos, asistir al desfile de carrozas y disfraces de las comunidades, sacarse fotos... Pero con la pelea de sus padres y los berrinches de Cecilia, Erika rogaba volver a Posadas cuanto antes.

—Cómo quisiera tener una familia menos problemática —dijo, y suspiró.

De pronto, Erika vio que Cecilia no corría: uno de sus pies había quedado suspendido en el aire, la punta del otro no abandonaba el pasto. El cabello corto flotaba en una curva interminable. Don Pretzel continuaba con las cejas levantadas y los brazos cruzados. Su esposa también permanecía ceñuda, con las manos en jarra. Ninguno de los tres pestañeaba. Los horneros, los zorzales y los pitogüés habían dejado de cantar.

—¡Jou, jou, jou! —Erika volteó hacia la carreta: estaba vacía. ¡No podía ser! Retrocedió lentamente y su espalda chocó contra algo. Giró de nuevo. La cabellera y la barba blanca le hicieron sombra.

—¡Feliz Navidad, Erika Pretzel!

—¡Auxiliooo! —Ella corrió y se escondió detrás de sus estáticos padres.

—¡Jou, jou, jou! —Santa dejó el mate en un banco del parque. Sus pasos aplastaban el pasto al caminar—. Tranquila, pequeña. —Uno de los botones pintados de su camisa se desprendió, y él no le dio importancia—. Vine a hablarte —dijo. Como no podía rascarse la barba porque era de yeso, de un chasquido la transformó en una barba real—. Aunque no me escuches. El tema de no escuchar viene de familia. Recuerdo a tu bisabuelo: era un cabeza dura. Y así también le fue.

—¿Bisabuelo? —murmuró Erika, de lejos. —Papá no me contó de él.

—Y con justa razón —Santa se cebó un mate—: no era buen ejemplo.

Erika se pellizcó el brazo. Ojalá Cecilia estuviera con ellos: pensaría que la historia de Canción de Navidad era real.

Santa aplaudió dos veces, y todo giró en un feroz remolino de chivatos.

—¡Jou, Jou, Jou! ¡Vamos a recorrer la Fiesta de la Navidad!

 Erika despertó sobre un montículo de virutas de madera: estaban en el pabellón de los pesebres. Mucha gente paseaba, sacaba fotos, admirando la exposición, sin percatarse de ellos dos.

—Erika, ¿cuál es el pesebre más lindo? —Indecisa, recorrió los distintos Nacimientos: Jesús guaraní, Jesús indio, Jesús árabe, en la Antártida…

—¿Todos son lindos? —respondió dudosa, arqueando las cejas.

—¡Jou, jou, jou! Así es, Erika. —Santa se agarró la barriga—. Cada nacimiento es único, y todas las familias tienen defectos. Lo importante es mantenerse unidos. Recuerda a tu bisabuelo: era un egoísta. Hay que valorar lo que tenemos, o será demasiado tarde.

—Bueno, eso es muy fácil de decir cuando no tenés una familia como la mía: mis papás se pelean todo el tiempo, y mi hermana es una insoportable. —Una amargura brotó en su interior. Santa aplaudió, y quedaron a oscuras.

Erika apareció en una multitud, y después dejó de escuchar las voces de los locutores, las risas, los villancicos y los cascabeles. Los destellos de las cámaras quedaron pintados en el aire. Nadie se movía.

—No puedo ver nada del desfile —dijo, poniéndose en puntas de pie.

Unos brillos iluminaron los cordones de sus zapatillas, y la hicieron flotar por encima del gentío.

—¡Jou, jou, jou! —La risa la asustó: Santa estaba sentado en un banco debajo de ella.

—¡Me voy a caer! —gimió Erika.

—Tranquila, es para que veas mejor las carrozas. ¿Cuál creés que gane?

—¡Esa! —Señaló a un soldado romano con armadura dorada; blandía  una lanza desde su caballo rampante. —Sí. Esa va a ganar.

Santa hizo un ademán a los pies de Erika, y sus zapatillas aterrizaron delicadamente sobre el asfalto.

—Sólo tiene un soldado y un caballo. ¿No te parece pobre la ornamentación?

El anciano se acercó y apoyó una rodilla en el suelo. La tomó del hombro:

—Erika, la vida es como este desfile de carrozas. Cada carroza representa el corazón de las personas. Tarde o temprano, todos llegan a la meta, pero no es lo mismo llegar siendo una carroza pobre que una enriquecida. —Santa negó con la cabeza, como amargado—. Necesito que rompas la cadena que ata a la familia Pretzel. Tu corazón debe ser como la carroza más linda, o vas a terminar como tu bisabuelo. Él siempre dejó a la familia para el último lugar, y se preocupó más por adornar su casa que su corazón. Y encima trasmitió esto a las demás generaciones de los Pretzel.

Santa elevó su dedo meñique y lo enlazó con el de Erika. La miró serio.

—Santa, cumpliré mi promesa —dijo ella, y afirmó el dedo.

—Jou, jou, jou. ¡Fue un gusto, Erika! —Los meñiques se separaron con un torbellino de guirnaldas. La voz de Santa se alejó en un eco. —Recuerda: no seas como tu bisabuelo, no seas como él. No seas como yo.

Erika despertó frente al Papá Noel de bermudas. Unos policías la encandilaron con sus linternas. Sus padres venían corriendo hacia ella, con caras preocupadas. Ella miró sonriente al Santa de bermudas: todavía tenía aquella mirada familiar en los ojos.

 

 

 

 

martes, 19 de octubre de 2021

Vamos a ver a la bruja


 Vamos a ver a la bruja

 

 

Florencia pedía fortaleza cuando rezaba el Padrenuestro en la capilla de la escuela. La angustia se acumulaba en sus recientes once años. ¿Quién era ella? ¿Quién era su madre biológica?, se preguntaba. Cada tanto, oía comentarios de los vecinos como: “La niña es un regalo de Dios y vino del cielo”, y reía avergonzada por su cabello lacio, sus labios gruesos, y la estatura que no concordaba con la fisionomía de sus familiares adoptivos.

