Guardia
en el campamento
I
En
la noche del 20 de enero de 2014, vimos una estrella fugaz, pedí un deseo y
hasta pasadas las tres o cuatro de la mañana, fue el mejor campamento de mi
existencia.
Cada
tanto te hacía ojitos de lejos, aunque no siempre podía: los varones teníamos
que ayudar a traer o llevar las cosas pesadas de un lugar a otro, y las chicas
hacían otras tareas. Ay, Camila, imposible olvidarte, primer amor.
Esa
tarde habíamos colocado juntos la red en la cancha, y después, aprovechando que
jugabas concentrada al vóley, agarré tus ojotas.
––¡Mirá,
Camila! ¡Las voy a tirar al arroyo! ––te dije, y salí corriendo como loco. Igual
no tardaste mucho en alcanzarme: corrías más rápido que un yaguareté. Habías
jugado una hora más o menos con remates perfectos ––era una destreza ganada en
los partidos intercolegiales, según me contaron––. El rebote de la pelota
contra tus antebrazos nos emocionaba. “¡Vamos, Camila!” gritábamos.
Apilamos
cajas de manzana, ramas, troncos viejos y planchas de cartones. Alguien empapó
un trozo de algodón en alcohol de quemar y lo arrojó al medio. Un fósforo
encendido y algo de ventilación bastaron para iniciar la fogata. Había costado
mantenerla porque una brisa húmeda, que soplaba del torrente del arroyo, jugaba
a apagarla.
El
arroyo debía de aumentar su velocidad a la noche, o bullir con más fuerza o
algo así: durante la conversación alrededor de la fogata, me esforzaba por
escuchar las voces de mis compañeros. Como si la cascadita tragara toda charla
y todo silencio posible.
Tony,
el líder del campamento, contaba historias: eso le habíamos pedido para
entretenernos antes de seguir con las actividades planeadas.
—¿Vieron
el arroyo de aquel lado? ––dijo––. Hace muchos años, había un nene muy
terrible. Era como el diablo haciendo jodas pesadas a todos los del campamento
en cada verano: petardos en los quinchos, exceso de sal en las comidas,
zapatillas enlazadas, medias desiguales, grillos en las bolsas de dormir, ropa
y calzones manchados de harina… ––Camila y yo nos reímos recordando el verano
pasado, cuando Juan amaneció un día tosiendo, con la cara y el cuello blancos.
Tony
carraspeó. El fuego ensombrecía su mirada, los labios se le endurecieron. Habló
con voz grave, cabizbajo:
––Un
día el gurí se acercó al arroyo, escondió su cabeza debajo de las hojas de una
morera para asustar al primero que quisiera descansar ahí cerca y…, ¡zas!
Resbaló al agua. Sus piernas se enredaron entre las raíces y las rocas
profundas, y no pudo salir a flote. Cuando la policía lo encontró, el cuello
tenía marcas de asfixia, y una herida en la cabeza—suspiró—. Eso pasó hace
muchos años.
—¿Se
descubrió quién fue? —dije.
Tony
frunció el ceño. Hizo una pausa. No había entendido.
—El
asesino —aclaré—, ¿lo descubrieron?
Tony
deslizó el dorso de su mano por debajo del mentón arrojándolo hacia delante: no
tenía idea.
Nos
fuimos a las carpas, abrimos las bolsas de dormir y nos acomodamos dentro.
Los
chicos teníamos nuestro sector, y las chicas el suyo, así que no podía verte. Los
ronquidos de Juan me impidieron cerrar los ojos; uno me latía sin querer. Más
tarde, algo rozó mi oreja y desperté del susto: era el pie de Juan. Dios mío,
Juan, ¡qué olor a pata!
En
el ínterin había escuchado chapoteos cerca del arroyo, pero no les di
importancia: debía de ser una rana o alguna comadreja.
—¡Se
cayó! —gritó alguien.
¿Ahora
qué pasa?, pensé, bostezando. Entreabrí el cierre de la carpa y espié más allá
de la varilla; había una ronda de chicos alrededor de la cascada. Vi sombras proyectadas
por linternas. A lo mejor, las chicas se fueron despertando de a poco: escuchaba
voces distantes y las carpas se iluminaron.
