jueves, 6 de agosto de 2020

BERNARDITA

BERNARDITA

Doña Bernardita, mejor conocida por los malintencionados como: cucaracha de iglesia, vio crecer a todos los niños que se sentaban en el primer banco durante las misas de catequesis, ellos sí que aprendieron a entenderle los gestos del sermón. Guiaba la celebración con estricta voz de gallo, escogía estratégicamente a los lectores del salmo porque sabía qué caras vería cada domingo y donde se ubicarían. Creía ayudar al sacerdote y daba consejos vitalicios aunque nadie se los pedía, cantaba desentonada las canciones: de entrada, perdón, gloria, aleluya, santo y así. Ayer lucía en su cuello fino un collar de perlas,  la nariz aguileña, la cara ovalada y los ojitos, en conjunto con el cabello pelirrojo y corto, daba la impresión de hablar con un fósforo católico. 

La mayoría de sus compañeros del ministerio de música habían fallecido, y una vez vi a una chica nueva tocando la guitarra, pobre, Bernardita le quería decir como tocar, en qué nota, desde donde y en qué ritmo. Era la primera mujer en la historia de la parroquia interesada medianamente en acompañar con la guitarra a los feligreses, lástima la Bernardita la corrió con sus críticas, que tocaba muy rápido, que no se sabía la letra, que no le entendía. Así es, Bernardita solo aceptaba hombres al mando de cualquier cosa. Una vez pregunté a un antiguo vecino cuál era la verdadera historia de Bernardita para averiguar por qué ella era así:

Pero que vieja de mierrrda. Siempre haciendo la vida imposible al resto; la mujer vivía golpeada por el marido, murió solo el hombre. Sus hijos viven en el mismo barrio pero ninguno la visitaindagué un poco más. Creo que aprovechó para contarme más porque el templo permanecía cerrado y habíamos llegado temprano por coincidenciaBernardita era la joven más deseada hace unos cincuenta y cinco años, sus caderas atrapaban al pasar, nos volvía locos, sus aretes colgantes y sus blusas de seda tenían bolados que bailaban, cada tanto acomodaba las flores blancas en los banco para los casamientos y bautismos—Inspiró y colocó las manos en los bolsillos, sonrió—Una vez nos retó porque entramos a la iglesia con bermudas en vez de pantalones, es que ese día hacía un calor de perros—alzó los hombros y negó con la cabeza—, estábamos de paso nadie quería entrar realmente, pero para buscarle pleito, entramos igual. Su cabello pelirrojo era largo y ondulado hasta los pechos y era igual de mandona.

Reflexionando con lo que decía aquel hombre, supuse que cuando el agredido no sana las heridas ataca impiadoso; está a la defensiva todo el tiempo, como antes con su opresor. Sus ojos brillaron, miré la hora, faltaban diez minutos para que vinera la secretaria y el padre abriera el portón. Necesitaba mi partida de bautismo, quería casarme.

—Cuando llegaban las fechas patronales, se hacían rifas, empanadas, pastelitos de membrillo, batata…—escuchamos un motor y miramos hacia la calle a ver si venía alguien, pasó de largo un Toyota. Bajó un escalón y acomodó su tapado negro de botones dorados. Quiso estirar las piernas creo, no era fácil con su edad aguantar el frío de la tarde, le debía doler algo porque hizo una mueca Y ella les decía hasta cómo deberían ser los repulgues de la masa, es una mujer obsesiva ¡Y las velas! No sabes cómo era con las velas del altar, debían prenderse únicamente cinco minutos antes de la celebraciónAlcé las cejas.

—No me diga.

—Sí, insoportable. Bueno, dicen que su marido la dejó, aunque no creo que sea todo.

—Cómo todo.

—Y sí para mí hay otro lado de la historia, acá son chusmas y siempre van a contar la versión de ella ¿Y la del hombre? No puede ser que ella sea la víctima, la relación de pareja es de dos ¿No le parece?

—Y puede que sí, es algo que nunca vamos a saber.

Suspiró impaciente, miró la esquina, ya eran las siete en punto en cualquier momento se acercaría alguien. Y la vi, era Bernardita que bajaba de un taxi apurada y retándole al chofer, se quejó de su tardanza. El chofer arrancó y se perdió en la profundidad de la neblina.

En treinta minutos comenzaría la misa. Concentrada en ella no me percaté del arma que apuntaba a su cabeza, el estruendo dejó mis tímpanos pitando. Grité, yacía desparramada con rosas blancas en el suelo, la sangre se mezclaba con su cabello rojo y cuando me volví levanté las manos rendido ante el homicida. Nunca imaginé morirme frente a una iglesia, pero no me apuntaba a mí, él solo se voló los sesos. Era él, el hombre violento del que hablábamos. Y yo caí perturbado en uno de los escalones, las arcadas no me dieron tiempo a rezar, ni agradecer mi suerte como me hubiera gustado hacer después. El templo se abrió desde dentro y el sacerdote vino corriendo.


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