Ese fue el último recuerdo que eligió.
El antiguo rey debía ser
destruido, pensaban, el salvador que había sido uno de los suyos se veía arrodillado
y humillado frente a ellos. El tío perdido y desobediente de los verdaderos
jueces, rezaba. Manchaba la tarima de sudor y sangre, una cuerda le apretaba el
cuello. Desconcertados por su cara desfigurada por la miseria, lo desconocían.
El hombre debía ser juzgado por
sus delitos y ahora los dioses eran ellos y podían justificar sus sentencias.
Era la primera vez que uno de los suyos caía bajo el yugo de las leyes sin acto
de contrición que alimentara sus razones. Los abandonó y los reemplazó para
creer en otro ser, compasivo, bondadoso e incomprendido; creador de santos y
capaz de transformar al hombre en un ser angelical.
Con ojos húmedos el hombre reposaba
con voz suave, consciente del peligro y sabiendo que sus crueles sobrinos no lo
perdonarían, agradecía la desgracia. Cantaba:
—La misericordia del señor cada
día cantaré.
Y repitió eso hasta que los
perros rabiosos se calmaron y en el corazón de los tres hermanos brotó un
racimo de fe y el tío abandonó su miedo a ser descuartizado o ahorcado: aún sus
sobrinos no habían decidido qué muerte era la más acorde a sus delitos. Ninguno
se acercó a él o bajó de sus tronos dorados, aunque quisieron abrazarlo y en el
fondo volver el tiempo a cuando eran niños, y corrían empujándose para ver quién
alcanzaba el trono primero.
El tío intentó ponerse de pie, su enclenque cuerpo lo
hacía tambalear, y a pesar de ello se sentía realizado. El remordimiento se fue
y era libre.
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