Un día llegó a la casa y encontró a su tía amasando chipa con ayuda de su vecino Roberto. Entre chistes, los dos se habían empolvado de harina. La tía le decía que así de blanco se veía canoso como su padre. Roberto sacudió la cabeza, y el polvo blanco flotó entre la claridad del mediodía. Respondió a la tía que gracias a la harina se parecía más a su hermana. Florencia carraspeó, y los dos callaron.

Roberto miró expectante y la saludó. Había llegado antes del colegio sin avisarle y supuso que por eso estaba enojada. La conocía bien: prácticamente se habían criado como hermanos.

Ella no aguantaba más, pensaba que todos tenían un familiar a quien parecerse. Todos menos ella. Respiró hondo y confrontó a su tía sin remordimientos:

—Tía, necesito saber, ya estoy grande para enterarme.

—Flor, tu mamá no me dio permiso todavía. Ella te va contar, estoy segura. Todo tiene su tiempo, ¿sí?

Decepcionada, Florencia bajó la vista. La tía era cómplice en lograr todos sus éxitos propuestos en la vida, desde las buenas notas en Matemática hasta las tareas de Historia en el cuaderno, pero también era leal a su hermana menor. Miró a Roberto, que sentado de piernas abiertas y con el brazo apoyado en el respaldo de la silla, levantó el mentón y vocalizó mudo las palabras: “¡Te dije!”

—Y puede que… —La tía dio esperanzas.— Rosa no me haya dicho nada sobre los papeles que están en un folio dentro de la caja fuerte. —Guiñó el ojo. Los chicos juraron estar agradecidos con ella el resto de sus vidas, y corrieron al cuarto.

Florencia había revisado la caja fuerte antes, varias veces y sin resultado, pensando en que quizás su madre escondía algún recuerdo, alguna pista de su identidad.  Sabía que la llave de la caja se ocultaba bajo la maceta de suculenta en el alféizar.

Colocó la llave en la caja y la giró. Abrió y rebuscó entre ahorros y carpetas; las tenía memorizadas. No vio nada inusual. Palpó y golpeó el fondo de la caja fuerte. Oyó un sonido opaco, empujó el fondo y lo sintió flojo. Deslizó el hierro y se detuvo.

Roberto había quedado en la puerta vigilando el pasillo, agitó la mano apurando el trámite.

—¿Qué pasa? —preguntó nervioso.

—Hay un hueco en la pared que tapa la caja fuerte.

Sacó del hueco varios pliegos envueltos en un folio y tapó el hueco como estaba. Callada, se sentó en la cama y desarmó el papelerío. Las sentencias de adopción tenían las firmas de la jueza de familia y, en la partida de nacimiento amarillenta figuraba el nombre de una mujer: “Nicasia Bitochi”. El domicilio quedaba en el kilómetro 1305 de la ruta 12. Roberto sacó el celular —mediante permiso de los padres podía investigar en internet con la excusa de estudiar cuando quisiera, y Florencia lo envidiaba porque no tenía ese lujo—. Buscaron en el mapa de las rutas argentinas y descubrieron que quedaba en San Ignacio. 

Ella le mostró los documentos a Roberto: había una foto pequeña de una beba con vestido blanco de encaje. De la mujer, ninguna.

—¡Mirá!: no queda lejos —dijo Roberto—. Podemos ir a buscarla mañana en vez de ir al colegio. Tendríamos que ir a la terminal, tomamos el colectivo, calculamos la hora. No vamos a estar toda la mañana, antes de las doce y media volvemos.

Insegura, Flor rechazó el ofrecimiento: Rosa emprendería la búsqueda ni bien pasara el mediodía y ella quedaría castigada todo el año. Sería paciente: su madre iba a decirle tarde o temprano quién era Bitochi. Iba a contarle de dónde era, por qué no la podía mantener, si era buena o mala persona, qué hacía, cómo era su casa…

—Si hablás con tu mamá, a lo mejor te cuente.

—Capaz.

—¡Ya es hora de que nos escapemos como juramos hace años! —Roberto saltó de la cama y sonrió.

—¡Shhh! —chistó Florencia —. La tía escucha todo. Voy a intentar con mamá una vez más —prometió tomándolo de los hombros—, y si no me cuenta, nos vamos.

Guardaron todo en su lugar. Ella anotó la dirección y el nombre con lápiz, dobló el papel y lo escondió en el bolsillo de Roberto. Se desafiaron para ver quién corría más rápido y llegaba primero a probar las chipas amasadas y el mate cocido hecho por la tía. La tarde regalaba su mejor cara entre tareas y juegos.

Después de que se fueron Roberto y la tía, la señora Rosa llegó más cansada que de costumbre, se bañó, calentó el guiso que había sobrado del almuerzo y cenaron juntas. Su hija, ansiosa, mintió:

—Mamá, mañana tenemos tarea para Lengua: hay que llevar una historia que nos identifique. —Doña Rosa pestañeaba lento, rascó sus ojos estancados en la televisión.

—Me alegro, hija, espero te vaya bien.

—Con Roberto nos gustaría escribir sobre nuestras madres. —Rosa masticó más lento. —¿Podrías contarme cómo era mi mamá anterior?

—No sé nada de ella, hija, no la conocí.

—¿Nunca la viste? —Florencia se apartó de la mesa.

—No, no la vi, me inscribí en el registro de adoptantes y después de años, me llamaron, como te conté. Tenías tres añitos en la casa de niñas y bueno, éramos dos para cuidarte en aquel entonces. Podemos comenzar por preguntar en la casa de niñas si querés, hija.

—Escuché que su apellido es Bitochi. —No toleraba esperar una semana más sin noticias, y tampoco quería contarle que revisó la caja fuerte a escondidas.

—¿Quién te dijo eso? Hija, no vayas sola a buscarla: es peligroso.

—Dijiste que no sabías nada de ella, ¿por qué es peligroso?

Rosa tragó saliva.

—Vamos a ir juntas y lo vas a descubrir —prometió.

—¿Cuándo? ¿Cuándo vamos a ir?