—Parece
que alguien se cayó al arroyo —contesté cuando Juan me preguntó por segunda vez
qué pasaba.
Quisimos
ir, pero los líderes nos prohibieron salir de la carpa y acercarnos al lugar. Los
enfermeros del campamento hacían los primeros auxilios al chico caído.
Unos
destellos verdes llamaron mi atención: venía a lo lejos una ambulancia. Cuando
llegó, nadie nos vigilaba, y pudimos salir de la carpa. Vimos con más claridad quién
era el desafortunado. ¡Nooo! Te habían colocado en una camilla. Mi pobre
Camila, tan pálida, tan inconsciente… Y yo, que planeaba darte el mejor beso
aquel verano. ¡¿Justo vos?!
Ni
bien te metieron adentro, la ambulancia encendió la sirena, arrancó a toda
velocidad y se perdió entre las sierras.
Los
jefes nos obligaron a dormir y a no curiosear. Prometieron contarnos al día
siguiente cómo se encontraba nuestra amiga. ¿Qué hacías en el arroyo de noche,
Cami? Aprovechando el tumulto, me escapé hacia el sector de las chicas; me
escondí detrás de tu carpa y esperé a que volvieran tus amigas. Las tres
llegaron destrozadas.
—¿Me
pueden explicar qué pasó? —susurré, en cuclillas, escondiéndome de los jefes.
—No
sabemos. Camila estaba rara desde ayer. Escuchaba cosas. —La gordita dibujó con
los dedos unas comillas en el aire.
—¡¿Cuáles
cosas?!
Las
chicas se miraron entre sí. Tardaron en responderme: a lo mejor hicieron alguna
promesa a su amiga de no contar nada.
—Escuchaba
que la llamaban por su nombre a la madrugada y salía de la carpa a ver quién
era. Creímos que alguien le estaba haciendo una joda: nosotras nunca escuchamos
nada porque a la noche dormimos como tronco —dijo la flaca y alta como jirafa.
Con
las manos en los bolsillos pateé algunas piedritas en el camino; volví a la
carpa.
¡¿Por qué no me contaste que salías sola a la
madrugada?! Creí que éramos amigos. Si me contabas te iba a acompañar. ¡A donde
sea! ¡Yo te hubiera protegido!
No
pegué un ojo en toda la noche, las escenas se repetían en mi cabeza como una
película en reversa: la conversación con las chicas; la ambulancia andando a
toda velocidad; los enfermeros metiéndote en una camilla; tu cara blanca y tu cabello
mojado; los destellos verdes de la sirena; los gritos; el chapoteo.
Me
levanté antes que los líderes y corrí a la cocina por novedades. Nadie sabía
nada de vos. Ni sé qué hice en toda la mañana.
Al
mediodía nos enteramos de que estabas bien y tus padres te habían buscado en el
hospital. Suspiré: la noticia me sacó un peso de encima y juré ir a verte ni
bien terminara el campamento.
II
Almorzamos
arroz con pollo, jugamos a los escondites. Hacía tanto calor que, al menos por
unos minutos, la corriente fresca del arroyo me llamaba. Fui a la siesta, sólo.
Me saqué las zapatillas, me senté, hice un bollito con las medias y hundí los pies
en el agua cristalina.
—¡Uh!
¡Qué frío! —Las ampollas me picaron. Expandí los dedos sobre la arena y dejaron
de dolerme con el vaivén de las olitas. La orquesta de ranas era imparable. Los
bagrecitos me comían la piel muerta dándome hormigueos en los tobillos: sonreí.
Miré la cascada. El siseo de la corriente me hacía pensar en Camila. ¿Qué estará
haciendo ahora?
El agua chocaba contra varias piedras. Distinguí
una movediza, quizá gomosa, en el medio de la corriente. Me puse de pie, pensé
que era un sapo. Más de cerca, noté una cabeza porosa y embarrada. Giraba
lentamente hacia mí. Salté a tierra seca. Grité y salí corriendo, olvidé mis
zapatillas. Al mirar atrás para ver si la cabeza me seguía, me llevé por
delante el tronco de un mamón. Todo quedó negro.
