Un terrible amigo
Débora pensaba en que quizás, si lo pedía amablemente, él se iría. Tecleó
una carta mientras su mamá le servía chocolatada fría en un vaso.
—¿A quién le estás escribiendo, hija?
—A un amigo.
La carta decía:
“Tengo un problema, no me gusta que nos hagas jodas pesadas. Siempre
terminan culpándome. Una vez soñé que te vi desde el balcón y te invité a
entrar. Te rodeaba una capa transparente. Las cosquillas en mis pies me hacían
reír a la noche. Mamá y papá salían y me dejaban sola, y no tenía amigos. No quiero
echarte, pero estás abusando. Ya no te necesito: las cosas cambiaron.
Ahora tengo amigos, y un hermanito por llegar. Por tu culpa me meto en
muchos problemas: desaparecen los collares y los aritos de mamá, mis ojotas,
las estampitas de los santos, los cuadros en la basura. A mi perrito Pepe lo
ponés nervioso, una vez lo asustaste, y corrió como loco desde mi pieza hacia
las escaleras, donde yo bajaba para desayunar. Pepe chocó contra mi pierna,
resbalé, y caí sobre los escalones. Me quebré una costilla y me doblé el
tobillo. Estuve un montón de días con yeso, y pensando en mis padres: se
esforzaron mucho en cuidarme. Despierto y me levanto con mucha hambre y sed a
la madrugada. Veo desde la ventana como todas las rosas se mueven hacia un lado,
y no es el viento. No sos malo, sos terrible igual que yo, y entre iguales
seguro nos vamos a entender.”
Débora imprimió la carta, coincidió los bordes del papel y lo dobló a la
mitad. Bajó las escaleras hasta el patio y metió la carta entre medio de las
espinas del rosedal. Pepe vino corriendo tras ella, ladraba y gruñía. Una risa
asmática provino de las hojas y el papel flotó y se sostuvo en el aire. Los
extremos de la carta se abollaron, después cayó a la tierra. Débora intentó
recogerlo, pero un chillido entrecortado la detuvo. El papel volvió a flotar
convertido en un bollo y golpeó su cara.
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