Mordidas invisibles
Sobre
el mostrador de la revistería, los titulares de los diarios eran aterradores:
“Más niños amanecen mordidos en el barrio San José, se desconoce la causa”,
“Miedo en las calles: siguen cayendo sin razón los postes de luz en el centro.
Vecinos no se atreven a salir de sus casas”. ¿Quién andaría tirando abajo unos
postes de la luz? ¿Sería alguna banda de delincuentes queriendo aprovechar la
oscuridad? Pero, ¿a quién le interesaría lastimar y asustar a unos chicos?
Quizás alguien dedicado a la brujería, que quiere irritar a los posadeños.
El
vendedor se sacó la gorra, ventiló con ella su cuello transpirado y dijo:
––Qué
calor, ¿no, Juliana?
Después
cebó un mate, me convidó desde el deteriorado mostrador de madera, y agregó:
—Qué
se le ofrece.
—Nada,
gracias, don Eusebio. Estaba viendo los titulares, nomás. ¡Qué terrible lo que
pasa!
—Es
raro, sí, y ya van tres semanas. Lo de los postes debe ser culpa de la empresa
de electricidad, que no hace mantenimiento, y con este calor, todo se deteriora
más rápido.
—¿Y
las mordidas? —pregunté alzando las cejas.
—Ah,
eso sí, no sé.
—Bueno,
yo me voy, tengo que abrir el salón de la parroquia para la clase de yoga ––le
dije, y lo saludé, sin saber que sería la última vez que lo vería––: Que tenga
buenas tardes.
Me
alejé rápido. Imaginé a las viejas esperándome con los brazos en jarra y con
cara de cuarenta grados, cocinándose más todavía frente a la puerta de chapa.
Apenas
llegué, doña Marlene, la líder del grupo, señaló su reloj pulsera con una mueca
de disgusto:
—Buenas
noches, secretaria. ¿Se olvidó de nosotras?
—Buenas
tardes, señoras. —Saqué el llavero del bolsillo de mi pantalón. No iba a darle
el gusto de disculparme—. Qué placer verlas así, siempre tan simpáticas y
radiantes como el sol de esta tarde. —Abrí la puerta metálica del salón (le
decíamos salón, pero en realidad era un tinglado)—. Pasen, por favor.
Las
pesadas señoras entraron como ganado, arrastrando sus colchonetas y bolsos.
Cuando las vi desplomarse sobre las colchonetas me dieron pena: algún día
también llegaría a ser como ellas, con los músculos caídos, el cabello corto y
ceniciento, y no me habría gustado que una pendejita me hiciera esperar en el
calor.
Sobreviví
a las miradas y carraspeos, sabía que al volver a casa tendría que curarme el
mal de ojo, o seguramente, iba a salirme un orzuelo por una semana. Miré hacia
los escalones que se alzaban al primer piso: las aulas de catequesis
permanecían a oscuras. También recordé la polvareda en el escenario de madera
al fondo del salón: debía limpiar antes de irme.
Dejé
a las señoras haciendo yoga en el tinglado y doblé hacia la derecha por el
pasillo. Abrí la puerta de mi secretaría. Nada nuevo bajo el sol: el
portalápiz, la silla, los libros de tapa dura de bautismos sobre el archivero y
las cortinas de la ventana que da a la galería de macetas, todo igual que ayer.
Prendí
la luz, y el foco se encendió y de inmediato bajó la intensidad. Lo mismo pasó
con la luz del baño interno de la secretaría y con la lámpara del escritorio.
Quizá debíamos esperar un nuevo apagón provocado por la empresa. Reprimí un
insulto: cuando más calor hacía, más cortaban la luz.
Giré
la perilla del ventilador de techo. No sirvió de nada: soplaba aire caliente,
bastante caliente diría, como si en vez de un ventilador fuera un horno. Desaté
la cinta que unía las cortinas de poliéster y las descorrí. Abrí la ventana.
Ahora tocaba el turno de abrir las otras puertas: los curas me habían dado
copias de las llaves, inclusive la del templo. Salí y caminé hasta el final del
pasillo, saqué la tranca metálica de la entrada a la galería de macetas
––preciosos helechos colgantes, calas blancas y petunias–– que bordeaban el
sencillo pórtico de la iglesia. Un olor rancio impregnó mi nariz, miré las
macetas y el piso, y no encontré nada. Seguramente debía de ser algún gato
muerto en las calles del barrio.
Me acerqué al templo y coloqué la llave en la
cerradura. Le di dos vueltas y empujé. Había bancos apenas desalineados con
respecto al centro del altar; intenté correrlos, pero, como supuse, fue
imposible: eran demasiado pesados y debía pedirle ayuda al padre Mauricio.
Volví
a la secretaría y agarré una escoba y un paño. Crucé el pasillo hacia la sala
de reuniones. Barrí, y levanté el florero de vidrio de la mesa de algarrobo
para pasarle el paño; por suerte había visto el polvo antes que el padre Luis,
o si no iba a chillar como chancho. Miré al fondo, hacia la puerta con brazo
hidráulico: al otro lado estaba la sala con la computadora y el monitor de las
cámaras de seguridad de la parroquia. ¿Saldría por ahí hoy el viejo Luis,
abrazado a su equipo de mate, para compartirlo conmigo, como de costumbre? Yo
no podría entrar a visitarlo sin su permiso: la sala de las cámaras era también
la sala de estar de la casa de los curas. Quería pedirle mirar un episodio más
de mi novela preferida: Betty, la fea. Total, un día como hoy, sábado en
enero, no venía nadie.
Oí
unos pasos, el crujir de unas bolsas y unos golpecitos en la puerta.
