La maldita cloaca de Villa Dolores
Testigo
Corro y el colectivo
arranca, mis tacos altos resbalan en las piedras lisas. Respiro agitada; lo dejo ir: igual iba a
llegar tarde. Las arcadas hacen que me detenga, me apoyo sobre la balaustrada del
puente. El olor no se
aguanta, es mal lugar para respirar hondo. Me tapo la nariz y veo abajo a un
hombre mirando el interior del túnel. Está metido hasta las rodillas en las
aguas podridas. No puede ahogarse ahí, no es profundo. Miro alrededor; no hay policía cerca:
—¡Señor! ¡Oiga! ¡¿Qué hace?!
El hombre no reacciona,
capaz es sordo. Hago señas con los brazos. Es canoso; ¿cuántos años tendrá?
Cincuenta, sesenta. Fuerzo los ojos su mandíbula se mueve, murmura algo, está
hablado con alguien. Retrocedo para ver si hay algo al otro lado del túnel. Su calvicie me tapa un
poco; solo está la luz de mediodía, no hay nadie. Me recuerda a mi abuelo, es
parecido.
—¡Oiga, señor! ¡Esa agua
está suciaaa!
No escucha, se va a enfermar
nomás. Suspiro. No es indigente: el pantalón verde musgo y la camisa se ven impecables.
Todos están ocupados acá arriba: una mujer espera en la parada, otro oficinista
camina con auriculares, una viejita sale del edificio de enfrente con el
carrito de compras.
¿Soy la única que ve a este hombre? A lo mejor perdió algún perro o gato y lo
está llamando, aunque,
si fuera así, lo
escucharía. Se le habrá caído un reloj o teléfono desde el puente, pero el
viejo no tantea el suelo con manos o piernas. El abuelo me contaba historias acerca de esta cloaca… ¿No
será eso? Nunca pude comprobar si me hablaba en serio o era mentira: era muy jodón. Decía que
todos los deseos de muerte que se pedían acá se cumplían al pie de la
letra.
El hombre ahora camina hacia
los bordes saliendo de la cloaca. ¡Y yo acá perdiendo el tiempo!
Jorge
En la superficie del agua
efervescente nacían los deseos de Jorge. Con toda su alma quería la muerte del
hombre que sembró la desconfianza en su matrimonio. Decía lo mismo una y otra
vez y dejaba que estas palabras se impregnaran del olor nauseabundo de los
excrementos. Embriagado por la posibilidad de su cumplimiento, no le importó el
dolor de cabeza que le producía el túnel. Tuvo en claro cómo sucedería: Mauro aseguraría la puerta
trabada desde dentro, apartaría la silla más precaria de la cocina y la
arrastraría al medio de la sala, se pararía sobre ella, ataría el cinturón al
tirante de madera y saltaría.
Mil veces se preguntó cómo podía Melisa haberse
fijado en ese. Era
notable su juventud, pero era un pobre albañil inculto, sin aspiraciones. Vivía
borracho los fines de semana en el bar. Jorge lo había visto brindar en las fiestas, pero nunca pensó
que lo encontraría brindando con su mujer.
Convencido de que los
rumores del barrio eran ciertos, Jorge caminó dos cuadras para llegar a la
cloaca.
Melisa
Melisa se cepilló su melena
chocolate y se hizo una cola ajustada, ladeó la cabeza. La idea se había
plantado en su mente como una semilla de cizaña y carcomía todos los
pensamientos. Había que pedir el deseo frente a aquella cloaca rodeada de
camalotes, ranas y basura, y se cumpliría al pie de la letra. Podría matarlo
sin ensuciarse las manos y eso la hacía sonreír frente al espejo, marcando sus ojeras y
pómulos pecosos.
Por fin era libre de las
manipulaciones del viejo. Ahora podía opinar, viajar, y ver a otros hombres. Ya
no quería complacerlo como antes; le daba igual lo que pensase, era problema de
él. Pero, para
empezar de cero, Melisa aún necesitaba la parte económica de la vida que habían
llevado juntos. Se lo merecía por mantener vivo un matrimonio muerto por años y
a pesar de la infidelidad con Mauro. ¿La cosa era de a dos, no? se preguntó.
Fuimos dejados los dos, pensó. Antes de la separación hablaban anestesiados, y
por último, la diferencia generacional entre ambos fue la excusa perfecta para
dejar de hablar.
Cansada de las
descalificaciones por ser mujer, quiso tomar lo suyo sin pedir permiso. No era
justo: había
invertido tanto en aquella casa donde ahora Jorge vivía cómodo.
Se enteró de varios chismes
por sus anteriores vecinos: que Jorge actuaba raro, que ya no hablaba con los
recolectores de basura ni le pedía a su amigo Beto, el kiosquero, que le corte
el pasto. Salía poco y de noche las cortinas beige mostraban destellos violetas
y azules, señal de que prendía la televisión antes de dormir.
Cuando se encontró con la
estudiante en la parada de colectivos y habló con ella, confirmó que Jorge
había sido consumido totalmente por el alcohol o la locura, porque según dijo, mientras
iba a una entrevista laboral, lo había visto en una cloaca. Melisa la había
conocido meses antes de la separación: alquiló el departamento en frente a la
casa. “Me da pena, creo que debería cuidarle alguien. No quiero pensar mal,
pero mi abuelo me contaba que esa cloaca maldita cumplía deseos de muerte”, recordó
Melisa las palabras de la chica.