—No sé, Florcita, no sé, trabajo día y noche para mantener esta casa y tener comida en la mesa. Tené paciencia, voy a organizarme, tampoco quiero decirte un día si después no voy a poder ir.

—Bueno, ma, gracias igual. Hasta mañana. 

Apagó el velador y reposó pensativa en su cama. Miró el guardapolvo doblado en la silla. La luz de la luna llena venía del otro lado de la ventana abierta y resaltaba su blancura. Cerró los ojos.

 

Cargó una botella de agua a la mochila y varias chipas. Saludó a Roberto en la terminal de colectivos. Ahora ejecutarían juntos el plan ideado en caso de que la señora Rosa persistiera en su negativa.

—¿Trajiste todo? —quiso saber Florencia.

—Celular, plata, agua y chicle para dejar rastros por si nos perdemos. Un cuchillo, cereal y el silbato de papá.

Compraron los pasajes, esperaron una hora en el andén. Roberto había impreso una autorización con la firma falsa de sus padres y la de doña Rosa, por si alguien preguntaba. Se acomodaron en el fondo del colectivo de larga distancia. El viaje iba liviano, no había niños llorando y el pinar rozaba veloz las ventanas.

La culpa por escapar contaminaba los pensamientos de Florencia, pero encontró fortaleza apretando la mano de Roberto que reposaba en el apoyabrazos. Él le correspondió con una sonrisa amena. Vieron a un gendarme cuando pasaban el peaje. Roberto abrazó a la anciana que dormía delante de ellos y pellizcó a su amiga para que lo imitara. Ella obedeció. El gendarme desvió la mirada y la anciana despertó sorprendida.

—Más vale que no tardemos mucho porque en cualquier momento nos pueden atrapar —dijo Roberto escabulléndose de nuevo en el asiento.

Cuando bajaron las escaleras del colectivo, el chofer notó que la señora con quien hablaron durante el viaje no los acompañaba. Preguntó desconfiado:

—¿A dónde van?

Florencia tartamudeó y Roberto la codeó.

—Vienen a buscarnos, señor, nuestra escuela está acá cerca.

El colectivo se perdió en la lejanía.

Roberto viajaba todos los años con sus padres a las ruinas de San Ignacio en Semana Santa, así que conocía bien la zona y algunos de sus mitos. La parada era en la lomada del kilómetro 1305. Podían ver ondas de calor en pavimento, y en la lejanía las ondas hacían bailar los pinos y las líneas blancas de la ruta. Aunque habían llegado a la dirección exacta, no había casa: sólo la parada, y un verdulero corpulento y moreno, que acomodaba peras y manzanas en cajas de madera para vender. 

—Buen día, señor —dijo Roberto.

Etán perdido —respondió el hombre.

—No, no, queremos preguntarle… Estamos buscando a la señora Nicasia Bitochi.

El verdulero se inclinó y les dijo que no era bueno que estuviesen solos allí, que deberían volver con sus padres.

—Por favor, señor, si sabe algo sobre esa mujer, nos ayudaría mucho —y señaló a su amiga—: ella es su hija.

El hombre llevaba una gorra cuya sombra cubría las arrugas. Notaron que le faltaban algunos dientes.

—¡Mira vo! La bruja tiene hija —dijo sorprendido—. La Bitochi vive entre lo pino, al otro lado de la ruta. —Extendió el brazo hacia la entrada de un sendero, y volvió a acomodar las manzanas.

Roberto, pálido como las líneas que marcaban la ruta, no se animó a consultar más. Florencia en cambio, se armó de valor:

—Señor, ¿usted dijo "Bruja"? —bajó el tono de voz como si alguien más estuviera escuchando.

—Pero on pariente, no creo que le haga náa. Zi era gente estraña, bueno, le diría que e peligroso, pero como zon familia... — y alzó los hombros.

Los chicos agradecieron, cruzaron la ruta y se adentraron en el sendero de tierra colorada. Roberto caminaba incómodo, con olfato, vista y oídos alarmados. Miró el teléfono calculando el tiempo: eran las ocho de la mañana, tendrían exactamente cuatro horas más para volver.

Un perro negro cruzó frente a ellos, y Roberto gritó aterrado. El perro levantó sus puntiagudas orejas y los contempló, ladró y se perdió en la maleza. En la tierra había dibujadas cruces invertidas y otros símbolos incomprensibles. Aprovecharon para pegar rastros de chicles en los troncos. 

En el bosque, el camino se fue cerrando, y donde antes entraban juntos de lado, ahora iban uno detrás del otro, y las ramas los rasguñaban al pasar.

Unos gruñidos los estremecieron. Luego hubo un silencio de ultratumba.

Se detuvieron impresionados por las ramas imponentes y retorcidas de un chivato. Florencia tocó su tronco, y más allá pudo ver una casa de ladrillos con una antena de metal herrumbrada. Entonces, otra vez escucharon los gruñidos, que más parecían de osos que de perros. A lo lejos distinguieron entre el pastizal a un perrazo que se aproximaba salvajemente con la boca llena de espuma. También oyeron pasos apresurados. Cuando se dieron vuelta, el verdulero arremetía contra ellos como en trance. La gorra le hacía sombra y ocultaba su rostro. Roberto preparó el cuchillo para enfrentarlo.

—¡Escalemos el chivato!

—¡No voy a subir, Roberto!

—¡No discutas ahora! —La alzó y empujó, aguantando el peso para que ella pudiera escalar el tronco. —¡Dale, dale!

El verdulero embistió a Roberto, que cayó entre los helechos y se desmayó. Después el hombre tironeó del pie de la niña hasta bajarla del árbol. Enganchó sus brazos con los de Florencia, la acomodó espalda contra espalda, hasta dejarla en posición supina.

Ella pateó y arañó, intentó morderlo, pero los movimientos eran implacables; el agresor actuaba con fuerza y sin pestañear. Corrió hasta la casa de ladrillos, ignorando los alaridos de su presa.