—Nadie,
salvo doña Nélida —me dije, volviendo a la secretaría.
Nélida
me dio una bolsa con los manteles del altar limpios, como le había prometido al
padre Mauricio. Se sentó frente a mí, y empezó:
—Juliana,
¿ya te enteraste lo que le pasó a don Sidirel? —Extendió sus brazos arrugados y venosos sobre el escritorio.
—Hace
bastante que no lo veo por acá —respondí mientras sacaba del cajón la hoja de
intenciones para la misa y escribía la fecha. No me interesan los chismes, pero
percibí miedo en los ojitos de la vieja, y eso me hizo escuchar.
—El
hombre desapareció hace unos días. Según las malas lenguas, y la propia viuda,
se sentía observado, y no soportaba salir al sol; era como un vampiro.
—Capaz
tenía un problema en la piel —dije sin convencerme—. Aparte no da para salir
mucho, con el calor que hace.
—Pero
él no salía ni a la esquina a comprar pan. ¡Ah! Y decía que escuchaba jadeos,
pero no veía nada.
—Es
raro, nunca lo vi mal de la cabeza, eh —dije colocando la lapicera debajo del
mentón—. Era un hombre atento. Cuando venía y me dictaba el nombre de todos los
difuntos, se acordaba hasta del apellido de su tatarabuelo materno. —Me apoyé
en el respaldo de la silla—. Y con la edad que tenía, eso no era fácil.
—La
otra vez lo escuché: se quejaba de que oía unos “tic, tic” sobre el porcelanato
mientras comía.
—¿Solamente
mientras comía? —pregunté
desganada––. ¿Y las otras veces? ––Quería deshacerme de la vieja chismosa
cuanto antes. Pero me apiadé: quizá yo era la única persona con quien Nélida
podía hablar.
—Si
no está comiendo, no.
Alcé
los hombros, y le hablé de los nuevos horarios de las misas: el padre Mauricio
se iba de vacaciones a ver a su familia, y quedaba Luis para reemplazarlo.
Cuando
por fin Nélida se fue, abrí el archivero: tenía que buscar algunas
inscripciones de bautismo en los libros de los 90. Creí oír unos jadeos en el
pórtico de la iglesia. Me aparté del escritorio y miré a través de la ventana.
No vi nada en la galería ni en el pórtico. Sonreí: la historia del viejo
Sidirel, sin duda, me había volado la cabeza.
Doña
Marlene se acercó para avisarme que la clase de yoga había terminado, y las
luces ya estaban apagadas. La acompañé por el pasillo hasta el salón. Saludé a
las señoras y, cuando salieron, me percaté del paso del tiempo y del atardecer.
Llaveé la puerta de chapa.
Unos
repiqueteos resonantes en el salón a mis espaldas me estremecieron. ¿Algún
perro que entró durante la clase de yoga? Me acerqué al escenario; al lado
estaba la caja de fusibles. Levanté la tapa y subí la llave. Las lámparas
colgantes se encendieron, y un charco brilló en el centro del salón. Pensé en
las viejas de yoga, pero si hubiera sido el sudor de ellas, debería de haber
varios charcos, y yo nunca había visto a gente que transpire así.
Me
acerqué al charco y me acuclillé: era más ancho que mi espalda. Raro que doña
Marlene o algunas de sus seguidoras no se hayan quejado. No hubieran hecho yoga
con semejante charco en el piso. Y si se les hubiera volcado algún líquido a
ellas, me lo hubieran hecho saber. Miré
el techo: no había ninguna gotera. Busqué algún perro o gato atrapado entre las
sillas de plástico y los bancos apilados en un rincón. Nada.
Volví
a la secretaría, y del armario al lado del archivero saqué un trapo, un
escurridor, un balde y una botella con desinfectante.
Pasé
el escurridor al charco, y el líquido se pegó al trapo como si fuera gelatina.
Mientras daba las últimas pasadas, un roce peludo en el cuello hizo que los
vellos del brazo se me erizaran. Las sillas encolumnadas se movieron.
—¡Eh!
¡Quién anda ahí! —dije, casi sin aire.
Me
di vuelta, pero no vi nada más que el piso, las sillas y los bancos arrimados a
la pared.
Unos
gruñidos hicieron tronar el tinglado.
Apunté
con el escurridor: apuntaba a algo que no veía.
Tiré
el escurridor y corrí hacia el pasillo, entré en la secretaría y me encerré;
llaveé la puerta. Me alejé lentamente y miré el umbral. No hubo más gruñidos.
Me acerqué para mirar a través del agujero de la cerradura, y unos golpes y
arañazos sacudieron la puerta.
—¡Ay,
la puta! —grité y retrocedí de un salto—. ¡Bastaaa! —dije enloquecida. —De
nuevo silencio—. Dios, qué susto.
Suspiré,
y después de un rato de estar inmóvil, acerqué mi oreja a la puerta. Oí unos
pasos que se acercaban.
—¿Juli? ¿Todo bien? —Escuché unos golpes en
la puerta.
Qué
alivio: era el padre Mauricio. Giré la llave y abrí; lo dejé entrar.
—¿Qué
pasó que desde acá veo el escurridor tirado en el salón?
—Hola,
Mauricio. Perdón: escuché ruidos, gruñidos y jadeos, y por eso me encerré.
—¿Gruñidos
y jadeos? —Frunció el ceño y se rascó la frente—. Capaz quedó algún perro
callejero encerrado.
Recordé
los repiqueteos, a lo mejor eran las pezuñas de algún animal.
—Pero
no vi nada, eh. ¿Vos no escuchaste o viste nada raro estos días en la
parroquia?
