Más allá del corral
Bertila aprovechó para dormir la siesta debajo
de la sombra, y mostró, sin querer, la panza y las pezuñas. Bocarriba descansaba
después de haberse recorrido todo el campo persiguiendo la leche de su mamá. Disfrutaba
del viento fresco del verano. Se rascó el lomo lanudo contra la tierra roja, y
vio a las gallinas caminar sobre los cercos del corral y a los patos pisar encima
de un lago de árboles y nubes.
Dos patas flacas y largas se
interpusieron en el horizonte:
—Deberías dejar de hacer eso —dijo el
tero—, o vas a obligar a la patrona a venir para sentarte y ponerte de pie,
otra vez.
—¡Tero! —Bertila sacudió las patas todavía bocarriba—. Te
estábamos esperando. Mi mamá se preocupó porque no venías, ¿dónde estuviste?
—¡Bertila! —oyó una voz femenina, y
la traba de la tranquera—. Otra vez lo mismo, se te va a ir toda la sangre a la
cabeza.
Bertila vio volar
al tero y posarse sobre la madera del cerco. La patrona caminó hacia ella, la alzó
y la colocó pezuñas al pasto. Después se alejó y cerró la tranquera, y el tero
se acercó volando sin perder la elegancia.
—Por lo menos, bocarriba veo todo
distinto —dijo la borrega y resopló—. Lo único cambiante en este aburrido corral
es el clima.
El tero replegó
una pata y después infló el pecho emplumado:
—Yo tardé en
venir porque disfrutaba de mi libertad, y no quería volver a la rutina, ya
sabés. —Desplegó cuatro plumas de su ala y las fue contando—: Asustar a las
comadrejas para correrlas de mi nido, comer gusanos, visitar a los corrales,
dar la bienvenida y paseos turísticos a las borregas.
Bertila dio
un salto:
—¿Das un
paseo a las borregas como yo? —Los ojos le brillaron.
—Claro, más allá
de la frontera existen manjares, arroyos y nuevos amigos, una libertad
exquisita. Aparte, podrías volver cuando quieras: es imposible perderse en las
tierras de Fachinal conmigo haciendo de guía.
—Tengo una
tía que escapó una vez. —Bertila miró hacia atrás por miedo a que las demás
ovejas la oyeran. Al confirmar que la familia lanera pastaba lejos siguió
hablando—: Mamá me contó que la patrona la recibió contenta cuando volvió, pero
mi tía es muy tímida y no quiere hablar de ese viaje.
El tero se
sentó en el pasto y le clavó la roja mirada:
—Bueno,
quizá sabe de los peligros de salir fuera del corral.
Bertila bajó
las orejas, ¿debería correr el riesgo o esperar a crecer?, pensó.
—Pero no te
preocupes, soy como un mapa humano, te voy a guiar desde el cielo si me pedís
ayuda —dijo el tero y ladeó la cabeza—. El mundo espera ser descubierto, no hay
nada de malo en conocer algo distinto, y salir de la rutina.
—Sí —dijo Bertila
y se miró las pezuñas embarradas, las juntó—. Algún día tengo que salir de este
corral.
El tero señaló
con el ala las sierras azuladas cubiertas de niebla:
—Imagino que
no vas a perderte semejante oportunidad, tenés que aprovechar que todavía sos
chica y estás en la mejor etapa para fabricar recuerdos inolvidables.
Aquella misma noche, mientras el
rebaño dormía a la luz de las luciérnagas, Bertila cavó un pozo debajo de los
alambres del corral, se agazapó y arrastró más allá del corral. Ni bien llamó
al tero, se apareció en el horizonte y se acercó a ella.
—¡Shhh!, no ves que tu familia
duerme —aterrizó y la miró—, no creí que te animarías. —Levantó vuelo—. ¡Vamos!
No hay tiempo que perder.
Bertila lo siguió y corrió entre
varios montículos de hormigueros, maleza y rocas. Un verdor espeso y oscuro la
tragó y el corazón le dio varios saltos. Pero miró hacia arriba, y vio al Tero volando,
eso la tranquilizó.