La fachada cuadrada de ladrillos enmohecidos y la antena oxidada de la casa, que tenía una sola ventana, daban la impresión de una escuela rural abandonada. A la entrada había unos cuantos árboles caídos. Las secas y grandes raíces se torcían mirando a la casa. Florencia imaginó que habían sido arrancados del suelo al mismo tiempo.

Una mujer enana de cabello ceniza salió a recibirlos con los brazos en jarras. Le hizo señas al verdulero de que llevara adentro a la niña, y le advirtió a ella que no gritara más.

 

Roberto despertó perturbado. Encontró su Victorinox tirada entre el pastizal, y la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

No sabía si ir a recuperar a su amiga o si salir a la ruta a pedir ayuda al pueblo. "No, no voy a abandonarla a merced de una bruja, no podría vivir con eso", pensó. Sacó el teléfono y marcó el número de su madre. Sospechó el castigo que le aguardaba si se enteraba de la fuga: eso sólo metería en líos a ambos. Abandonando aquella idea, guardó el teléfono. Buscó debajo de la chomba el dije de cruz dorado y lo encerró en su puño.

Agazapado en el yuyal, rodeó la casa. Intuyó que todavía podían escapar sin escandalizar a la familia.

 

Florencia comparó el mentón pronunciado y la nariz aguileña de Bitochi con sus propios rasgos. No coincidían. En los ojos grandes y apagados, en cambio, se identificó, esperanzada. Bitochi la invitó a sentarse a la mesa y le sirvió un tazón de agua. El verdulero se paró al lado de la puerta. Miraba fijamente la nada, no hablaba.

—Ya podés volver a la ruta —dijo Bitochi. El hombre abrió la puerta y se fue; después la— anciana se volvió hacia ella—: No creí que vinieras sola. Florencia, preocupada, pensó en Roberto—. La gente ataca lo que le asusta, por eso tengo amigos.

—Señora, ¿usted es Nicasia Bitochi?

La bruja asintió.

—Soy su hija. —Florencia le mostró el folio con los documentos y se preguntó si la anciana sabría leerlos. Ésta los ignoró.

—Muchas dijeron lo mismo. —Las uñas largas, rotas y puntiagudas tamborileaban rítmicamente sobre la vieja mesa. —¿Querés un trabajito?

—No, sólo quería conocerla. Si no cree en los documentos, ¿cómo podría demostrar que soy su hija?

Bitochi se levantó con dificultad y fue hasta otra puerta al lado de un cúmulo de ollas negras. Cuando la abrió, Florencia notó un colchón fino en el suelo como único mueble de la habitación alumbrado por la claridad.

Nicasia apareció con una muñeca de trapo de vestido gris: hilos de lana cubrían la pequeña cabeza simulando rizos rojizos, dos botones negros hacían de ojos. Bitochi sentó a la muñeca sobre la mesa, delante del tazón. Primero Florencia no la reconoció, tocó la cara sin nariz ni boca, la tela gris del vestido triangular, y de pronto se vio frente a la ruta, a llanto vivo, abrazando desconsolada a esa misma muñeca, en aquel momento enorme. Luces azules giraban violentas ese día, los uniformados la habían distraído con caramelos, y como efecto, la niña había dejado caer la muñeca, que quedó tirada frente a un pino y la miraba desde el suelo, del otro lado de la ventanilla del patrullero.

Florencia se paró y empujó la silla hacia atrás.

 

Roberto escuchó voces y ladridos, temió que los perros lo encontraran. Avistó un tronco hueco frente a la casa, y se escondió adentro. Después de un silencio tranquilizador, se asomó para ver si no había moros en la costa. Cerca de su escondite, distinguió a dos personas muy pequeñas y regordetas. Peleaban entre ellas. Una era pálida y tenía forma de huevo; la otra era cuadrada, fornida y negra como carbón. Acaso serían duendes.

—¿Es la hija? —dijo el duende negro—.¡¿Cómo no supiste?! ¡Ahora la vieja nos va a retar!

—Mi culpa no es. ¡No se le parece en nada!

Roberto contuvo la respiración temiendo que pudieran oírlo. Miró hacia abajo. Fragmentos de huesos pequeños y carcomidos cerca de sus pies lo paralizaron, los gusanos se le pegaban a los zapatos. El hedor hacía cosquillas en su nariz. Tosió asqueado. Lamentó el error cuando vio a los duendes bloquearle la salida en los extremos del tronco. Las carcajadas unísonas de los enanos espantaron a los horneros del bosque.

—¡Tenemos visitas! —gritaron.

 

 

Dentro de la casa, Florencia no podía entender su primer recuerdo de niña invocado gracias a la muñeca.

—Alguien tiene que heredarme. —Nicasia le tendió los brazos, pero Florencia se alejó.

—¿Me abandonaste en el bosque?

—No me dejabas hacer los trabajitos.

Esas palabras chocaron contra ella y la liberaron de querer saber más.

—¡Hija, volviste a tomar tu camino! —La niña frenó el impulso de contradecirle.

La puerta se abrió, y los duendes entraron sosteniendo a Roberto atado de pies y manos con un cordón. Le habían hecho morder un mango para que no gritara, y lo acostaron sobre la mesa.

—Con que viniste sola, eh.

Florencia bajó la mirada y abrazó a Roberto para desatarlo.

—¡¿Qué hicieron con mi amigo?! ¿Dónde está su mochila?

Los duendes se señalaron entre sí.

—Si la jefa quiere, se la entregamos —dijo riendo el blanco.

Bitochi se distrajo mirando en el sendero de tierra a través de la ventana, y comentó:

—Antes usábamos las flores de los chivatos para escondernos; los pétalos nos servían como protección contra los pueblerinos. Venían a pedirnos trabajitos, pero después querían vengarse, y nos atacaban con palas, piedras y fuego. —Lanzó una carcajada. —¡Los sacaba de quicio! Se desorientaban en sus débiles mentes, revivían los demonios internos. —Bitochi entornó los ojos. —Ahora sólo nos queda un árbol para perder a los intrusos con ayuda de los símbolos en el camino. —Se apartó de la ventana y miró a Florencia. —Somos ángeles caídos, Florcita, dinamita de la mejor. ¡Es momento de que elijas tu sangre!

