domingo, 12 de septiembre de 2021

Guardia en el campamento

 

 


  

  

  

Guardia en el campamento

 

I

 

En la noche del 20 de enero de 2014, vimos una estrella fugaz, pedí un deseo y hasta pasadas las tres o cuatro de la mañana, fue el mejor campamento de mi existencia.

Cada tanto te hacía ojitos de lejos, aunque no siempre podía: los varones teníamos que ayudar a traer o llevar las cosas pesadas de un lugar a otro, y las chicas hacían otras tareas. Ay, Camila, imposible olvidarte, primer amor.

Esa tarde habíamos colocado juntos la red en la cancha, y después, aprovechando que jugabas concentrada al vóley, agarré tus ojotas.

––¡Mirá, Camila! ¡Las voy a tirar al arroyo! ––te dije, y salí corriendo como loco. Igual no tardaste mucho en alcanzarme: corrías más rápido que un yaguareté. Habías jugado una hora más o menos con remates perfectos ––era una destreza ganada en los partidos intercolegiales, según me contaron––. El rebote de la pelota contra tus antebrazos nos emocionaba. “¡Vamos, Camila!” gritábamos.

 

Apilamos cajas de manzana, ramas, troncos viejos y planchas de cartones. Alguien empapó un trozo de algodón en alcohol de quemar y lo arrojó al medio. Un fósforo encendido y algo de ventilación bastaron para iniciar la fogata. Había costado mantenerla porque una brisa húmeda, que soplaba del torrente del arroyo, jugaba a apagarla.

El arroyo debía de aumentar su velocidad a la noche, o bullir con más fuerza o algo así: durante la conversación alrededor de la fogata, me esforzaba por escuchar las voces de mis compañeros. Como si la cascadita tragara toda charla y todo silencio posible.

Tony, el líder del campamento, contaba historias: eso le habíamos pedido para entretenernos antes de seguir con las actividades planeadas.

—¿Vieron el arroyo de aquel lado? ––dijo––. Hace muchos años, había un nene muy terrible. Era como el diablo haciendo jodas pesadas a todos los del campamento en cada verano: petardos en los quinchos, exceso de sal en las comidas, zapatillas enlazadas, medias desiguales, grillos en las bolsas de dormir, ropa y calzones manchados de harina… ––Camila y yo nos reímos recordando el verano pasado, cuando Juan amaneció un día tosiendo, con la cara y el cuello blancos.

Tony carraspeó. El fuego ensombrecía su mirada, los labios se le endurecieron. Habló con voz grave, cabizbajo:

––Un día el gurí se acercó al arroyo, escondió su cabeza debajo de las hojas de una morera para asustar al primero que quisiera descansar ahí cerca y…, ¡zas! Resbaló al agua. Sus piernas se enredaron entre las raíces y las rocas profundas, y no pudo salir a flote. Cuando la policía lo encontró, el cuello tenía marcas de asfixia, y una herida en la cabeza—suspiró—. Eso pasó hace muchos años.

—¿Se descubrió quién fue? —dije.

Tony frunció el ceño. Hizo una pausa. No había entendido.

—El asesino —aclaré—, ¿lo descubrieron?

Tony deslizó el dorso de su mano por debajo del mentón arrojándolo hacia delante: no tenía idea.

Nos fuimos a las carpas, abrimos las bolsas de dormir y nos acomodamos dentro.

Los chicos teníamos nuestro sector, y las chicas el suyo, así que no podía verte. Los ronquidos de Juan me impidieron cerrar los ojos; uno me latía sin querer. Más tarde, algo rozó mi oreja y desperté del susto: era el pie de Juan. Dios mío, Juan, ¡qué olor a pata!

En el ínterin había escuchado chapoteos cerca del arroyo, pero no les di importancia: debía de ser una rana o alguna comadreja.

—¡Se cayó! —gritó alguien.

¿Ahora qué pasa?, pensé, bostezando. Entreabrí el cierre de la carpa y espié más allá de la varilla; había una ronda de chicos alrededor de la cascada. Vi sombras proyectadas por linternas. A lo mejor, las chicas se fueron despertando de a poco: escuchaba voces distantes y las carpas se iluminaron.