Durante
el trote imaginó que las luciérnagas y los grillos le contaban los secretos de
aquel mundo desconocido. Sin querer se vio envuelta por enormes árboles y
arbustos que escondían el camino de regreso al corral. Volteó a buscarlo, pero
había desaparecido. Así como también había desaparecido el tero.
—¡Bee!, tero, ¿dónde estás? —dijo
corriendo sin rumbo.
Corrió tanto que las patas le
temblaron del cansancio hasta que cayó rendida delante de un tronco y se
durmió.
Abrió los ojos y volvió a llamar al tero,
él era como un mapa humano y lo había perdido. Solo veía el cielo pelado. ¡Ese
maldito Tero!, pensó.
—¡Me engañó! Como la borrega que soy.
—Pataleó la tierra—. Ya mismo voy a buscar el camino para volver —se dijo.
—Ey. —Oyó una voz chillona y miró
alrededor.
—¡Ey! Acá abajo. —Bertila miró el
pasto y vio un ratón parado en dos patas—. No hables, no te muevas por ningún
motivo ¿Me escuchaste? —Quedó con la boca abierta exhibiendo sus dos dientes y
los bigotes grises. Los ojos apuntaban hacia arriba.
Bertila vio un aguilucho planeando
en círculos con alas majestuosas. De repente dejó de girar y aleteó en picada
hacia ellos, sacó unas garras que destellaron ante los rayos del sol.
—¡Corré por tu vidaaa! —gritó el
ratón perdiéndose en la maleza—. ¡Te dije que no te movieras!
Bertila hizo todo lo posible para seguirlo
y no perder de vista la vibrante cola del ratón, porque de tanta agilidad, no
veía el diminuto y escurridizo cuerpo. El ratón se metió en un hueco debajo de las
enormes raíces de un tataré. Bertila arrimó el hocico:
—¡¿Me hacés un lugar?! Debe haber
espacio para los dos.
—¡Estás muy gorda! —contestó y le mordió.
—¡Au! —Bertila sacudió el hocico y
baló del dolor.
Vio un montículo de rocas y se
escondió detrás. Escuchó un aleteo, y apenas espió por encima de las piedras: vio
la sombra del aguilucho posada en una de las ramas del tataré.
—Una ovejita perdida —dijo el
aguilucho y Bertila oyó el crujir de las ramas y las hojas. Imaginó que las filosas
garras calaban las ramas—, ¿por qué estás con esta rrrata? Yo sé que las
ovejas, en el fondo, son muy inteligentes.
Bertila comprobó que el aguilucho
había bajado la guardia, aunque todavía escudriñaba el agujero donde se había
escondido el ratón.
—Quisiera preguntarle: ¿sabe el
camino para volver al rebaño?
—Cuál rebaño —dijo el aguilucho concentrado
en el agujero.
—Cómo cual rebaño —dijo Bertila ya
separándose del todo del montículo de piedras. Se acercó al aguilucho—, el que
está rodeado de postes con alambres, al lado de una casa de madera.
El aguilucho ladeó la cabeza, la
miró por fin:
—En todo Fachinal nunca vi tal cosa.
Bertila pensó en que no tenía ningún
recuerdo de su hogar para mostrar al aguilucho, salvo su cara, se había visto varias
veces en el abrevadero y en varios charcos formados por semanas de lluvia, y
dijo:
—Son ovejas, así como yo, con la
cara negra.
El aguilucho la estudió calcándola
con el pico desde la rama y largó una carcajada:
—La cara negra, no tengo idea de qué
me estás hablando. Ojalá tengas suerte saliendo de esta selva. No veo muchas
ovejas que sobrevivan solas.
Ella supo entonces que no tenía
consciencia de su falta de armas para sobrevivir. Miró sus pezuñas, eran lo
único que, recordó, mataba a otro ser viviente como las cucarachas. Necesitaba
regresar al corral o moriría por las garras del aguilucho o cualquier otro
animal más fuerte.