Roberto escupió el mango y gritó:

—¡No hagas caso!

El duende carbón lo pellizcó para que abriera la boca, y sacó de su gastada riñonera otro mango.  Se lo metió, ahogando el grito.

—No viniste sólo por cariño, Florcita: querías saber quién eras —dijo la bruja—. No cualquiera tiene esa fuerza. Si no viniste a seguir mis pasos, ¿para qué viniste?

Florencia comprendió que su verdadero hogar esperaba lejos. ¿Y si no pudiera volver jamás a ver a Rosa, a su tía, a las amigas del colegio…? Tenía que encontrar la forma de escapar. ¿Cómo engañar a los duendes y a la bruja?

Ideó un plan.

—Tenés razón —dijo—: Quiero abandonar mi vida anterior y saber de qué soy capaz —Bitochi, que había acercado a Roberto sus largas uñas, se detuvo y la miró sorprendida—. ¿Es verdad que tenés poder sobre los duendes?

—¡Claro! —fanfarroneó la bruja—. Vamos afuera, te voy a enseñar. —Les habló a los duendes—: Vos salí conmigo —hizo seña al albino—, vos vigilá.

El duende negro refunfuñó, y su compañero se burló de él.

Bitochi mandó al duende blanco a escalar la copa de un pino, y después subió y bajó el dedo un montón de veces y el enano restregaba el cuerpo contra la coraza del tronco. La bruja reía exaltada.

 

Aprovechando las manos atadas detrás de la espalda, Roberto sacó la navaja del pantalón, cortó la soga y liberó una mano. Después permaneció inmóvil fingiendo seguir atado. El duende carbón se dio vuelta para cebarse un mate y cantó una melodía acerca de embadurnar a su prisionero en ajo y perejil. Roberto se despojó de la cuerda, saltó de la mesa, y golpeó al duende con el mango de la Victorinox. Abrió la puerta.

Nicasia y Florencia se dieron vuelta al escuchar el ruido.

Por instinto, y antes que la bruja pudiera conjurar, Roberto se arrancó el crucifijo y se lo arrojó a Bitochi. Tomó la mano de su amiga y corrió hacia el sendero. Sacó el silbato y sopló en busca de ayuda hasta quedarse sin aire.

 

Mientras corrían, escucharon las risotadas de Bitochi. Una niebla grisácea fue cubriendo el bosque. La carcajada se convirtió en llanto, y los perros aullaron. Cada tanto, los chicos miraban hacia atrás. Así vieron cómo Bitochi se acuclilló, vulnerable, los ojos se le hundían en dos huecos profundos, el mentón huesudo y las orejas sobresalían escuálidas. El cabello, al igual que todo su cuerpo, se fue encogiendo.

Una vez pisadas las flores caídas del chivato, boquearon exhaustos. Roberto sacó el celular, llamó al 911, y le compartió a su madre la ubicación geográfica. Siguieron corriendo, guiándose por los chicles pegados en los troncos. Los duendes y los perros se les acercaban en estampida. Los chicos ya veían la ruta, pero el verdulero, de brazos cruzados, se interpuso en el camino.

Entonces, una fuerza interior emergió de Florencia, que se convenció de no morir en aquel bosque sin nombre. No había visto ni un poco de remordimiento en los ojos de Bitochi. Recordó la muñeca gris; eso la quemó por dentro. Un viento de tormenta sacudió el pinar, y Roberto miró al cielo; nubes negras vinieron arremolinadas y techaron sus cabezas. Los perros y los duendes huyeron asustados por donde habían venido.

Los amigos se miraron y se tomaron de la mano para embestir al verdulero, el último obstáculo. Pero el hombre se hizo a un lado, dejándolos huir. Un patrullero de la Unidad Regional 13 estacionó derrapando frente a ellos, y los policías los llamaron.

Subieron temblando al auto y se abrazaron en el asiento de atrás, mientras un oficial interrogaba al verdulero.

El teléfono de Roberto sonaba como loco. El policía al volante no paraba de preguntarles cosas.

Florencia bajó la vista. Junto a ellos encontró a la muñeca de ojos cosidos, que los acompañaba sentadita en el tapizado.

 

domingo, 12 de septiembre de 2021

Guardia en el campamento

 

 


  

  

  

Guardia en el campamento

 

I

 

En la noche del 20 de enero de 2014, vimos una estrella fugaz, pedí un deseo y hasta pasadas las tres o cuatro de la mañana, fue el mejor campamento de mi existencia.

Cada tanto te hacía ojitos de lejos, aunque no siempre podía: los varones teníamos que ayudar a traer o llevar las cosas pesadas de un lugar a otro, y las chicas hacían otras tareas. Ay, Camila, imposible olvidarte, primer amor.

Esa tarde habíamos colocado juntos la red en la cancha, y después, aprovechando que jugabas concentrada al vóley, agarré tus ojotas.

––¡Mirá, Camila! ¡Las voy a tirar al arroyo! ––te dije, y salí corriendo como loco. Igual no tardaste mucho en alcanzarme: corrías más rápido que un yaguareté. Habías jugado una hora más o menos con remates perfectos ––era una destreza ganada en los partidos intercolegiales, según me contaron––. El rebote de la pelota contra tus antebrazos nos emocionaba. “¡Vamos, Camila!” gritábamos.

 

Apilamos cajas de manzana, ramas, troncos viejos y planchas de cartones. Alguien empapó un trozo de algodón en alcohol de quemar y lo arrojó al medio. Un fósforo encendido y algo de ventilación bastaron para iniciar la fogata. Había costado mantenerla porque una brisa húmeda, que soplaba del torrente del arroyo, jugaba a apagarla.

El arroyo debía de aumentar su velocidad a la noche, o bullir con más fuerza o algo así: durante la conversación alrededor de la fogata, me esforzaba por escuchar las voces de mis compañeros. Como si la cascadita tragara toda charla y todo silencio posible.

Tony, el líder del campamento, contaba historias: eso le habíamos pedido para entretenernos antes de seguir con las actividades planeadas.

