sábado, 28 de agosto de 2021

La maldita cloaca de Villa Dolores



La maldita cloaca de Villa Dolores


 

Testigo

 

Corro y el colectivo arranca, mis tacos altos resbalan en las piedras lisas. Respiro agitada; lo dejo ir: igual iba a llegar tarde. Las arcadas hacen que me detenga, me apoyo sobre la balaustrada del puente. El olor no se aguanta, es mal lugar para respirar hondo. Me tapo la nariz y veo abajo a un hombre mirando el interior del túnel. Está metido hasta las rodillas en las aguas podridas. No puede ahogarse ahí, no es profundo. Miro alrededor; no hay policía cerca:

—¡Señor! ¡Oiga! ¡¿Qué hace?!

El hombre no reacciona, capaz es sordo. Hago señas con los brazos. Es canoso; ¿cuántos años tendrá? Cincuenta, sesenta. Fuerzo los ojos su mandíbula se mueve, murmura algo, está hablado con alguien. Retrocedo para ver si hay algo al otro lado del túnel. Su calvicie me tapa un poco; solo está la luz de mediodía, no hay nadie. Me recuerda a mi abuelo, es parecido.

—¡Oiga, señor! ¡Esa agua está suciaaa!

No escucha, se va a enfermar nomás. Suspiro. No es indigente: el pantalón verde musgo y la camisa se ven impecables. Todos están ocupados acá arriba: una mujer espera en la parada, otro oficinista camina con auriculares, una viejita sale del edificio de enfrente con el carrito de compras. ¿Soy la única que ve a este hombre? A lo mejor perdió algún perro o gato y lo está llamando, aunque, si fuera así, lo escucharía. Se le habrá caído un reloj o teléfono desde el puente, pero el viejo no tantea el suelo con manos o piernas. El abuelo me contaba historias acerca de esta cloaca… ¿No será eso? Nunca pude comprobar si me hablaba en serio o era mentira: era muy jodón. Decía que todos los deseos de muerte que se pedían acá se cumplían al pie de la letra. 

El hombre ahora camina hacia los bordes saliendo de la cloaca. ¡Y yo acá perdiendo el tiempo!

 

 

Jorge

 

En la superficie del agua efervescente nacían los deseos de Jorge. Con toda su alma quería la muerte del hombre que sembró la desconfianza en su matrimonio. Decía lo mismo una y otra vez y dejaba que estas palabras se impregnaran del olor nauseabundo de los excrementos. Embriagado por la posibilidad de su cumplimiento, no le importó el dolor de cabeza que le producía el túnel. Tuvo en claro cómo sucedería: Mauro aseguraría la puerta trabada desde dentro, apartaría la silla más precaria de la cocina y la arrastraría al medio de la sala, se pararía sobre ella, ataría el cinturón al tirante de madera y saltaría.

Mil veces se preguntó cómo podía Melisa haberse fijado en ese. Era notable su juventud, pero era un pobre albañil inculto, sin aspiraciones. Vivía borracho los fines de semana en el bar. Jorge lo había visto brindar en las fiestas, pero nunca pensó que lo encontraría brindando con su mujer. 

Convencido de que los rumores del barrio eran ciertos, Jorge caminó dos cuadras para llegar a la cloaca.

 


 

Melisa

 

Melisa se cepilló su melena chocolate y se hizo una cola ajustada, ladeó la cabeza. La idea se había plantado en su mente como una semilla de cizaña y carcomía todos los pensamientos. Había que pedir el deseo frente a aquella cloaca rodeada de camalotes, ranas y basura, y se cumpliría al pie de la letra. Podría matarlo sin ensuciarse las manos y eso la hacía sonreír frente al espejo, marcando sus ojeras y pómulos pecosos.

Por fin era libre de las manipulaciones del viejo. Ahora podía opinar, viajar, y ver a otros hombres. Ya no quería complacerlo como antes; le daba igual lo que pensase, era problema de él. Pero, para empezar de cero, Melisa aún necesitaba la parte económica de la vida que habían llevado juntos. Se lo merecía por mantener vivo un matrimonio muerto por años y a pesar de la infidelidad con Mauro. ¿La cosa era de a dos, no? se preguntó. Fuimos dejados los dos, pensó. Antes de la separación hablaban anestesiados, y por último, la diferencia generacional entre ambos fue la excusa perfecta para dejar de hablar.

Cansada de las descalificaciones por ser mujer, quiso tomar lo suyo sin pedir permiso. No era justo: había invertido tanto en aquella casa donde ahora Jorge vivía cómodo.

Se enteró de varios chismes por sus anteriores vecinos: que Jorge actuaba raro, que ya no hablaba con los recolectores de basura ni le pedía a su amigo Beto, el kiosquero, que le corte el pasto. Salía poco y de noche las cortinas beige mostraban destellos violetas y azules, señal de que prendía la televisión antes de dormir.

Cuando se encontró con la estudiante en la parada de colectivos y habló con ella, confirmó que Jorge había sido consumido totalmente por el alcohol o la locura, porque según dijo, mientras iba a una entrevista laboral, lo había visto en una cloaca. Melisa la había conocido meses antes de la separación: alquiló el departamento en frente a la casa. “Me da pena, creo que debería cuidarle alguien. No quiero pensar mal, pero mi abuelo me contaba que esa cloaca maldita cumplía deseos de muerte”, recordó Melisa las palabras de la chica.