Mauricio
se sentó en la silla delante del escritorio. Su amplia frente brillaba de sudor
a la luz de la lámpara, que le marcaba las ojeras.
—Dios,
¡qué calor! No doy más ––se ventiló el cuello pellizcando su chomba––. Y mirá,
ayer a la tarde, la Ayka ladraba con la cola entre las patas, como si hubiera
visto un fantasma. Salí afuera de la casa y encontré las bolsas de basura
rasgadas y un desastre de papeles y servilletas esparcidas en el patio. El otro
día también caminé por acá y encontré bajada la llave de la luz. Varias veces
me pasó de encontrarla cerrada. —Me miró como sospechando.
—A
mí no me mires, yo no fui —afirmé—. Jamás jugaría con la luz, tengo miedo de quedarme
pegada.
—Capaz
fue Luis probando a ver si la tensión volvía a ser normal —dijo Mauricio
levantando las cejas.
—No
sé. Una vez me dijo que él no toca esas cosas para no meter la pata. —Y después
se me ocurrió––: ¿Y no fue la Ayka la que desparramó la basura?
—Iba
a culparle, pero me di cuenta de que estaba atada y su cadena no llegaba hasta
el canasto de mugre.
Desvié
la mirada hacia la puerta y recordé los arañazos. Me levanté rápido, de pie
veía los rayones.
—¡Mirá! Esos arañazos se hicieron recién.
Mauricio
se acercó y miró con detalle, tocó la madera.
—Bueno,
un gato no podría haber hecho esto. Son profundos, altos, el perro debe medir
casi un metro. Pero si estuviera dando vueltas, lo veríamos. Seguro son marcas
viejas —sonrió—. Andás viendo muchas películas.
Alcé
los hombros:
—Mauricio,
no escuché ladridos. ¿Puedo ver las cámaras de la parroquia? Así me quedo más
tranquila.
—Sí,
ya sabés donde escondemos la llave. Bueno —dijo levantándose de la silla––,
vine para avisarte que voy a dar la última misa allá en la capilla de las
afueras. Te dejo la tarea de advertir a las señoras que no corran a los jóvenes
de la iglesia cuando no estoy.
—¡Ja!,
eso no es moco de pavo —contesté, y revoleé los ojos.
—Y
no te olvides de juntar el balde y guardar el escurridor y... eso.
—Sí,
sí. Que te vaya bien.
—Nos
vemos, Juli. Cualquier cosa, llamame.
Salió
al pasillo. Vi por la ventana que se subió al Corsa, arrancó y se fue.
Esperé
a que alguien viniera para ser atendido y, como no llegaba nadie, crucé el
pasillo y entré en el salón de reuniones. Revisé una biblioteca de madera roída
y agarré un libro desteñido, lo abrí: entre las hojas había un hueco, saqué la
llave y la metí en la cerradura de la puerta que tiene brazo hidráulico.
Dentro
de la sala había una computadora con pantalla dividida en cuatro rectángulos.
Mostraban las filmaciones de las cámaras de la parroquia: la entrada del salón,
la del pasillo, la de la secretaría y la del pórtico del templo. Seleccioné la
del salón y retrocedí el horario a las seis y media. Me vi en blanco y negro
entrando en el salón con las señoras de capelina, y esperé. Adelanté una hora y
volví a esperar. Las señoras de yoga salían del salón, yo cerraba la puerta de
chapa. Adelanté el tiempo de la cámara haciendo clic al ícono de flecha con el
cursor.
El
corazón me saltó del pecho: en un par de minutos, el misterioso charco se
formaba solo. Hice zoom: no veía de dónde venían las gotas, caían desde la nada
misma, desde un par de metros del suelo. Me vi limpiando, y después hablando y
amenazando al aire con el escurridor.
—¡Julianaaa!
—Me sobresalté. Oí unos aplausos y los ladridos de un perro.
—¡Ay,
Bernardo! —dije sin pensar— Justo ahora venís. —Mauricio no me había dejado
vianda para él, y la llave de Cáritas yo no la tenía.
Acomodé con el cursor todas las imágenes de las
cámaras, actualicé la hora y salí.
La espalda desnuda de Bernardo me esperaba frente a
la puerta de la secretaría. El loco vestía solamente unos pantalones caídos y
sucios. En el umbral de la puerta, tres perros callejeros y
petacones también esperaban, imaginé, una vianda.
—Bernardo —dije caminando hacia él. Crucé el pasillo
y entré a la secretaría—, hoy no tengo nada para darte.
—¡¿Cómo no?! —Bernardo se agarró de sus rulos
enredados como una mopa y las moscas
aparecieron—. ¡Me estás cargando! —Despedía un olor nauseabundo, y en su barba
gris se enredaban trozos de fideos—. Dame plata, quiero comprar algo para
comer. No comí nada en todo el día.
—No
tengo plata, y lo que te doy siempre gastás en pucho o en vino de caja —dije
con tono firme, a ver si eso lo ahuyentaba—. Y la señora de Cáritas no va a
venir en todo enero, está de vacaciones.
—Bueno
—rezongó—, pero no quiero salir: alguien me persigue de noche y de día, sobre
todo a la noche... Ellos van a matarme.
Fruncí
el ceño y me senté detrás del escritorio.
—Nadie
va a matarte, Bernardo. Son cosas tuyas: están en tu cabeza.
—¡No
voy a salir! —gritó cruzándose de brazos. Las moscas que habían venido con él
zumbaron alrededor de la lámpara y chocaron—. Hay unas cosas horribles afuera.
—Bernardo,
¡yo no vi nada!