—¿Vieron el arroyo de aquel lado? ––dijo––. Hace muchos años, había un nene muy terrible. Era como el diablo haciendo jodas pesadas a todos los del campamento en cada verano: petardos en los quinchos, exceso de sal en las comidas, zapatillas enlazadas, medias desiguales, grillos en las bolsas de dormir, ropa y calzones manchados de harina… ––Camila y yo nos reímos recordando el verano pasado, cuando Juan amaneció un día tosiendo, con la cara y el cuello blancos.

Tony carraspeó. El fuego ensombrecía su mirada, los labios se le endurecieron. Habló con voz grave, cabizbajo:

––Un día el gurí se acercó al arroyo, escondió su cabeza debajo de las hojas de una morera para asustar al primero que quisiera descansar ahí cerca y…, ¡zas! Resbaló al agua. Sus piernas se enredaron entre las raíces y las rocas profundas, y no pudo salir a flote. Cuando la policía lo encontró, el cuello tenía marcas de asfixia, y una herida en la cabeza—suspiró—. Eso pasó hace muchos años.

—¿Se descubrió quién fue? —dije.

Tony frunció el ceño. Hizo una pausa. No había entendido.

—El asesino —aclaré—, ¿lo descubrieron?

Tony deslizó el dorso de su mano por debajo del mentón arrojándolo hacia delante: no tenía idea.

Nos fuimos a las carpas, abrimos las bolsas de dormir y nos acomodamos dentro.

Los chicos teníamos nuestro sector, y las chicas el suyo, así que no podía verte. Los ronquidos de Juan me impidieron cerrar los ojos; uno me latía sin querer. Más tarde, algo rozó mi oreja y desperté del susto: era el pie de Juan. Dios mío, Juan, ¡qué olor a pata!

En el ínterin había escuchado chapoteos cerca del arroyo, pero no les di importancia: debía de ser una rana o alguna comadreja.

—¡Se cayó! —gritó alguien.

¿Ahora qué pasa?, pensé, bostezando. Entreabrí el cierre de la carpa y espié más allá de la varilla; había una ronda de chicos alrededor de la cascada. Vi sombras proyectadas por linternas. A lo mejor, las chicas se fueron despertando de a poco: escuchaba voces distantes y las carpas se iluminaron.

—Parece que alguien se cayó al arroyo —contesté cuando Juan me preguntó por segunda vez qué pasaba.

Quisimos ir, pero los líderes nos prohibieron salir de la carpa y acercarnos al lugar. Los enfermeros del campamento hacían los primeros auxilios al chico caído.

Unos destellos verdes llamaron mi atención: venía a lo lejos una ambulancia. Cuando llegó, nadie nos vigilaba, y pudimos salir de la carpa. Vimos con más claridad quién era el desafortunado. ¡Nooo! Te habían colocado en una camilla. Mi pobre Camila, tan pálida, tan inconsciente… Y yo, que planeaba darte el mejor beso aquel verano. ¡¿Justo vos?!

Ni bien te metieron adentro, la ambulancia encendió la sirena, arrancó a toda velocidad y se perdió entre las sierras.

Los jefes nos obligaron a dormir y a no curiosear. Prometieron contarnos al día siguiente cómo se encontraba nuestra amiga. ¿Qué hacías en el arroyo de noche, Cami? Aprovechando el tumulto, me escapé hacia el sector de las chicas; me escondí detrás de tu carpa y esperé a que volvieran tus amigas. Las tres llegaron destrozadas.

—¿Me pueden explicar qué pasó? —susurré, en cuclillas, escondiéndome de los jefes.

—No sabemos. Camila estaba rara desde ayer. Escuchaba cosas. —La gordita dibujó con los dedos unas comillas en el aire.

—¡¿Cuáles cosas?!

Las chicas se miraron entre sí. Tardaron en responderme: a lo mejor hicieron alguna promesa a su amiga de no contar nada.

—Escuchaba que la llamaban por su nombre a la madrugada y salía de la carpa a ver quién era. Creímos que alguien le estaba haciendo una joda: nosotras nunca escuchamos nada porque a la noche dormimos como tronco —dijo la flaca y alta como jirafa.

Con las manos en los bolsillos pateé algunas piedritas en el camino; volví a la carpa.

 ¡¿Por qué no me contaste que salías sola a la madrugada?! Creí que éramos amigos. Si me contabas te iba a acompañar. ¡A donde sea! ¡Yo te hubiera protegido!

No pegué un ojo en toda la noche, las escenas se repetían en mi cabeza como una película en reversa: la conversación con las chicas; la ambulancia andando a toda velocidad; los enfermeros metiéndote en una camilla; tu cara blanca y tu cabello mojado; los destellos verdes de la sirena; los gritos; el chapoteo. 

Me levanté antes que los líderes y corrí a la cocina por novedades. Nadie sabía nada de vos. Ni sé qué hice en toda la mañana.

Al mediodía nos enteramos de que estabas bien y tus padres te habían buscado en el hospital. Suspiré: la noticia me sacó un peso de encima y juré ir a verte ni bien terminara el campamento.

 

II

 

Almorzamos arroz con pollo, jugamos a los escondites. Hacía tanto calor que, al menos por unos minutos, la corriente fresca del arroyo me llamaba. Fui a la siesta, sólo. Me saqué las zapatillas, me senté, hice un bollito con las medias y hundí los pies en el agua cristalina.

—¡Uh! ¡Qué frío! —Las ampollas me picaron. Expandí los dedos sobre la arena y dejaron de dolerme con el vaivén de las olitas. La orquesta de ranas era imparable. Los bagrecitos me comían la piel muerta dándome hormigueos en los tobillos: sonreí. Miré la cascada. El siseo de la corriente me hacía pensar en Camila. ¿Qué estará haciendo ahora?

 El agua chocaba contra varias piedras. Distinguí una movediza, quizá gomosa, en el medio de la corriente. Me puse de pie, pensé que era un sapo. Más de cerca, noté una cabeza porosa y embarrada. Giraba lentamente hacia mí. Salté a tierra seca. Grité y salí corriendo, olvidé mis zapatillas. Al mirar atrás para ver si la cabeza me seguía, me llevé por delante el tronco de un mamón. Todo quedó negro.