—Parece que alguien se cayó al arroyo —contesté cuando Juan me preguntó por segunda vez qué pasaba.

Quisimos ir, pero los líderes nos prohibieron salir de la carpa y acercarnos al lugar. Los enfermeros del campamento hacían los primeros auxilios al chico caído.

Unos destellos verdes llamaron mi atención: venía a lo lejos una ambulancia. Cuando llegó, nadie nos vigilaba, y pudimos salir de la carpa. Vimos con más claridad quién era el desafortunado. ¡Nooo! Te habían colocado en una camilla. Mi pobre Camila, tan pálida, tan inconsciente… Y yo, que planeaba darte el mejor beso aquel verano. ¡¿Justo vos?!

Ni bien te metieron adentro, la ambulancia encendió la sirena, arrancó a toda velocidad y se perdió entre las sierras.

Los jefes nos obligaron a dormir y a no curiosear. Prometieron contarnos al día siguiente cómo se encontraba nuestra amiga. ¿Qué hacías en el arroyo de noche, Cami? Aprovechando el tumulto, me escapé hacia el sector de las chicas; me escondí detrás de tu carpa y esperé a que volvieran tus amigas. Las tres llegaron destrozadas.

—¿Me pueden explicar qué pasó? —susurré, en cuclillas, escondiéndome de los jefes.

—No sabemos. Camila estaba rara desde ayer. Escuchaba cosas. —La gordita dibujó con los dedos unas comillas en el aire.

—¡¿Cuáles cosas?!

Las chicas se miraron entre sí. Tardaron en responderme: a lo mejor hicieron alguna promesa a su amiga de no contar nada.

—Escuchaba que la llamaban por su nombre a la madrugada y salía de la carpa a ver quién era. Creímos que alguien le estaba haciendo una joda: nosotras nunca escuchamos nada porque a la noche dormimos como tronco —dijo la flaca y alta como jirafa.

Con las manos en los bolsillos pateé algunas piedritas en el camino; volví a la carpa.

 ¡¿Por qué no me contaste que salías sola a la madrugada?! Creí que éramos amigos. Si me contabas te iba a acompañar. ¡A donde sea! ¡Yo te hubiera protegido!

No pegué un ojo en toda la noche, las escenas se repetían en mi cabeza como una película en reversa: la conversación con las chicas; la ambulancia andando a toda velocidad; los enfermeros metiéndote en una camilla; tu cara blanca y tu cabello mojado; los destellos verdes de la sirena; los gritos; el chapoteo. 

Me levanté antes que los líderes y corrí a la cocina por novedades. Nadie sabía nada de vos. Ni sé qué hice en toda la mañana.

Al mediodía nos enteramos de que estabas bien y tus padres te habían buscado en el hospital. Suspiré: la noticia me sacó un peso de encima y juré ir a verte ni bien terminara el campamento.

 

II

 

Almorzamos arroz con pollo, jugamos a los escondites. Hacía tanto calor que, al menos por unos minutos, la corriente fresca del arroyo me llamaba. Fui a la siesta, sólo. Me saqué las zapatillas, me senté, hice un bollito con las medias y hundí los pies en el agua cristalina.

—¡Uh! ¡Qué frío! —Las ampollas me picaron. Expandí los dedos sobre la arena y dejaron de dolerme con el vaivén de las olitas. La orquesta de ranas era imparable. Los bagrecitos me comían la piel muerta dándome hormigueos en los tobillos: sonreí. Miré la cascada. El siseo de la corriente me hacía pensar en Camila. ¿Qué estará haciendo ahora?

 El agua chocaba contra varias piedras. Distinguí una movediza, quizá gomosa, en el medio de la corriente. Me puse de pie, pensé que era un sapo. Más de cerca, noté una cabeza porosa y embarrada. Giraba lentamente hacia mí. Salté a tierra seca. Grité y salí corriendo, olvidé mis zapatillas. Al mirar atrás para ver si la cabeza me seguía, me llevé por delante el tronco de un mamón. Todo quedó negro.