Abrí los ojos, los enfermeros y los líderes me
rodeaban en la cocina. Dijeron que me había golpeado la cabeza: no les conté
que me asustó el chico del arroyo. Me toqué la frente. Dolía: apareció un bruto
chichón.
Supe
con quién hablar para esclarecer la situación en el campamento, le decíamos “El
Abuelo”; era el líder más ducho. Quería encontrarlo libre de quehaceres: como
era el más experimentado, daba ideas y consejos. En la noche, la organización
del juego de luces y sonidos hizo la oportunidad perfecta.
Tony
tomó el micrófono mientras cenábamos.
—¡Hola,
chicos! Bueno, primero, buen provecho. Les recuerdo que está prohibido jugar
cerca de la cascada, es muy peligroso. Vamos a acompañarlos durante las
corridas, así vigilamos que no hagan macana o alguna trampa. Cada equipo tiene
su color y la lista de pistas a seguir y de cosas a encontrar en la oscuridad.
¡Vamos a ver quién gana! ¡Mucha suerte a todos!
Los
chicos más grandes reforzaban con doble nudo sus cordones. La última vez que yo
jugué, me gané como premio un par de puntos en el brazo: una rama se había
enganchado con mi remera, pisé mal y caí a un pozo de tierra. No iba a jugar
hoy, aunque se enojaran conmigo si perdía mi equipo: eso era mejor que ir al
hospital. Me quedé en el quincho, sentado en el suelo esperando a que el juego terminase.
Cerca de los parlantes estaba el hombre que buscaba. Se había sentado en el
murito con la cara al campo y me daba la espalda. Buscaba algo en su
bolso.
La
verdad, quería acercarme al Abuelo sin interrumpirlo y esperé a que terminara
de buscar. Vi un afiche amarillo y arrugado pegado a medias en una pared de
madera al fondo. Me levanté a mirar de cerca. El afiche mostraba las fotos
grupales de campamentos anteriores. Los líderes, seguramente, las habían recuadrado
con marcador verde. Entre las caras del verano del año 2008, yo sonreía sin
dientes; posaba con las manos en la espalda medio en cuero, con un short flojo
de Adidas.
El
Abuelo aparecía detrás de los chicos con su porra de rulos y bigotes. El tipo
tendría ahora unos treinta y cinco o cuarenta años. Juan me contaba que era muy
simpático. Qué raro. No recordaba haberlo visto en mi primer campamento. Quizá
porque era chiquito. Sí recordaba que mis papás se quedaron conmigo.
En
otras fotos salía un grupo con los choferes uniformados de la empresa. Los
tipos llevaban puesta una camisa celeste con el logo de anclas cruzadas de “Don
Fernando”.
Dejé
de dar vueltas y me animé a hablar.
—Abuelo.
—El Abuelo giró para verme. Había sacado del bolso dos enormes cuchillos; yo
nunca había visto cuchillos tan grandes. Los afilaba entre sí.
—¡Hola,
campeón! ––me dijo, sonriendo––, ¿cómo estás de tu caída a la siesta?
Me
miró y después se concentró en el quejido de las hojas de acero; chocaban a un
ritmo preciso.
Me
rasqué la cabeza.
—Bien.
—El Abuelo curtía los filos, concentrado. —Quería consultarte algo. Tony contó
una historia en el fogón, la historia del nene del arroyo.
—Sí.
—Paró de afilar. La sonrisa del primer momento había desaparecido. Guardó uno
de los cuchillos y sacó una piedra. Al mirarla, se me erizaron los vellos del
brazo: la piedra tenía la misma textura porosa que la cabeza del nene ahogado.
El Abuelo afiló con más presión: los largos chirridos arañaban mis tímpanos.
—Pasó
cuando yo era adolescente, y vivía entre Campo Viera y Campo Ramón. El nene era
tímido porque sólo hablaba portuñol: sus padres eran brasileros. No me acuerdo
el nombre. —Se puso de pie. Me palmeó fuerte la espalda. —¡Vamos, Albany! Ya
estás grande para asustarte. Tony exagera. ¡Son inventos! ¡Andá a jugar con los
demás!