 

 Abrí los ojos, los enfermeros y los líderes me rodeaban en la cocina. Dijeron que me había golpeado la cabeza: no les conté que me asustó el chico del arroyo. Me toqué la frente. Dolía: apareció un bruto chichón.

Supe con quién hablar para esclarecer la situación en el campamento, le decíamos “El Abuelo”; era el líder más ducho. Quería encontrarlo libre de quehaceres: como era el más experimentado, daba ideas y consejos. En la noche, la organización del juego de luces y sonidos hizo la oportunidad perfecta.

Tony tomó el micrófono mientras cenábamos.

—¡Hola, chicos! Bueno, primero, buen provecho. Les recuerdo que está prohibido jugar cerca de la cascada, es muy peligroso. Vamos a acompañarlos durante las corridas, así vigilamos que no hagan macana o alguna trampa. Cada equipo tiene su color y la lista de pistas a seguir y de cosas a encontrar en la oscuridad. ¡Vamos a ver quién gana! ¡Mucha suerte a todos!

Los chicos más grandes reforzaban con doble nudo sus cordones. La última vez que yo jugué, me gané como premio un par de puntos en el brazo: una rama se había enganchado con mi remera, pisé mal y caí a un pozo de tierra. No iba a jugar hoy, aunque se enojaran conmigo si perdía mi equipo: eso era mejor que ir al hospital. Me quedé en el quincho, sentado en el suelo esperando a que el juego terminase. Cerca de los parlantes estaba el hombre que buscaba. Se había sentado en el murito con la cara al campo y me daba la espalda. Buscaba algo en su bolso. 

La verdad, quería acercarme al Abuelo sin interrumpirlo y esperé a que terminara de buscar. Vi un afiche amarillo y arrugado pegado a medias en una pared de madera al fondo. Me levanté a mirar de cerca. El afiche mostraba las fotos grupales de campamentos anteriores. Los líderes, seguramente, las habían recuadrado con marcador verde. Entre las caras del verano del año 2008, yo sonreía sin dientes; posaba con las manos en la espalda medio en cuero, con un short flojo de Adidas.

El Abuelo aparecía detrás de los chicos con su porra de rulos y bigotes. El tipo tendría ahora unos treinta y cinco o cuarenta años. Juan me contaba que era muy simpático. Qué raro. No recordaba haberlo visto en mi primer campamento. Quizá porque era chiquito. Sí recordaba que mis papás se quedaron conmigo.

En otras fotos salía un grupo con los choferes uniformados de la empresa. Los tipos llevaban puesta una camisa celeste con el logo de anclas cruzadas de “Don Fernando”.

Dejé de dar vueltas y me animé a hablar.

—Abuelo. —El Abuelo giró para verme. Había sacado del bolso dos enormes cuchillos; yo nunca había visto cuchillos tan grandes. Los afilaba entre sí.

—¡Hola, campeón! ––me dijo, sonriendo––, ¿cómo estás de tu caída a la siesta?

Me miró y después se concentró en el quejido de las hojas de acero; chocaban a un ritmo preciso.  

Me rasqué la cabeza.

—Bien. —El Abuelo curtía los filos, concentrado. —Quería consultarte algo. Tony contó una historia en el fogón, la historia del nene del arroyo.

—Sí. —Paró de afilar. La sonrisa del primer momento había desaparecido. Guardó uno de los cuchillos y sacó una piedra. Al mirarla, se me erizaron los vellos del brazo: la piedra tenía la misma textura porosa que la cabeza del nene ahogado. El Abuelo afiló con más presión: los largos chirridos arañaban mis tímpanos.

—Pasó cuando yo era adolescente, y vivía entre Campo Viera y Campo Ramón. El nene era tímido porque sólo hablaba portuñol: sus padres eran brasileros. No me acuerdo el nombre. —Se puso de pie. Me palmeó fuerte la espalda. —¡Vamos, Albany! Ya estás grande para asustarte. Tony exagera. ¡Son inventos! ¡Andá a jugar con los demás!

La otra mano no soltó el cuchillo, como me hubiera gustado. Hice una mueca, chasqueé la lengua, y caminé hacia la carpa.

Antes de entrar, Juan me agarró del hombro. Dijo que su equipo, el azul, había conseguido todas las pistas.

—¡Felicidades! —dije abriendo el cierre, y gateando hacia adentro––. Ahora quiero dormir un ratito.

Enrollé un abrigo para usarlo de almohada.

Los ganadores fueron anunciados con bombos y platillos. Era imposible conciliar el sueño con esos gritos, aplausos y agites de banderines. Una voz grave pronunció mi nombre, y Juan vino a buscarme.

         —¡Nos toca la guardia! —dijo, sacudiéndome—. Recién sortearon, tendremos el campamento entero sólo para nosotros. Vas a tener el diario donde podemos registrar cada momento de la noche. Mañana temprano en el desayuno vamos a leerlo frente a todos. ¿Qué estás esperando? ¡Dale! ¡Arriba!

A Juan le gustaba ser el centro de la atención.

Los líderes debían dormir a las doce y levantarse a las cinco de la mañana para prepararnos el desayuno y después despertarnos con golpes de ollas. Así que todas las noches sorteaban los nombres para formar una nueva guardia.  

         Entre los cantos de horneros perdidos, luciérnagas, un coro de chicharras y lagartijas escurridizas, quise describir en el diario la particular cara de Juan cuando por fin descubrió que ser guardia en turno noche era aburrido.

Jugamos a las cartas con mate de por medio. Las cucarachas recorrían el piso del quincho como Ferraris en autopista. Pensé en Camila y en el arroyo, ahora vigilado por nosotros.

Fui a preparar un café en la cocina y vi un par de luces cerca de la cascada.

—¡Ey! ¡Ese lugar está prohibido! ¡Ey! —Dejé mi taza sobre la mesa y tomé la linterna. Hice una señal a Juan de ir a investigar.