Este
Bernardo iba a volverme loca. El olor agrio que despedía impregnó mi nariz, me
la apreté simulando rascarme, y miré sus zapatos agujereados.
—Y, Bernardo, si Mauricio ve que estás
con tus perros acá, me mata. ¡Afuera, Firulais!
El teléfono inalámbrico sonó y,
mientras atendía, señalé con la lapicera a Bernardo, advirtiéndole para que sacara
a sus perros. Él se quedó firme en el umbral, como un piquetero.
—Buenas tardes ––dije––. Secretaría
parroquial. ¿Quién habla?
—Buenas tardes ––dijo una voz
femenina, la misma que llamaba todos los días para pedir intenciones por
cualquier cosa. Una hinchapelotas; si dependiera de mí, ya le habría cobrado
cada intención.
—Sí, dígame. —Coloqué la lapicera
sobre la columna vacía de la salud.
––Quisiera pedir en esta misa por la
salud de las criaturas que han sido mordidas y están muy graves, en el hospital.
Anoté. La señora parecía tener ganas
de seguir hablando, pero yo corté la comunicación. Suficientes chismes por hoy.
Miré a Bernardo:
—¿Te vas a quedar ahí? Por lo menos ayudame
a regar las plantas. Mirá, en el jardín, frente al templo, hay una canilla.
¡Ah! Y en el tinglado me olvidé varias cosas en el piso: un trapo, un
escurridor, un balde y una botella. Tráelos por favor, y apagá las luces.
Bernardo salió, y sus perritos lo
siguieron.
Vi por la ventana cómo cargaba el
balde con agua y regaba las macetas. Caminaba despacio y cojeaba cumpliendo mi
orden: quizá haciéndole laburar, se iba. Los perritos ladraban hacia la vereda.
El teléfono volvió a sonar; atendí. Esta vez, era una voz masculina, pidió para
anotar a más personas por la salud. Otro sin nada que hacer en la casa; aunque
su voz quebrada me llamó la atención. Entonces le pregunté si algo le había
pasado. Me dijo:
—Señorita, ¿no ve las noticias?
Estamos siendo atacados por algo que no vemos. Hace dos días que encuentro
orejas, dedos y narices en la calle. La policía no tiene idea de qué está
pasando. —Imaginé pedazos de orejas, dedos y pies repartidos por la vereda, y
un escalofrío me sacudió. ¿Será posible?
Los perros de Bernardo ladraron con
más furia. Miré hacia la ventana.
—Si tiene chicos, ¡no los deje salir! —dijo
el hombre, exaltado. Yo me puse de pie, temblando—. Me dijeron que esas cosas
son sensibles a la luz. No se quede en la oscuridad por nada del mundo. Muchas
gracias por anotar a mis enfermos. Si puedo, mañana vuelvo a llamar.
Colgó, y oí el pitido del teléfono.
Los ladridos de los perros de Bernardo se convirtieron en chillidos.
—¡Bernardo, entrá ya! —dije, dejando el teléfono sobre el
escritorio. Corrí hacia la puerta de la galería. Bernardo me miró, tiró el
balde y rengueó hacia mí.
Los tres perros fueron levantados juntos
del piso. Aullando, mordían el aire. Flotaban a un par de metros del suelo,
contracturados, como atrapados por una mandíbula gigante pero invisible. Grité
y trabé las hojas de la ventana, rogando que lo que estaba ahí afuera no
pudiera atravesar el vidrio. Corrí las cortinas para no ver, me alejé de la
ventana y me tapé las orejas.
Ni bien entró Bernardo, cerré la
puerta y metí el pasador de hierro. Un golpazo del otro lado, que resonó en
todo el pasillo, nos estremeció.
—¡Mis amigos se quedaron en el patio!
––gritó Bernardo, intentando abrir la puerta.
—¡Bernardo, no abras por nada del
mundo!
Oíamos los chillidos desgarradores, veíamos la
silueta borrosa y oscura de los tres perros despedazarse en el aire. Luego esos
bultos gimientes se reventaron contra el suelo, y la sangre salpicó el vidrio
detrás de la cortina. Después, silencio.
—¡Nooo! —Bernardo se arrodilló
llorando—. Mis amigos, ¡mis únicos amigos! ¡¿Por qué los abandoné?!
Un trago amargo de saliva carcomió mi
garganta. Quise llorar y abrazarlo, pero solamente lo asustaría más.
Abrí apenas las cortinas. La puerta
del templo seguía abierta, y pensé en la gente que vendría para la misa y vería
el horror en el pórtico; quizás gracias a eso correrían asustados y no
entrarían en el templo.
Agarré mi celular y llamé a Mauricio.
No contestaba: o estaba en misa o algo le pasó. Busqué en mi celular las
noticias en internet y encontré títulos de una o dos horas antes de mi llegada
a la parroquia: “Hallan cadáver de empleado de la empresa Electro Luz al lado
de la Ruta 12”, “Decenas de perros callejeros del barrio Fátima aparecen
amontonados y muertos”. Un blog local, Noticias que otros medios no te
cuentan, llamó mi atención. El artículo se titulaba “Destrozos en el
laboratorio de genética de la Universidad privada Leonardo Yrachad”. Cliqueé:
ENERO
20, 2022 6:30 PM
El
señor Carlos Caballero, juez del Juzgado Civil y Comercial Nº 4, caminaba por
la vereda de la calle Colón a la altura del 2200 de esta ciudad a las 18:30
horas, y notó que salía una humareda negra del edificio de la Universidad
Leonardo Yrachad. Al instante llamó a los bomberos.