El ratón salió de su escondite y se
perdió en el pajonal, y el aguilucho se lanzó a perseguirlo:
—¡Maldita rrrata! Sabés hace cuánto
tiempo te estuve buscando. —Dio un graznido—. ¡Esta vez no te me vas a escapar!
Con el correr de la tarde, el calor
hizo estragos en el lomo de la borrega. Sedienta y mareada, apenas veía los
troncos tambaleantes y las hojas de varios Urunday. Distinguió una sombra esbelta,
parada en una pata:
—¡Tero! —dijo antes de desplomarse.
Algo dulce le hizo mover la lengua y
abrir los ojos. Las gotas caían de los pétalos de una orquídea abrazada al
tronco de un limón. Se incorporó y
observó más de cerca, sobre el tallo posaba un picaflor con el copete hacia
atrás. En la cabeza verde metálica lucía una especie de bicornio. De su pico largo
y fino salían aquellas gotas dulces. El picaflor se acercó, y a Bertila le
pareció que aleteaba a la velocidad de la luz:
—¡Hola! Ya amaneció ¡Qué le pasó a
tu lana blanca! Ahora es marrón ¿Estás perdida? O ¿no? ¿Cómo es tu nombre? —Bertila
no sabía qué contestar primero. El colibrí tomó aire. Los aleteos precisos iban
de atrás hacia delante, ella los oía como si fueran de una libélula—. Creí que
estabas muerta. ¿Por qué saliste del rebaño? ¡Ya sé! Fue el Tero, o ¿no?
—¡Ese maldito! —gritó Bertila—. Me
engañó, dijo que sería mi mapa y al final me terminó abandonando en este lugar.
—Se sentó cabizbaja—. Me llamo Bertila.
—No sos la primera ni la última. —El
colibrí volvió a posarse sobre las hojas de la orquídea—. Te habrá pasado por
ansiosa; por creer que fuera del corral serías más feliz. El corral es tu
corazón: es tu hogar, o no.
—¿El corazón? —Bertila se miró el
pecho.
—Claro, el hogar está donde el
corazón está contento. Es que la curiosidad no tiene nada de malo, pero si no
tenés las herramientas para afrontar los nuevos peligros, no estás preparada.
—Qué tonta fui, en casa tenía todo y
me dejé llevar por las ilusiones del tero.
El sol de la mañana iluminó las plumas
del colibrí y cuando destellaron, Bertila pensó que lucían más que un arcoíris.
—No estés triste ovejita, todavía
podés volver al rebaño. Son importantes las lecciones que aprendiste: volver al
corazón, no confiar en los teros (hablan mucho y hacen poco), y la lección más
tremenda, enfrentar al lobo.
La palabra lobo la petrificó: la
lana se le había erizado, la lengua se le durmió y estaba segura de que los
intestinos se le habían derretido. Carraspeó para sacar la voz y dijo:
—No hay lobos acá.
—Sí que hay, se come a las borregas
perdidas. Ya te dije, no sos la primera que se pierde en los campos del
Fachinal. El tero es amigo del lobo. Hacen intercambio, el tero atrae las
ovejas y el lobo cuida el nido del tero cuando no está. —El picaflor se lanzó
de la rama girando alrededor de ella—. Por eso te digo que esto ya lo vi en
distintos campos, y el negocio es el mismo. Se aprovechan de las borregas que
no conocen su hogar. ¡Ah! —Volvió a dar vueltas cerca hocico de la oveja—. Pero
estás de suerte porque no todas se encuentran conmigo. ¡Se de un lugar donde se
ven todos los corrales de Fachinal! Desde ahí podrías ver tu casa. Te muestro
¡Vamos!
Los ojitos de Bertila se iluminaron.
Atravesaron enormes pastizales y
hormigueros, troncos caídos y treparon un cerro a duras penas. Las patas de
Bertila no aguantaba más esfuerzo, pero entre las piedras no perdía de vista al
colibrí. Finalmente, llegaron a la cima y el colibrí adelantándose con aleteos a
los correteos de la borrega, dijo:
—¡Llegamos!