 

 Abrí los ojos, los enfermeros y los líderes me rodeaban en la cocina. Dijeron que me había golpeado la cabeza: no les conté que me asustó el chico del arroyo. Me toqué la frente. Dolía: apareció un bruto chichón.

Supe con quién hablar para esclarecer la situación en el campamento, le decíamos “El Abuelo”; era el líder más ducho. Quería encontrarlo libre de quehaceres: como era el más experimentado, daba ideas y consejos. En la noche, la organización del juego de luces y sonidos hizo la oportunidad perfecta.

Tony tomó el micrófono mientras cenábamos.

—¡Hola, chicos! Bueno, primero, buen provecho. Les recuerdo que está prohibido jugar cerca de la cascada, es muy peligroso. Vamos a acompañarlos durante las corridas, así vigilamos que no hagan macana o alguna trampa. Cada equipo tiene su color y la lista de pistas a seguir y de cosas a encontrar en la oscuridad. ¡Vamos a ver quién gana! ¡Mucha suerte a todos!

Los chicos más grandes reforzaban con doble nudo sus cordones. La última vez que yo jugué, me gané como premio un par de puntos en el brazo: una rama se había enganchado con mi remera, pisé mal y caí a un pozo de tierra. No iba a jugar hoy, aunque se enojaran conmigo si perdía mi equipo: eso era mejor que ir al hospital. Me quedé en el quincho, sentado en el suelo esperando a que el juego terminase. Cerca de los parlantes estaba el hombre que buscaba. Se había sentado en el murito con la cara al campo y me daba la espalda. Buscaba algo en su bolso. 

La verdad, quería acercarme al Abuelo sin interrumpirlo y esperé a que terminara de buscar. Vi un afiche amarillo y arrugado pegado a medias en una pared de madera al fondo. Me levanté a mirar de cerca. El afiche mostraba las fotos grupales de campamentos anteriores. Los líderes, seguramente, las habían recuadrado con marcador verde. Entre las caras del verano del año 2008, yo sonreía sin dientes; posaba con las manos en la espalda medio en cuero, con un short flojo de Adidas.

El Abuelo aparecía detrás de los chicos con su porra de rulos y bigotes. El tipo tendría ahora unos treinta y cinco o cuarenta años. Juan me contaba que era muy simpático. Qué raro. No recordaba haberlo visto en mi primer campamento. Quizá porque era chiquito. Sí recordaba que mis papás se quedaron conmigo.

En otras fotos salía un grupo con los choferes uniformados de la empresa. Los tipos llevaban puesta una camisa celeste con el logo de anclas cruzadas de “Don Fernando”.

Dejé de dar vueltas y me animé a hablar.

—Abuelo. —El Abuelo giró para verme. Había sacado del bolso dos enormes cuchillos; yo nunca había visto cuchillos tan grandes. Los afilaba entre sí.

—¡Hola, campeón! ––me dijo, sonriendo––, ¿cómo estás de tu caída a la siesta?

Me miró y después se concentró en el quejido de las hojas de acero; chocaban a un ritmo preciso.  

Me rasqué la cabeza.

—Bien. —El Abuelo curtía los filos, concentrado. —Quería consultarte algo. Tony contó una historia en el fogón, la historia del nene del arroyo.

—Sí. —Paró de afilar. La sonrisa del primer momento había desaparecido. Guardó uno de los cuchillos y sacó una piedra. Al mirarla, se me erizaron los vellos del brazo: la piedra tenía la misma textura porosa que la cabeza del nene ahogado. El Abuelo afiló con más presión: los largos chirridos arañaban mis tímpanos.

—Pasó cuando yo era adolescente, y vivía entre Campo Viera y Campo Ramón. El nene era tímido porque sólo hablaba portuñol: sus padres eran brasileros. No me acuerdo el nombre. —Se puso de pie. Me palmeó fuerte la espalda. —¡Vamos, Albany! Ya estás grande para asustarte. Tony exagera. ¡Son inventos! ¡Andá a jugar con los demás!