El
juez afirmó que, mientras esperaba la ayuda, vio a unos animales raros asomarse
y romper las rejas de los pluviales. Eran bestias parecidas a lobisones, que
salían como rostizadas del desagüe y huían del edificio, y después de correr
una cuadra, se evaporaban en el aire. La policía le realizó al juez varios
análisis, y descartó que Caballero estuviese drogado o ebrio.
El
incendio fue sofocado rápidamente por los bomberos voluntarios, que acudieron
pocos minutos después del llamado del juez. No hubo que lamentar víctimas,
aunque sí daños materiales aún no precisados. En la sede de la universidad, de
la cual depende la Facultad de Genética ––donde no quisieron recibirnos––, no
contestaron el teléfono o las consultas vía mail.
Las
causas del incendio deberían estar siendo investigadas. Sin embargo, nuestras
fuentes confirmaron la ausencia de un expediente al respecto.
Esa facultad recibía mucho apoyo del
gobierno, y no pude evitar pensar que habían encubierto el incidente de alguna
manera: no encontré ninguna noticia sobre el tema en los medios oficiales.
Un par de horas más tarde, Mauricio
todavía no vuelve y tampoco contesta los mensajes. Bernardo, sentado en la
silla frente al escritorio, aún moquea por sus perros, y como no tiene todos
los patitos en fila, ni le hablo. Seguimos encerrados en la secretaría. Apoyo
mi cabeza contra el archivero, y abrazo mis rodillas: los rugidos de mi panza
me recuerdan el hambre.
Armo un plan: cruzar rápido la galería
y el salón de reuniones, entrar a la casa de los curas, traer ropa limpia y
jabón, y también panes, galletitas, enlatados de atún o de choclo. Se me hace
agua la boca de solo pensar en abrir una lata. Pero
sobre todo necesito velas: podría cortarse la luz en cualquier momento y esa
cosa que mató a los perros nos atraparía. Quizá, aprovechando que está el padre
Luis, debería confesarme: hace años que no lo hago.
Ahora Bernardo cabecea y ronca, acaso
el vino en cajita o alguna cerveza que tomó antes de venir a la parroquia le
habrían pegado fuerte. Además, el calor nos tiene mareados. Pero todavía no
quiero salir a buscar los víveres, no sé si la criatura que rozó mi cuello se
esconde en el salón o si nos espera detrás de la puerta.
El reloj de pared marca las siete de
la tarde. Afuera debe haber gente esperando para la misa. Me asomo a la
ventana, abro apenas las cortinas y lo compruebo: un viejo y una gordita
conversan en la vereda. Miran confundidos la puerta del templo y la secretaría,
y hablan entre sí. Con ellos hay dos nenas y un nene que gritan cuando
descubren los perros descuartizados, y entran al templo corriendo.
Oigo unos aullidos escalofriantes, y
abro del todo las cortinas. El anciano y la gordita todavía esperan. Les hago
ademán de que entren al templo: al menos ahí estarán más seguros porque hay más
luz que en la vereda.
—¡Entren! —grito––. ¡No se queden ahí!
El viejito se anima a hablarme:
—Buenas tardes —dice mientras viene, esquivando
los cuerpos ensangrentados de los perros—. Che, ¿qué pasó acá? Se pelearon feo
los perros, ¿no? ––Y acercándose a la ventana, pregunta––: ¿Sabés si hay
misa?
—Sí —digo, y dudo si me escucha a
través de la ventana. Insisto con el ademán para que entre al templo. Por
suerte él y la gordita me hacen caso.
Miro hacia el portón: no hay nadie más
esperando. Suspiro, agarro el teléfono inalámbrico y marco el fijo del padre
Luis.
—Juli —me contesta una voz ronca.
—¡Luis! ¿Usted no va a dar la misa
hoy? Acá hay gente esperando, los hice entrar al templo.
—¿Son muchos?
—Cinco personas.
—Están a salvo ahí, la luz del Santísimo
no se va a apagar porque es led. En todo caso, si hay algún apagón, deberíamos
dejar entrar a los que estén esperando afuera y cerrar la puerta de la iglesia
cuanto antes. —Se ve que el padre Luis está al tanto del horror—. Aparte,
habíamos acordado con Mauricio que él daba esta misa. ¿No lo viste llegar?
—Que yo sepa, no volvió, y tampoco me atiende
el celular —le digo, preocupada. Y después me doy cuenta de que falta algo—:
Ojo, Luis, yo no avisé a nadie que cierre la puerta del templo.
—No te preocupes, yo voy a ir con
ellos.
Miro a Bernardo, que parece estar a
punto de caerse de la silla.
—Estamos acá encerrados con Bernardo
en la secretaría, padre. ¿Puedo pasar a buscar unos víveres? Mi compañero no
para de quejarse del hambre.
Quería contarle de la muerte de los
perros, pero me arrepentí: iba a preocuparlo más.
—Vení con cuidado, con Ayka te vamos a
estar esperando —dice Luis, y corta la llamada.
Muevo un poco el respaldo de la silla,
tratando de despertar a Bernardo. Abre un ojo y me mira.
—Bernardo —le digo decidida—, voy a ir
a la casa de los curas.
Agarro mi bolso. Abro los cajones del
escritorio, busco alguna cosa útil para marcar o distinguir al desgraciado
invisible.
—Bueno —me contesta, dormido—, pero no
tardes mucho, no me gusta estar solo.