Bertila puso sus pezuñas en la roca
más alta en la cima del cerro, y se impulsó con sus patas traseras para subirse.
Pero vio solo un verdor espeso, no había postes, alambrados, ovejas o casas de
madera.
—¡Bee! —baló dolida—. ¡No veo nada! —miró
enojada al colibrí. No se ve ningún corral.
—¡Esperá! Es el viento.
Bertila no entendía. Miró detrás de
sí, los pastizales y las hojas de una Flor de Mayo bailaban con una brisa que
se acercaba a ella, y cuando pasó frente a su hocico trajo balidos, el quejido
de la tranquera, y hasta la voz de la patrona.
—¡Ese es mi corral! —dijo contenta—.
¿Por qué no lo veo?
—Porque no estás viendo con los ojos
del corazón. Ese es tu hogar, Bertila, y no hace falta irse lejos para
reconocerlo.
—¡Ese maldito tero! —berreó Bertila —si
no fuera por ese... —El colibrí se lanzó a picotearle las orejas caídas y dijo:
—¡Es fácil culpar al tero!, pero
fuiste vos.
—¡Ay, ya entendí! ¡Pará!
Dejó de picotear y añadió:
—No hay reemplazo para el hogar. —Se
posó sobre las ramitas de la Flor de Mayo.
—Tengo que volver —dijo Bertila—.
Aunque me enfrente al lobo y muera descuartizada: quiero escapar de esta
tortura.
Se apartó de la roca y se dispuso a
saltar y correr colina abajo. Luego se paralizó y miró al colibrí:
—Pero, ¿cómo voy a ganarle? No tengo
garras o colmillos, solamente me queda la lana. —Bertila estudió los espinillos
y arbustos de la bajada del cerro, tendría que guiarse sólo por el olfato. ¿Y
si corría y el rebaño no estaba ahí? Supo que en la oscuridad de los arbustos aguardaba
un peligro inminente. Retrocedió para tomar impulso.
—¡Esperá! No bajes—gritó el colibrí
y la volvió a picotear.
—Auch —despotricó Bertila y se alzó
en dos patas para aplastarlo—. ¡Basta de esos picotazos!
El colibrí se posó en la roca, al
lado de las pezuñas de Bertila:
—Te dije que tuviste suerte de
encontrarte conmigo. Y es porque sé cómo actúa el lobo; algo que ninguna de las
demás ovejas sabía. —La miró con sus ojitos negros. Pestañeaba y movía la
cabeza como si estuviera electrocutado—. Cuidado, Bertila, ¡Cui-da-di-to! Porque
si no sabés como actúa el lobo, no vas a poder defenderte. Y es ahí donde la
mayoría de las borregas jamás regresan al rebaño.
Bertila recordó a su tía, a lo mejor
por eso, era tímida y no hablaba de la estadía fuera del corral.
—El lobo podría atacarte como ladrón.
—¿Qué es un ladrón?
—Es alguien que entra a una casa sin
ser invitado para apoderarse de algo que no es suyo.
—¿El lobo es un ladrón? —dijo
Bertila sin creer que aquellas palabras salieran de su hocico. Si tan solo lo
hubiera sabido antes de salir del corral.
—Es mucho más que un ladrón. Sabe tus
debilidades, las sabe porque el tero se las cuenta y ese pillo es muy observador.
Y las usará en tu contra para distraerte y que pierdas el rumbo.
—La otra forma de ataque son los
ladridos supersónicos.
Bertila se percató de que su lana se
había erizado otra vez. La cabeza le iba a explotar:
—¡Ladridos supersónicos! ¿Y eso qué
es?
—Son ladridos atrapantes: te asustan
tanto que te paralizan. Si le prestás mucha atención, no vas a ver el camino y
te vas a perder.
Que suplicio era estar atenta a
todos esos detalles al bajar por el cerro para recuperar su libertad. Recuperar
mi libertad, pensó Bertila. Al final había salido del corral creyendo que sería
libre y terminó siendo esclava de su propia ignorancia.