La otra mano no soltó el cuchillo, como me hubiera gustado. Hice una mueca, chasqueé la lengua, y caminé hacia la carpa.

Antes de entrar, Juan me agarró del hombro. Dijo que su equipo, el azul, había conseguido todas las pistas.

—¡Felicidades! —dije abriendo el cierre, y gateando hacia adentro––. Ahora quiero dormir un ratito.

Enrollé un abrigo para usarlo de almohada.

Los ganadores fueron anunciados con bombos y platillos. Era imposible conciliar el sueño con esos gritos, aplausos y agites de banderines. Una voz grave pronunció mi nombre, y Juan vino a buscarme.

         —¡Nos toca la guardia! —dijo, sacudiéndome—. Recién sortearon, tendremos el campamento entero sólo para nosotros. Vas a tener el diario donde podemos registrar cada momento de la noche. Mañana temprano en el desayuno vamos a leerlo frente a todos. ¿Qué estás esperando? ¡Dale! ¡Arriba!

A Juan le gustaba ser el centro de la atención.

Los líderes debían dormir a las doce y levantarse a las cinco de la mañana para prepararnos el desayuno y después despertarnos con golpes de ollas. Así que todas las noches sorteaban los nombres para formar una nueva guardia.  

         Entre los cantos de horneros perdidos, luciérnagas, un coro de chicharras y lagartijas escurridizas, quise describir en el diario la particular cara de Juan cuando por fin descubrió que ser guardia en turno noche era aburrido.

Jugamos a las cartas con mate de por medio. Las cucarachas recorrían el piso del quincho como Ferraris en autopista. Pensé en Camila y en el arroyo, ahora vigilado por nosotros.

Fui a preparar un café en la cocina y vi un par de luces cerca de la cascada.

—¡Ey! ¡Ese lugar está prohibido! ¡Ey! —Dejé mi taza sobre la mesa y tomé la linterna. Hice una señal a Juan de ir a investigar.

Escuchamos la cascada y vimos el abundante barrial. Caminamos despacio para no resbalarnos. Aun así, Juan no pudo mantener el equilibrio, se agarró a la manga de mi buzo y caímos juntos. Después se levantó rápido y corrió hacia el quincho, dejándome solo. Más cagón este Juan. Me puse de pie y me sacudí las botamangas del pantalón. Rocé la suela de la zapatilla contra el pasto para quitarme el barro: había manchado parte de los cordones y la tela. Dios, ese barro ñaú no iba a salir ni con diez lavadas.

Un viento helado envolvió mis brazos, y la linterna parpadeó. Culpé a la batería; la golpeé contra la palma de mi mano y largó la luz.

Di la espalda al arroyo y quise ir hacia el quincho, pero algo me agarró el pie y me tumbó. La fuerza tironeaba hacia el arroyo. Intenté aferrarme a cualquier cosa. Los toritos raspaban mi cara. Me di vuelta y alumbré: lo que me agarraba el tobillo era una mano que salía de una manga celeste. En segundos un hombrón con camisa me sacó la linterna y la arrojó al barro. La claridad iluminó el torrente y la cabeza del chico del arroyo. Las manotas rodearon mi cuello y presionaron. Mis dedos embarrados ensuciaban la tela y el bordado de dos anclas. Empujé con fuerza el pecho del hombre. Intenté pegarle rodillazos, pero el peso del tipo me inmovilizaba las piernas. No podía verle bien la cara o el resto del cuerpo.

Unos chirridos paralizaron mi corazón. Los había escuchado antes: ¡eran los cuchillos del Abuelo! Y se acercaban. No me salían los gritos con esas manoplas en la garganta. Todo mi cuerpo temblaba, a punto de rendirse.

En eso vi surgir del agua la cabeza grisácea, desprendiendo trozos de barro. La luz dibujó un cuerpito horripilante que se deslizaba hacia la orilla. El nene ahogado pisó la tierra, y una manta de hielo cubrió el barro y congeló el pasto. La linterna titilaba cada vez más rápido y después nos encandiló. El nene decía palabras inentendibles que resonaban en mi mente; quizás en la mente del hombrón uniformado también.