Entre agendas y calendarios encuentro
un frasquito de purpurina dorada de algún catecúmeno olvidadizo. Agarro el
frasquito y lo meto al bolso. Apoyo mi oreja contra la puerta: no se escuchan
gruñidos o repiqueteos del otro lado. Giro lento la llave y tiro despacio de la
manija. Salgo de la secretaría, cruzo el pasillo y arrojo purpurina detrás de
mí: se forma una guirnalda dorada en el piso. Entro a la sala de reuniones y
apuro mis pasos hasta la puerta con brazo hidráulico; la había dejado sin llave
después de ver los videos de las cámaras.
En la sala de los curas, paso frente al
monitor que muestra las cámaras: todo está normal en la secretaría, en el salón
y el pasillo. Encaro a la cocina; no hay nadie ahí. De arriba de la heladera manoteo
unas latas de atún. Al lado hay un estante de hierro cargado con panes, meto un
par al bolso. Miro hacia la puerta que conduce al templo, pasillo mediante. En
caso de emergencia, saldríamos por ahí al costado del altar. Eso me calma.
Me doy vuelta y me encuentro con un
bulto negro:
—¡Jesú, María!
Es Ayka, la cachorra del viejo Luis, que
viene a recibirme con la lengua afuera, acalorada. Los golpes del bastón contra
el piso hacen que levante sus orejas triangulares.
—¿Luis? —digo
extendiéndole la mano—. ¿Cómo estás?
—Juli —Luis corresponde al apretón con
alegría—, qué bueno verte.
—Ayka —digo, y la labradora agita la
cola, me olfatea y la acaricio.
—La hice entrar —el cura señala a la
perrita—: afuera andaba gimiendo con la cola entre las patas.
Luis mira el piso: la guirnalda dorada
destella a la luz de la cocina.
—Es una marca —explico—. Siento que
algo me persigue, pero no lo veo. —Luis se rasca la barbilla. Me doy cuenta de
que mi frasco de brillantina se ha terminado y agarro un paquete de harina para
marcar a la bestia invisible. El cura asiente.
—Padre, ¿no quiere venir con nosotros?
Así no está acá solo.
—Prefiero ir al templo. Por lo menos,
si hay un apagón me aseguro de recibir a la gente y de cerrar la puerta.
—Un hombre me dijo por teléfono que
hay unas criaturas que no se ven y que son sensibles a la luz. Estoy segura de
que hay una de esas en el salón. Por favor, no salga.
—Voy a ir al templo por ahí. —Señala
la puerta de emergencia a nuestra izquierda y, de paso, ve la bolsa cargada que
llevo—. Tengo más comida, si querés.
—Bueno, gracias. Bernardo está con
hambre. —Me excuso: también yo moría por comer algo.
—¡Ja!, ese borracho es tremendo. Pero
no viniste solamente por él. No es malo reconocer que a veces necesitamos
ayuda. —Luis se acerca a la heladera y saca dos táperes—. Adentro hay ensalada
rusa y carne frita. Bernardo no va a conformarse con poco. Y te va a pedir de
tomar. Ah, también te voy a dar vasos y cubiertos. —Me mira cansado y camina
rengueando con ayuda de su bastón hacia un aparador. Abre la vitrina y saca dos
vasos, un par de cubiertos y una botella de gin Merle.
—Dale esto —dice dándome la
botella.
—¿Seguro? —lo miro, extrañada: nunca
le dábamos de tomar a Bernardo.
—No da para mezquinarle, con lo que
está pasando.
Guardo la botella en el bolso y
espero. Luis mete más comida en los táperes mientras Ayka se relame sin dejar
de mirarlos.
—Muchas gracias —digo, y me llevo el
bolso al hombro —. También necesito toallas y jabón, no quiero venir a
molestarlo a cada rato.
—No es molestia, Juli. Ya te traigo.
—Luis sonríe, y renguea otra vez con su bastón hasta el extremo de un pasillo
donde, supongo, enfilan las puertas de los dormitorios de Mauricio y la suya.
Se adentra y lo pierdo de vista. Después
vuelve con una bolsa—. Acá hay toallas y jabones.
—Gracias. —Recibo la bolsa sonriendo,
y espero pensativa.
—¿Pasa algo más? —pregunta Luis.
—Me gustaría confesarme —contesto,
sosteniendo la mirada.
El pecho me aprieta menos desde que
Luis me dio la absolución, debe ser algo psicológico. El viejo me acompaña
hasta la sala, miramos al pasar el monitor con las filmaciones, y no vemos nada
raro. Empuño el picaporte, pero el cura me detiene:
—Esperá Juli. Ayka siempre olfatea, va
descubrir si hay algo —señala el umbral—. Vamos Ayka, busque, busque.
Ayka pega el hocico a la ranura y
olfatea. Después se sienta.
—No hay peligro, ya te podés ir —susurra
Luis—. En silencio. —Y se lleva el índice a los labios —. Ah, Juli.
—¿Sí?
—No mires las noticias ni escuches la
radio en el celular, así no quedás paranoica.
—Okey —Asiento, y abro la puerta.
Busco en el bolso, abro un paquete de
harina y la esparzo sobre el sendero de guirnalda dorada que había formado.
Quizá vería alguna huella. No doy un paso sin vigilar. Tampoco escucho
repiqueteos o jadeos, y eso me da confianza. Trato de dar zancadas grandes y en
puntas de pie, cada tanto quedo inmóvil, escuchando. Ya veo la puerta de la
secretaría, y estoy a punto de salir de la sala de reuniones, cuando varios destellos
dorados se levantan y brillan en el vano de la puerta.
Quedo paralizada, y después logro retroceder
unos pasos.
Miro el florero de vidrio sobre la
mesa: una silueta traslúcida, como de dos metros, con orejas puntiagudas, se
alza y me acecha desde la oscuridad del pasillo. El corazón se me acelera de
golpe y grito:
—¡Qué es eso!