El colibrí miró las sombras que se alargaban
con la puesta de sol.
—Se nos acaba el tiempo —dijo—. El
otro ataque es jugar al escondido en lo más profundo de la selva. Y atacarte
cuándo menos lo esperes. No estoy seguro de cuál de los tres ataques usará con
vos.
Bertila dio vueltas alrededor de la
piedra:
—¿Y cómo puedo ignorarlo?
—No podés, tenés que hacerle frente.
—¡Eso es imposible! —se sobresaltó
Bertila. ¿Cómo puedo hacerle frente sin armas?
—Las encontrarás—dijo el colibrí
alzando vuelo—. ¡Ánimo!
No tuvo tiempo de despedirse porque
un crujir de hojas la asustó: se dio vuelta y vio un bulto peludo que la miraba.
El lobo la había encontrado, y seguramente no veía la hora de hacerla puré. El
hedor nauseabundo inundó la cima del cerro, era hora de volver al corral.
A pesar de ver los espeluznantes
colmillos del lobo, Bertila salió trotando cerro abajo. No perdía las
esperanzas: quizá lo superaría en velocidad debido a la bajada. Se guiaría por el
olfato, después de todo, ya había agudizado la nariz gracias al viento y
recordaba la voz de la patrona y el olor inconfundible de la leche fresca.
Los feroces mordiscos persiguieron
su colita pomposa, se consideró oveja muerta. Cada vez eran más fuertes los
ladridos y la aturdían, sabía que no debía prestarle atención, pero de tanto
oírlos, llegó a olvidarse del camino que tenía por delante.
Entonces frenó el trote sin más, recordando
las palabras del colibrí: la única forma de callar los ladridos del lobo era haciéndole
frente. Y se agazapó. Vio las patas y la panza peluda del lobo que saltaron sobre
ella y pasaron de largo. La velocidad y el peso del desgraciado le jugaron en
contra, patinó en la tierra y apenas se detuvo en la bajada.
—¡Bertila! —dijo—. ¿Creés que podés
escapar de mí? Yo soy el rey de la colina.
—No me dan miedo tus ladridos supersónicos—contestó.
Era mentira, las patas le temblaban con solo mirar las filosas garras.
El lobo la rodeó:
—Parece que la libertad que buscabas
no te cayó bien. —Los hilos de saliva caían de los colmillos—. ¿Cómo vas a
explicarle a tu mamá que no conseguiste lo que querías? —Se relamió.
—Aprendí lo necesario —dijo y se
lanzó contra el lobo. Era un suicidio, pero sacó los dientes y dio el balido más
horripilante que pudo. Supuso que ninguna de las ovejas lo había enfrentado
antes: el lobo la miró con las cejas en alto y retrocedió. No contenta con eso,
se dio vuelta y le pateó las costillas sosteniéndose con las patas delanteras. Al
ver que tumbaba al lobo, aprovechó para echarse a correr. La maleza y los
árboles fueron desapareciendo, dando lugar al campo despejado.
Todavía no veía el corral, pero
olfateaba ese olor inconfundible a leche fresca, y oía los conocidos graznidos
y cacareos.
—¡Bee! —dijo—. ¡Por fin!
Pero el lobo la embistió y rodó en
un remolino de piedras y toritos. Chocó la cabeza contra un poste de luz. Apenas
se levantó, vio borroso el corral de la patrona. Sintió una mordida en la pata que
la hizo balar de dolor. Pero con las últimas fuerzas y la otra pata, pateó el
ojo del lobo, y la bestia chilló. Y fue que Bertila agarró fuerza y corrió
cojeando tratando de olvidar la punzante mordida.
Tropezó antes del alambrado y vio la
luz del interior de la casa de la patrona. Se desmayó entre los escandalosos
cacareos de las gallinas y el portazo, los pasos acercándose, los abucheos, los
silbidos y los piedrazos. Los gruñidos del lobo se alejaron hasta terminar en
un aullido estridente. Bertila supo entonces que jamás olvidaría qué hay más
allá del corral.
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