—Xô Satanás! —gritó el niño del arroyo, y el foquito de la linterna reventó.

 

Desperté en la cocina, otra vez. Juan dijo que tuve un accidente. Me habían encontrado desvanecido cerca de la cascada, y llamaron a mis padres. No quise contarles nada: no quería ser como Juan. Solamente quería volver a casa y olvidarme de los cuchillos, del niño del arroyo, del Abuelo y del chofer. ¿Qué tal si esos dos se enteraban de que yo abrí la boca?

Mis padres, cuando supieron que yo estaba bien, prefirieron que volviera con mis amigos en el colectivo en vez de venirme a buscar; era un consuelo de último día.

Temprano y de a poco sacamos los carteles, desenterramos las estacas. Juan doblaba las varillas y yo recogía las pelotas.

Guardé mis cosas en la mochila. Faltaba la linterna, y yo sabía dónde estaba. Lo mejor sería volver y mentir en casa. Si papá me preguntaba: “¿Dónde está la linterna que te presté?”, le contestaría que la había perdido. Igual no le iba a servir de nada una linterna rota. Pero la Fenix le había costado caro, había ahorrado dos meses para comprarla. ¡Fa! Tenía que ir a buscarla a toda costa.

Me acerqué al arroyo, y descubrí al Abuelo merodeando en la orilla. Se acuclilló y tomó mi linterna, examinándola.

—Abuelo —dije, nervioso—, es mía. La perdí en la guardia. —Tendí la mano. —Me salió cara. Qué suerte que la encontraste.

Detrás de nosotros, los chicos desarmaban las carpas y juntaban los bolsos.

El Abuelo se puso de pie y caminó hacia mí. Me mostró el cabezal trincado y el foquito roto.

—Tené cuidado. —La agarré, pero él no la soltó. —No vaya a ser que en el próximo campamento andes solo y sin linterna.

Se la quité de un manotazo. Un viento desprendió las hojas de la morera atrás del Abuelo y las hizo bailar en remolino. Escuché susurros y vi de nuevo la piedra en la cascada. El Abuelo había tensado la mandíbula, y la ventisca levantaba su cabellera. Los susurros pararon. El tipo me saludó con una sonrisa macabra. Corrí hacia el quincho donde habíamos dejado el montículo de bolsos y valijas.

Hicimos fila para subir al colectivo. La fila era eterna, yo me mordía las uñas. Miraba hacia atrás y buscaba al Abuelo. Cuando subí al micro, quedé pasmado: el chofer tenía el mismo porte huesudo, la misma camisa y el logo que yo había visto en el arroyo.

Fui a sentarme rápido, bien atrás. La espalda del negro era enorme, sus manos ahorcaban el volante.

Acaso él había intentado ahogar a Camila después del partido. Él y el Abuelo debían ser cómplices. Tragué saliva.

Juan llegó y se sentó desganado en el asiento al lado mío.

—Che, Juan, ¿dónde suelen dormir los choferes?

—Hay una casita en el campo de al lado. La mayoría se van, pero los dueños del quincho les suelen ofrecer esa casa para quedarse y esperarnos. —Alzó los hombros—. Qué sé yo, algunos se quedan.

 

Cuando llegué a casa, le comenté la situación a mamá. Primero me retó porque no le había contado nada, dijo que era un irresponsable. Después me abrazó y me animé a llorar, al fin, envuelto en sus brazos. Ella prometió tomar cartas en el asunto.

 

A veces, en la cena, mis padres suelen hablar de una denuncia, de un juicio contra el chofer y el Abuelo por tráfico de órganos. Parece que los guachos planificaban campamentos de verano en distintos rincones perdidos del país, y elegían cuidadosamente a las víctimas. Esperaban el momento para atacarlas.

Yo la había sacado barata.

Ahora estoy aprendiendo a no preguntar, si no quiero saber la respuesta. Prefiero cerrar etapas. Los campamentos dejaron de gustarme hace mucho.

Nos dejaron de gustar, a Camila y a mí. 

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