Quiero salir corriendo y volver a la
sala de cámaras, pero la criatura me alcanzaría de un solo salto, y lo peor, yo
pondría en riesgo al viejo Luis. Veo la puerta de la secretaría al otro lado de
la silueta transparente, es un suicidio atravesarla. Y si por un milagro yo
lograra llegar a la secretaría, Bernardo sería carne de cañón.
Meto la mano en el bolso, agarro un
puñado de harina y soplo despacio, esparciéndola por el aire. La nube blanca se
va estancando en un lomo erizado de pelambre y en un hocico abultado con belfos
contraídos, que palpitan sobre colmillos del tamaño de mis dedos. El maldito
gruñe, supongo, desaprobando mi conducta. El fluorescente de la sala de
reuniones está encendido, aunque la luz es débil, como si quisiera apagarse de
repente. Recuerdo la voz del hombre del otro lado del teléfono: “Me dijeron que
esos bichos son sensibles a la luz”.
Miro el cielo raso: el fluorescente
parpadea, y la bestia aprovecha para avanzar agazapada. Saco del bolso el
celular: en el peor de los casos se cortaría la luz, y vendría bien una
linterna. Me sobresalta un estallido y casi se me cae el celular. Oigo varios
chasquidos que parecen venir de la calle. El lobisón salta sobre mí, y un
apagón me llena de oscuridad.
—¡NOOO!
Las piernas me tiemblan y pierdo el equilibrio
y caigo. Agito el celular y me descubro tirada boca arriba en el piso, con unas
patas enharinadas que apuntan a cada lado de mi cabeza. Respiro un aliento
podrido que me da arcadas, me falta el aire. Unas gotas frías me mojan el
cachete, encaro con la linterna hacia el vacío de donde cae la baba, y los
chillidos de la criatura retumban en todo el salón. La bestia se aleja: sin
duda la luz lo lastima. ¡Menos mal!
Me levanto, corro y pego la espalda
contra la pared. Con la luz del celular apenas veo el salón. Sé que, si me
despegara de esta luz, el monstruo me descuartizaría de una dentellada.
Oigo unos bufidos y tintineos de
cubiertos. Alumbro, pero la criatura me gruñe, y entonces alumbro en otra
dirección. Ahí me doy cuenta de que dejé el bolso en el piso. Intuyo que el
lobisón fisgonea ahí adentro; debía querer la comida que Luis había guardado. Oigo
voltear y revolear los táperes, hay uno con la tapa mordida que se desliza
hacia mis pies. La bestia enharinada se echa atrás: quizás espera que yo le
abra el táper. Lo abro y lo deslizo hacia la negrura. Oigo una relamida y unos
chasquidos.
Está distraído, ¡es mi oportunidad!
Rescato el bolso y corro hacia la secretaría, abro la puerta y me meto adentro,
agitada.
—¿Dónde estabas? —reclama Bernardo––.
¡Me dejaste solo! Y no veo nada acá.
El olor a mugre es insoportable. Consigo
respirar, me trago la bronca, prendo una vela y le contesto:
—Te traje ropa y toallas, y algo de
comer. Entrá al baño y limpiate en la pileta por favor.
—No quiero, estoy bien así —dice,
y se cruza de brazos haciendo puchero.
—¡Bernardo! —digo, y dejo el celular
sobre el escritorio—. ¡Te vas a bañar o yo misma te voy a mojar a baldazos y no
me va a importar si inundo toda la secretaría! —Le tiro a la cara las toallas y
la ropa del bolso.
—Bueno, bueno amiga, no te enojes.
—Bernardo levanta las manos a modo de rendición y se va al baño.
Agotada, mientras oigo correr el agua
me recuesto en el piso fresco. La espalda me duele y los glúteos todavía me tiemblan,
pero mis latidos se van acomodando al ritmo de la respiración, cada vez más
espaciada.
Pienso en la criatura que me atacó: me
habría matado si hubiera querido. Quizá mataban porque era lo único que
aprendieron en ese laboratorio.
Más tranquila, tanteo el interior del
bolso y saco una lata de paté. La abro y voy comiendo de a poco. Me doy cuenta
de que la batería de mi celular llega al quince por ciento, y yo no había
traído cargador: lo apago. Los ojos me arden, y me los restriego hasta que no
puedo volver a abrirlos. Poco a poco me voy tumbando de lado y apoyo la cabeza
contra el archivero.
Un grito agudo y unos golpazos en la
puerta metálica del salón me despiertan. Todo mi cuerpo se pegotea, las sienes
me revientan, la cabeza me late. Pienso que la que gritó debía ser una chica.
No quiero levantarme, pero no puedo dejarla morir. Agarro el celular y el
llavero. Bernardo, que se ha puesto la ropa limpia y casi ha vaciado la botella,
duerme tirado en el piso. Abro la puerta con cuidado: no hay huellas
enharinadas. La criatura debía de estar durmiendo en alguna parte. Salgo hacia
el tinglado en puntas de pie y llego a la puerta de chapa. Tiro despacio de la
manija y entreabro. Apenas ilumino, me doy cuenta de que en la vereda el poste
de luz está caído y varios cables chispean: esa era la explosión que había oído
cuando vi a la criatura en el salón de reuniones.
La pobre gurisa vuelve a gemir y se
revuelca y retuerce en el medio de la calle luchando contra algo invisible.
—¡Auxiliooo!