Se colocó la remera y el
jogging, ató los cordones de las zapatillas, confiando en su intuición. Jorge era mezquino, y
preferiría estar muerto antes que otorgarle dinero, o parte del mobiliario, a
pedido suyo. Daba las gracias por no haber prestado el cuerpo para un hijo
producto del piquito ruidoso y vacío que se daban. Guardó en una bolsa las
fotos, anillos, cartas, dibujos del pasado juntos con la ayuda de Mauro, la tiró
desde el puente y vio cómo flotaba en agua estancada.
Melisa y Mauro abandonaron
la balaustrada y se adentraron en la maleza. Al descender los promontorios de
barro húmedo, hundieron sus pantorrillas en aguas verdeazuladas de camalotes.
Botellas y latas chocaron entre sí gracias a la ventisca seca. Los amantes se
tomaron las manos, cerraron los ojos, pronunciaron la misma frase en voz alta y
al unísono, sonrieron macabros.
Melisa entró a la casa. Cuando
abrió la puerta, una copa de vino blanco sobre la mesita brilló por la luz del
sol. Al lado de la biblioteca y desde el rincón de un sofá, Jorge yacía muerto
con los ojos hacia la entrada. Como si estuviera esperando que ella volviera.
La piel opaca e hinchada y la boca entreabierta y desviada la asombraron. Era
muy probable que hubiera muerto durante la noche anterior, mientras pedían el
deseo.
Sabía que aquella
oportunidad no la encontraría dos veces. Había recordado que Jorge siempre
guardaba un repuesto de la llave bajo la maceta; si alguien preguntaba por qué
estaba allí, ella diría que era la viuda y gimotearía falsamente con un pañuelo
de tela mal doblado en su bolsillo. Simularía guardar luto por el repentino
descubrimiento, y se iría llorando, con toda la plata que había podido juntar en sus bolsillos,
antes de que algún familiar viniera.
Cuando Melisa volvió a su
departamento, no pudo abrir la puerta: la manija se atoró. Una sombra
tambaleaba en el umbral.
Llamó varias veces a Mauro, y como no escuchó nada, golpeó la puerta sin gritar
para no asustar a los inquilinos. No pudo contener la bronca, su respiración
ardía. Finalmente el portero pegó una patada a la manija.
Mauro colgaba lánguido de su
propio cinturón.
Testigo
La cloaca no era peligrosa
antes, jugábamos ahí. Después nos retaban, pero no había otro lugar más lindo
para ir: los parques recién se construían y las hamacas no había llegado a
instalarse. Hundíamos nuestros barquitos y éstos navegaban hasta despedazarse
en el fondo del túnel. Encontrábamos muchos objetos: anillos, pulseras, juguetes. El lugar en sí no
cambió, hace cincuenta años es igual, juraría que hasta el agua es la misma.
Nadie vigila ese lugar; los desechos del barrio
se conectan y fluyen, y quizás se materializan en muertes ocultas detrás de la vergüenza
o el orgullo. Capaz el abuelo tenía razón: el lugar revive los demonios internos.
¿Qué había pasado? Él me
había contado hace años, pero no recuerdo. ¿Qué era? ¡Ah, siií! Como me había
portado mal ese día,
pensé que era joda la historia. Pero como últimamente en el barrio vienen
aconteciendo muertes inesperadas y en cadena, no puede ser coincidencia. El
abuelo, che, qué grande, cómo lo extraño, tanto me hacía reír, después me dolía
la panza todo el día, como si hubiera hecho abdominales.
Aquel día mamá se había
enojado porque vinimos sucios a la mesa después de jugar en la cloaca. El
abuelo me llamó aparte rescatándome de los retos, y sentado en su banquito de
madera, me contó la historia:
“Ana Labroz era una
inmigrante austríaca, había venido embarcada de Buenos Aires con su familia
para trabajar la tierra. Era
la más hermosa del pueblo, y ni bien llegó se enamoró de un negro. Los padres, claro, lo rechazaron por
su color de piel. Los novios, frustrados y no avistando futuro juntos,
decidieron fugarse y prometieron encontrarse en la cloaca para escapar por el túnel
subterráneo sin ser vistos. Pero una mujer los descubrió y dio aviso a los
padres de Ana. Enojados,
fueron hasta el lugar con una escopeta para asustar a los fugitivos. Las velas no alumbraban muy
bien, así que dispararon al aire y llamaron a Ana para que saliera del
escondite. Pero ninguno salió para enfrentarlos. El padre decidió entrar al
agua con la escopeta y volvió a gritar: ‘¡Ana!’ Entonces sintió un forcejeo en
su arma y descerrajó un tiro. Mató a su propia hija de un disparo en la cabeza.
Ella cayó muerta al instante. Loco de rabia, el padre buscó a su mal arreado
yerno, escuchó rocas moviéndose y lo avistó, mediante los candelabros, escalando
el monte para llegar al camino de tierra. La madre gritó, y el viejo lo mató
sin dudar.
Dicen que la pareja quiso
matar al padre de Ana en aquel momento, otros dicen que sólo querían
despistarlo. Lo cierto es que, después de eso, todos los que pidan la muerte de
alguien en ese lugar, tienen su recompensa”.
Sara Deym