La
otra mano no soltó el cuchillo, como me hubiera gustado. Hice una mueca, chasqueé
la lengua, y caminé hacia la carpa.
Antes
de entrar, Juan me agarró del hombro. Dijo que su equipo, el azul, había
conseguido todas las pistas.
—¡Felicidades!
—dije abriendo el cierre, y gateando hacia adentro––. Ahora quiero dormir un
ratito.
Enrollé
un abrigo para usarlo de almohada.
Los
ganadores fueron anunciados con bombos y platillos. Era imposible conciliar el sueño
con esos gritos, aplausos y agites de banderines. Una voz grave pronunció mi
nombre, y Juan vino a buscarme.
—¡Nos toca la guardia! —dijo,
sacudiéndome—. Recién sortearon, tendremos el campamento entero sólo para
nosotros. Vas a tener el diario donde podemos registrar cada momento de la
noche. Mañana temprano en el desayuno vamos a leerlo frente a todos. ¿Qué estás
esperando? ¡Dale! ¡Arriba!
A
Juan le gustaba ser el centro de la atención.
Los
líderes debían dormir a las doce y levantarse a las cinco de la mañana para
prepararnos el desayuno y después despertarnos con golpes de ollas. Así que
todas las noches sorteaban los nombres para formar una nueva guardia.
Entre los cantos de horneros perdidos,
luciérnagas, un coro de chicharras y lagartijas escurridizas, quise describir
en el diario la particular cara de Juan cuando por fin descubrió que ser
guardia en turno noche era aburrido.
Jugamos
a las cartas con mate de por medio. Las cucarachas recorrían el piso del quincho
como Ferraris en autopista. Pensé en Camila y en el arroyo, ahora vigilado por
nosotros.
Fui
a preparar un café en la cocina y vi un par de luces cerca de la cascada.
—¡Ey!
¡Ese lugar está prohibido! ¡Ey! —Dejé mi taza sobre la mesa y tomé la linterna.
Hice una señal a Juan de ir a investigar.
Escuchamos
la cascada y vimos el abundante barrial. Caminamos despacio para no resbalarnos.
Aun así, Juan no pudo mantener el equilibrio, se agarró a la manga de mi buzo y
caímos juntos. Después se levantó rápido y corrió hacia el quincho, dejándome solo.
Más cagón este Juan. Me puse de pie y me sacudí las botamangas del pantalón.
Rocé la suela de la zapatilla contra el pasto para quitarme el barro: había
manchado parte de los cordones y la tela. Dios, ese barro ñaú no iba a salir ni
con diez lavadas.
Un
viento helado envolvió mis brazos, y la linterna parpadeó. Culpé a la batería;
la golpeé contra la palma de mi mano y largó la luz.
Di
la espalda al arroyo y quise ir hacia el quincho, pero algo me agarró el pie y
me tumbó. La fuerza tironeaba hacia el arroyo. Intenté aferrarme a cualquier
cosa. Los toritos raspaban mi cara. Me di vuelta y alumbré: lo que me agarraba
el tobillo era una mano que salía de una manga celeste. En segundos un hombrón
con camisa me sacó la linterna y la arrojó al barro. La claridad iluminó el
torrente y la cabeza del chico del arroyo. Las manotas rodearon mi cuello y presionaron.
Mis dedos embarrados ensuciaban la tela y el bordado de dos anclas. Empujé con
fuerza el pecho del hombre. Intenté pegarle rodillazos, pero el peso del tipo
me inmovilizaba las piernas. No podía verle bien la cara o el resto del cuerpo.
Unos
chirridos paralizaron mi corazón. Los había escuchado antes: ¡eran los
cuchillos del Abuelo! Y se acercaban. No me salían los gritos con esas manoplas
en la garganta. Todo mi cuerpo temblaba, a punto de rendirse.
En
eso vi surgir del agua la cabeza grisácea, desprendiendo trozos de barro. La
luz dibujó un cuerpito horripilante que se deslizaba hacia la orilla. El nene
ahogado pisó la tierra, y una manta de hielo cubrió el barro y congeló el pasto.
La linterna titilaba cada vez más rápido y después nos encandiló. El nene decía
palabras inentendibles que resonaban en mi mente; quizás en la mente del
hombrón uniformado también.