—¡Hijos
de putaaa! —grito, y alumbro con el celular desde la puerta de chapa. La luz es demasiado tenue para
distinguir detalles, y también para ahuyentar a las criaturas—. ¡Suéltenla ya! —Me gustaría ayudar a la chica, pero si
corro hasta ella, me arriesgo a que alguna de esas bestias me muerda y se meta
en la parroquia. Oigo unos crujidos, como el quiebre de unas ramas. Ya no hay
gritos.
Unas garras me empujan hacia adentro y
caigo de espaldas, mi cabeza golpea contra el piso y se me escapa el celular,
que alumbra el techo del salón. ¡Porquerías! Habían usado de carnada a la
gurisa para que yo les abriera.
Miles de agujas pinchan mi tobillo y
me arrastran hacia la vereda.
—¡Aaay!
Trato de prenderme de cualquier cosa. No
veo nada detrás de mí, aunque sí delante, gracias al celular: una masa
enharinada se acerca corriendo, ruge y se enreda contra mi invisible agresor.
¡Es el lobisón de los táperes! Entre quejidos y gruñidos, siento liberado el
pie, aunque todavía el tobillo me duele. Varios charcos se forman cerca. Me
arrastro hasta el celular, lo agarro. Me levanto coja y corro apenas hacia la
secretaría: es demasiado tarde para cerrar la puerta del tinglado.
—¡Bernardo, abrime! —Golpeo, y
Bernardo abre. Le agarro y tiro del brazo—. Vamos al templo, ¡ya!
—¡Ahí vienen! —grita.
El tobillo me late como si fuera a
explotar. Cruzamos corriendo el pasillo y entramos a la sala de reuniones.
Bernardo abre la puerta, que se cierra de inmediato detrás de nosotros.
Temblando, cierro con llave, y me quedo más tranquila. En el monitor de las
cámaras vemos la filmación: en la secretaría vuelan las sillas y se sacuden los
archiveros metálicos. Al fin puedo mirarme el tobillo, con un escalofrío levanto
la botamanga del pantalón: la sangre brota de una gruesa mordedura.
Un estruendo retumba en la puerta. Escapamos
hacia la puerta de emergencia. Agarro el picaporte y alumbro con el celular.
Nos adentramos en un estrecho pasillo y Bernardo tastabilla con algo.
—¡Dale, Bernardo! —digo agarrándole
del brazo.
Salimos al templo por el costado del
altar. Los destellos de la lámpara led del Santísimo me encandilan, apenas veo
unas caras naranjas y borrosas; debían ser la pareja, el padre Luis y los
nenes. Entonces, todo da vueltas. Me restriego los párpados:
—¡No puedo ver!
—¿Juli? —Oigo
al padre Luis, y a su bastón acercarse.
—Amiga —dice Bernardo––, ¿que te pasa?
Un ardor recorre mi tobillo y se
expande: me pica todo el cuerpo.
—¡No, esperen! —grito, extendiendo los
brazos—. ¡No se acerquen a mí! Algo está mal.
Salgo corriendo hacia la puerta
principal del templo. Raro: mi tobillo dejó de latir. Choco
contra unos bancos, palpo sus respaldos, y los empujo. Miro mis manos borrosas, como si fuesen de otro: me
bastó solo un empujón para sacarlos de mi camino.
—¡Juli! —grita Luis—. ¿Qué hacés?
—¡No abras esa puerta! —dice otra voz
rasposa, desde lejos—. Quisieron entrar, por eso metimos los bancos.
Oigo los pasos de Bernardo a mis
espaldas.
—¡Bernardo! Cuando yo salga, ¡cerrá la
puerta con llave! —le ordeno.
—¡No, Juliana! —dice el padre Luis—. ¡Si
salís, te matan!
Volteo, los veo difusos y a contraluz.
Logro abrir la puerta, cruzo el umbral, le tiro el celular y el llavero a
Bernardo.
—¡Cerrá ya! —grito.
—Pero, amiga... —contesta.
—¡Yaaa!
El portazo me da en la cara y escucho
la cerradura.
Pestañeo. Ahora, en el atrio en
penumbras, veo nítido, aunque los colores van desapareciendo. Me pica la herida
en el tobillo. El pie se me acalambra, la parálisis sube por toda la pierna. Mi
mandíbula trona y me cuelga, abro la boca y se desenrolla una lengua larga y
flácida. Siento flojos los dientes, me atraganto, escupo algo duro y veo
algunas muelas caídas cerca de los pies. Meto la mano en la boca: unos
colmillos salen de golpe y me pinchan los dedos. Saco la mano y la miro: mis
dedos se estiran y se curvan en enormes garras. Intento gritar, pero en vez de
mi voz sale un rugido. Una pelambre oscura me brota de los poros y me cubre
toda la piel. Mi nariz se alarga y se ensancha. Caigo al piso y me revuelco en
una lluvia de piñas y patadas invisibles. Oigo el quiebre de mis huesos, y eso me
hace llorar. Los brazos y las piernas se tuercen en patas escuálidas y se me desgarran las telas de la
camisa y el pantalón. El calor me aplasta y me quema los pelos, que se
confunden con las baldosas y las paredes. Trato de sacudirme para liberarme del
calor, pero apenas resuello.
Veo la puerta del templo, el
picaporte..., y el estómago se me estruja como si no hubiera comido en años. Sé
dónde están, podría derribar la puerta... Pero no, no. Siento sus pisadas, los
cuchicheos inentendibles, los distintos olores de carne fresca. Quiero entrar,
pero no, no sería tan fácil, por la luz. La luz ahí adentro es la luz que los
protege, y me protege a mí también de no lastimarlos. Me acerco a la manija y
apoyo mis garras, agacho el hocico, y juro proteger, juro protegerlos, y no
dejar entrar a nada ni a nadie que apague esa luz.