Papá
Noel de bermudas
Erika
miró al Papá Noel de yeso. Los ojos hundidos y los pómulos saltones le resultaron
conocidos. Se preguntó si lo había visto en la televisión: estaba segura de que
nunca habían visitado Leandro N. Alem.
El
muñeco vestía una camisa a cuadros de mangas cortas, bermudas, y un sombrero de
paja. Sentado sobre un banquito dentro de una carreta, sostenía una pava en una
mano y un mate en la otra.
Los
gritos de Cecilia, su hermanita, la distrajeron. La pequeña corrió hacia la carreta
y la trepó.
—¡No,
Ceci, pará! No se puede subir ahí. ¿Ves? —Señaló un cartel que decía: “No subir”;
y bajó a la nena.
—Chanta,
Chanta —decía Cecilia; su manito intentaba tocar la nariz del enorme
muñeco. Las personas que paseaban alrededor las miraron.
—Ay,
Ceci. —Erika se ruborizó.
—¡Papááá!
—gritó Cecilia enojada, tratando de soltarse de los brazos de Erika. —¡No me
deja tocar a Chanta!
Don
Pretzel no le respondió: estaba ocupado discutiendo con su señora.
—No
sé para qué venimos —murmuró Erika—. Si van a estar cara de culo toda la
fiesta.
Todavía
les faltaba visitar el pabellón de los pesebres, recorrer la feria de
artesanías, comprar recuerdos, asistir al desfile de carrozas y disfraces de
las comunidades, sacarse fotos... Pero con la pelea de sus padres y los
berrinches de Cecilia, Erika rogaba volver a Posadas cuanto antes.
—Cómo
quisiera tener una familia menos problemática —dijo, y suspiró.
De
pronto, Erika vio que Cecilia no corría: uno de sus pies había quedado
suspendido en el aire, la punta del otro no abandonaba el pasto. El cabello
corto flotaba en una curva interminable. Don Pretzel continuaba con las cejas
levantadas y los brazos cruzados. Su esposa también permanecía ceñuda, con las
manos en jarra. Ninguno de los tres pestañeaba. Los horneros, los zorzales y
los pitogüés habían dejado de cantar.
—¡Jou,
jou, jou! —Erika volteó hacia la carreta: estaba vacía. ¡No podía ser! Retrocedió
lentamente y su espalda chocó contra algo. Giró de nuevo. La cabellera y la barba
blanca le hicieron sombra.
—¡Feliz
Navidad, Erika Pretzel!
—¡Auxiliooo!
—Ella corrió y se escondió detrás de sus estáticos padres.
—¡Jou,
jou, jou! —Santa dejó el mate en un banco del parque. Sus pasos aplastaban el
pasto al caminar—. Tranquila, pequeña. —Uno de los botones pintados de su
camisa se desprendió, y él no le dio importancia—. Vine a hablarte —dijo. Como no
podía rascarse la barba porque era de yeso, de un chasquido la transformó en
una barba real—. Aunque no me escuches. El tema de no escuchar viene de familia.
Recuerdo a tu bisabuelo: era un cabeza dura. Y así también le fue.
—¿Bisabuelo?
—murmuró Erika, de lejos. —Papá no me contó de él.
—Y
con justa razón —Santa se cebó un mate—: no era buen ejemplo.
Erika
se pellizcó el brazo. Ojalá Cecilia estuviera con ellos: pensaría que la
historia de Canción de Navidad era
real.
Santa
aplaudió dos veces, y todo giró en un feroz remolino de chivatos.
—¡Jou,
Jou, Jou! ¡Vamos a recorrer la Fiesta de la Navidad!
Erika despertó sobre un montículo de virutas
de madera: estaban en el pabellón de los pesebres. Mucha gente paseaba, sacaba
fotos, admirando la exposición, sin percatarse de ellos dos.
—Erika,
¿cuál es el pesebre más lindo? —Indecisa, recorrió los distintos Nacimientos: Jesús
guaraní, Jesús indio, Jesús árabe, en la Antártida…
—¿Todos
son lindos? —respondió dudosa, arqueando las cejas.
—¡Jou,
jou, jou! Así es, Erika. —Santa se agarró la barriga—. Cada nacimiento es único,
y todas las familias tienen defectos. Lo importante es mantenerse unidos. Recuerda
a tu bisabuelo: era un egoísta. Hay que valorar lo que tenemos, o será
demasiado tarde.
—Bueno,
eso es muy fácil de decir cuando no tenés una familia como la mía: mis papás se
pelean todo el tiempo, y mi hermana es una insoportable. —Una amargura brotó en
su interior. Santa aplaudió, y quedaron a oscuras.
Erika
apareció en una multitud, y después dejó de escuchar las voces de los
locutores, las risas, los villancicos y los cascabeles. Los destellos de las
cámaras quedaron pintados en el aire. Nadie se movía.
—No
puedo ver nada del desfile —dijo, poniéndose en puntas de pie.
Unos
brillos iluminaron los cordones de sus zapatillas, y la hicieron flotar por
encima del gentío.
—¡Jou,
jou, jou! —La risa la asustó: Santa estaba sentado en un banco debajo de ella.
—¡Me
voy a caer! —gimió Erika.
—Tranquila,
es para que veas mejor las carrozas. ¿Cuál creés que gane?
—¡Esa!
—Señaló a un soldado romano con armadura dorada; blandía una lanza desde su caballo rampante. —Sí. Esa
va a ganar.
Santa
hizo un ademán a los pies de Erika, y sus zapatillas aterrizaron delicadamente
sobre el asfalto.
—Sólo
tiene un soldado y un caballo. ¿No te parece pobre la ornamentación?
El
anciano se acercó y apoyó una rodilla en el suelo. La tomó del hombro:
—Erika,
la vida es como este desfile de carrozas. Cada carroza representa el corazón de
las personas. Tarde o temprano, todos llegan a la meta, pero no es lo mismo
llegar siendo una carroza pobre que una enriquecida. —Santa negó con la cabeza,
como amargado—. Necesito que rompas la cadena que ata a la familia Pretzel. Tu
corazón debe ser como la carroza más linda, o vas a terminar como tu bisabuelo.
Él siempre dejó a la familia para el último lugar, y se preocupó más por
adornar su casa que su corazón. Y encima trasmitió esto a las demás
generaciones de los Pretzel.
Santa
elevó su dedo meñique y lo enlazó con el de Erika. La miró serio.
—Santa,
cumpliré mi promesa —dijo ella, y afirmó el dedo.
—Jou,
jou, jou. ¡Fue un gusto, Erika! —Los meñiques se separaron con un torbellino de
guirnaldas. La voz de Santa se alejó en un eco. —Recuerda: no seas como tu
bisabuelo, no seas como él. No seas como yo.
Erika
despertó frente al Papá Noel de bermudas. Unos policías la encandilaron con sus
linternas. Sus padres venían corriendo hacia ella, con caras preocupadas. Ella
miró sonriente al Santa de bermudas: todavía tenía aquella mirada familiar en
los ojos.
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