Escuchamos la cascada y vimos el abundante barrial. Caminamos despacio para no resbalarnos. Aun así, Juan no pudo mantener el equilibrio, se agarró a la manga de mi buzo y caímos juntos. Después se levantó rápido y corrió hacia el quincho, dejándome solo. Más cagón este Juan. Me puse de pie y me sacudí las botamangas del pantalón. Rocé la suela de la zapatilla contra el pasto para quitarme el barro: había manchado parte de los cordones y la tela. Dios, ese barro ñaú no iba a salir ni con diez lavadas.

Un viento helado envolvió mis brazos, y la linterna parpadeó. Culpé a la batería; la golpeé contra la palma de mi mano y largó la luz.

Di la espalda al arroyo y quise ir hacia el quincho, pero algo me agarró el pie y me tumbó. La fuerza tironeaba hacia el arroyo. Intenté aferrarme a cualquier cosa. Los toritos raspaban mi cara. Me di vuelta y alumbré: lo que me agarraba el tobillo era una mano que salía de una manga celeste. En segundos un hombrón con camisa me sacó la linterna y la arrojó al barro. La claridad iluminó el torrente y la cabeza del chico del arroyo. Las manotas rodearon mi cuello y presionaron. Mis dedos embarrados ensuciaban la tela y el bordado de dos anclas. Empujé con fuerza el pecho del hombre. Intenté pegarle rodillazos, pero el peso del tipo me inmovilizaba las piernas. No podía verle bien la cara o el resto del cuerpo.

Unos chirridos paralizaron mi corazón. Los había escuchado antes: ¡eran los cuchillos del Abuelo! Y se acercaban. No me salían los gritos con esas manoplas en la garganta. Todo mi cuerpo temblaba, a punto de rendirse.

En eso vi surgir del agua la cabeza grisácea, desprendiendo trozos de barro. La luz dibujó un cuerpito horripilante que se deslizaba hacia la orilla. El nene ahogado pisó la tierra, y una manta de hielo cubrió el barro y congeló el pasto. La linterna titilaba cada vez más rápido y después nos encandiló. El nene decía palabras inentendibles que resonaban en mi mente; quizás en la mente del hombrón uniformado también.

—Xô Satanás! —gritó el niño del arroyo, y el foquito de la linterna reventó.

 

Desperté en la cocina, otra vez. Juan dijo que tuve un accidente. Me habían encontrado desvanecido cerca de la cascada, y llamaron a mis padres. No quise contarles nada: no quería ser como Juan. Solamente quería volver a casa y olvidarme de los cuchillos, del niño del arroyo, del Abuelo y del chofer. ¿Qué tal si esos dos se enteraban de que yo abrí la boca?

Mis padres, cuando supieron que yo estaba bien, prefirieron que volviera con mis amigos en el colectivo en vez de venirme a buscar; era un consuelo de último día.

Temprano y de a poco sacamos los carteles, desenterramos las estacas. Juan doblaba las varillas y yo recogía las pelotas.

Guardé mis cosas en la mochila. Faltaba la linterna, y yo sabía dónde estaba. Lo mejor sería volver y mentir en casa. Si papá me preguntaba: “¿Dónde está la linterna que te presté?”, le contestaría que la había perdido. Igual no le iba a servir de nada una linterna rota. Pero la Fenix le había costado caro, había ahorrado dos meses para comprarla. ¡Fa! Tenía que ir a buscarla a toda costa.

Me acerqué al arroyo, y descubrí al Abuelo merodeando en la orilla. Se acuclilló y tomó mi linterna, examinándola.

—Abuelo —dije, nervioso—, es mía. La perdí en la guardia. —Tendí la mano. —Me salió cara. Qué suerte que la encontraste.

Detrás de nosotros, los chicos desarmaban las carpas y juntaban los bolsos.

El Abuelo se puso de pie y caminó hacia mí. Me mostró el cabezal trincado y el foquito roto.

—Tené cuidado. —La agarré, pero él no la soltó. —No vaya a ser que en el próximo campamento andes solo y sin linterna.

Se la quité de un manotazo. Un viento desprendió las hojas de la morera atrás del Abuelo y las hizo bailar en remolino. Escuché susurros y vi de nuevo la piedra en la cascada. El Abuelo había tensado la mandíbula, y la ventisca levantaba su cabellera. Los susurros pararon. El tipo me saludó con una sonrisa macabra. Corrí hacia el quincho donde habíamos dejado el montículo de bolsos y valijas.

Hicimos fila para subir al colectivo. La fila era eterna, yo me mordía las uñas. Miraba hacia atrás y buscaba al Abuelo. Cuando subí al micro, quedé pasmado: el chofer tenía el mismo porte huesudo, la misma camisa y el logo que yo había visto en el arroyo.

Fui a sentarme rápido, bien atrás. La espalda del negro era enorme, sus manos ahorcaban el volante.

Acaso él había intentado ahogar a Camila después del partido. Él y el Abuelo debían ser cómplices. Tragué saliva.

Juan llegó y se sentó desganado en el asiento al lado mío.

—Che, Juan, ¿dónde suelen dormir los choferes?

—Hay una casita en el campo de al lado. La mayoría se van, pero los dueños del quincho les suelen ofrecer esa casa para quedarse y esperarnos. —Alzó los hombros—. Qué sé yo, algunos se quedan.

 

Cuando llegué a casa, le comenté la situación a mamá. Primero me retó porque no le había contado nada, dijo que era un irresponsable. Después me abrazó y me animé a llorar, al fin, envuelto en sus brazos. Ella prometió tomar cartas en el asunto.

 

A veces, en la cena, mis padres suelen hablar de una denuncia, de un juicio contra el chofer y el Abuelo por tráfico de órganos. Parece que los guachos planificaban campamentos de verano en distintos rincones perdidos del país, y elegían cuidadosamente a las víctimas. Esperaban el momento para atacarlas.

Yo la había sacado barata.

Ahora estoy aprendiendo a no preguntar, si no quiero saber la respuesta. Prefiero cerrar etapas. Los campamentos dejaron de gustarme hace mucho.

Nos dejaron de gustar, a Camila y a mí.