Se colocó la remera y el jogging, ató los cordones de las zapatillas, confiando en su intuición. Jorge era mezquino, y preferiría estar muerto antes que otorgarle dinero, o parte del mobiliario, a pedido suyo. Daba las gracias por no haber prestado el cuerpo para un hijo producto del piquito ruidoso y vacío que se daban. Guardó en una bolsa las fotos, anillos, cartas, dibujos del pasado juntos con la ayuda de Mauro, la tiró desde el puente y vio cómo flotaba en agua estancada.

Melisa y Mauro abandonaron la balaustrada y se adentraron en la maleza. Al descender los promontorios de barro húmedo, hundieron sus pantorrillas en aguas verdeazuladas de camalotes. Botellas y latas chocaron entre sí gracias a la ventisca seca. Los amantes se tomaron las manos, cerraron los ojos, pronunciaron la misma frase en voz alta y al unísono, sonrieron macabros.

 

 

Melisa entró a la casa. Cuando abrió la puerta, una copa de vino blanco sobre la mesita brilló por la luz del sol. Al lado de la biblioteca y desde el rincón de un sofá, Jorge yacía muerto con los ojos hacia la entrada. Como si estuviera esperando que ella volviera. La piel opaca e hinchada y la boca entreabierta y desviada la asombraron. Era muy probable que hubiera muerto durante la noche anterior, mientras pedían el deseo.

Sabía que aquella oportunidad no la encontraría dos veces. Había recordado que Jorge siempre guardaba un repuesto de la llave bajo la maceta; si alguien preguntaba por qué estaba allí, ella diría que era la viuda y gimotearía falsamente con un pañuelo de tela mal doblado en su bolsillo. Simularía guardar luto por el repentino descubrimiento, y se iría llorando, con toda la plata que había podido juntar en sus bolsillos, antes de que algún familiar viniera.

Cuando Melisa volvió a su departamento, no pudo abrir la puerta: la manija se atoró. Una sombra tambaleaba en el umbral. Llamó varias veces a Mauro, y como no escuchó nada, golpeó la puerta sin gritar para no asustar a los inquilinos. No pudo contener la bronca, su respiración ardía. Finalmente el portero pegó una patada a la manija.

Mauro colgaba lánguido de su propio cinturón.

 

 

 

Testigo

 

La cloaca no era peligrosa antes, jugábamos ahí. Después nos retaban, pero no había otro lugar más lindo para ir: los parques recién se construían y las hamacas no había llegado a instalarse. Hundíamos nuestros barquitos y éstos navegaban hasta despedazarse en el fondo del túnel. Encontrábamos muchos objetos: anillos, pulseras, juguetes. El lugar en sí no cambió, hace cincuenta años es igual, juraría que hasta el agua es la misma.

Nadie vigila ese lugar; los desechos del barrio se conectan y fluyen, y quizás se materializan en muertes ocultas detrás de la vergüenza o el orgullo. Capaz el abuelo tenía razón: el lugar revive los demonios internos.

¿Qué había pasado? Él me había contado hace años, pero no recuerdo. ¿Qué era? ¡Ah, siií! Como me había portado mal ese día, pensé que era joda la historia. Pero como últimamente en el barrio vienen aconteciendo muertes inesperadas y en cadena, no puede ser coincidencia. El abuelo, che, qué grande, cómo lo extraño, tanto me hacía reír, después me dolía la panza todo el día, como si hubiera hecho abdominales.

Aquel día mamá se había enojado porque vinimos sucios a la mesa después de jugar en la cloaca. El abuelo me llamó aparte rescatándome de los retos, y sentado en su banquito de madera, me contó la historia:

“Ana Labroz era una inmigrante austríaca, había venido embarcada de Buenos Aires con su familia para trabajar la tierra. Era la más hermosa del pueblo, y ni bien llegó se enamoró de un negro. Los padres, claro, lo rechazaron por su color de piel. Los novios, frustrados y no avistando futuro juntos, decidieron fugarse y prometieron encontrarse en la cloaca para escapar por el túnel subterráneo sin ser vistos. Pero una mujer los descubrió y dio aviso a los padres de Ana. Enojados, fueron hasta el lugar con una escopeta para asustar a los fugitivos. Las velas no alumbraban muy bien, así que dispararon al aire y llamaron a Ana para que saliera del escondite. Pero ninguno salió para enfrentarlos. El padre decidió entrar al agua con la escopeta y volvió a gritar: ‘¡Ana!’ Entonces sintió un forcejeo en su arma y descerrajó un tiro. Mató a su propia hija de un disparo en la cabeza. Ella cayó muerta al instante. Loco de rabia, el padre buscó a su mal arreado yerno, escuchó rocas moviéndose y lo avistó, mediante los candelabros, escalando el monte para llegar al camino de tierra. La madre gritó, y el viejo lo mató sin dudar.

Dicen que la pareja quiso matar al padre de Ana en aquel momento, otros dicen que sólo querían despistarlo. Lo cierto es que, después de eso, todos los que pidan la muerte de alguien en ese lugar, tienen su recompensa”.

Sara Deym