—Xô
Satanás! —gritó el niño del arroyo, y el foquito de la linterna reventó.
Desperté
en la cocina, otra vez. Juan dijo que tuve un accidente. Me habían encontrado
desvanecido cerca de la cascada, y llamaron a mis padres. No quise contarles
nada: no quería ser como Juan. Solamente quería volver a casa y olvidarme de
los cuchillos, del niño del arroyo, del Abuelo y del chofer. ¿Qué tal si esos
dos se enteraban de que yo abrí la boca?
Mis
padres, cuando supieron que yo estaba bien, prefirieron que volviera con mis
amigos en el colectivo en vez de venirme a buscar; era un consuelo de último
día.
Temprano
y de a poco sacamos los carteles, desenterramos las estacas. Juan doblaba las
varillas y yo recogía las pelotas.
Guardé
mis cosas en la mochila. Faltaba la linterna, y yo sabía dónde estaba. Lo mejor
sería volver y mentir en casa. Si papá me preguntaba: “¿Dónde está la linterna
que te presté?”, le contestaría que la había perdido. Igual no le iba a servir
de nada una linterna rota. Pero la Fenix le había costado caro, había ahorrado
dos meses para comprarla. ¡Fa! Tenía que ir a buscarla a toda costa.
Me
acerqué al arroyo, y descubrí al Abuelo merodeando en la orilla. Se acuclilló y
tomó mi linterna, examinándola.
—Abuelo
—dije, nervioso—, es mía. La perdí en la guardia. —Tendí la mano. —Me salió
cara. Qué suerte que la encontraste.
Detrás
de nosotros, los chicos desarmaban las carpas y juntaban los bolsos.
El
Abuelo se puso de pie y caminó hacia mí. Me mostró el cabezal trincado y el
foquito roto.
—Tené
cuidado. —La agarré, pero él no la soltó. —No vaya a ser que en el próximo
campamento andes solo y sin linterna.
Se
la quité de un manotazo. Un viento desprendió las hojas de la morera atrás del
Abuelo y las hizo bailar en remolino. Escuché susurros y vi de nuevo la piedra en
la cascada. El Abuelo había tensado la mandíbula, y la ventisca levantaba su
cabellera. Los susurros pararon. El tipo me saludó con una sonrisa macabra. Corrí
hacia el quincho donde habíamos dejado el montículo de bolsos y valijas.
Hicimos
fila para subir al colectivo. La fila era eterna, yo me mordía las uñas. Miraba
hacia atrás y buscaba al Abuelo. Cuando subí al micro, quedé pasmado: el chofer
tenía el mismo porte huesudo, la misma camisa y el logo que yo había visto en
el arroyo.
Fui
a sentarme rápido, bien atrás. La espalda del negro era enorme, sus manos ahorcaban
el volante.
Acaso
él había intentado ahogar a Camila después del partido. Él y el Abuelo debían
ser cómplices. Tragué saliva.
Juan
llegó y se sentó desganado en el asiento al lado mío.
—Che,
Juan, ¿dónde suelen dormir los choferes?
—Hay
una casita en el campo de al lado. La mayoría se van, pero los dueños del
quincho les suelen ofrecer esa casa para quedarse y esperarnos. —Alzó los
hombros—. Qué sé yo, algunos se quedan.
Cuando
llegué a casa, le comenté la situación a mamá. Primero me retó porque no le
había contado nada, dijo que era un irresponsable. Después me abrazó y me animé
a llorar, al fin, envuelto en sus brazos. Ella prometió tomar cartas en el
asunto.
A
veces, en la cena, mis padres suelen hablar de una denuncia, de un juicio
contra el chofer y el Abuelo por tráfico de órganos. Parece que los guachos planificaban
campamentos de verano en distintos rincones perdidos del país, y elegían
cuidadosamente a las víctimas. Esperaban el momento para atacarlas.
Yo
la había sacado barata.
Ahora
estoy aprendiendo a no preguntar, si no quiero saber la respuesta. Prefiero cerrar
etapas. Los campamentos dejaron de gustarme hace mucho.
Nos
dejaron de gustar, a Camila y a mí.
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