BERNARDITA
Doña Bernardita, mejor conocida por
los malintencionados como: cucaracha de iglesia, vio crecer a todos los niños
que se sentaban en el primer banco durante las misas de catequesis, ellos sí
que aprendieron a entenderle los gestos del sermón. Guiaba la celebración con
estricta voz de gallo, escogía estratégicamente a los lectores del salmo porque
sabía qué caras vería cada domingo y donde se ubicarían. Creía ayudar al
sacerdote y daba consejos vitalicios aunque nadie se los pedía, cantaba
desentonada las canciones: de entrada, perdón, gloria, aleluya, santo y así. Ayer
lucía en su cuello fino un collar de perlas, la nariz aguileña, la cara ovalada y los
ojitos, en conjunto con el cabello pelirrojo y corto, daba la impresión de
hablar con un fósforo católico.
La mayoría de sus compañeros del ministerio
de música habían fallecido, y una vez vi a una chica nueva tocando la guitarra,
pobre, Bernardita le quería decir como tocar, en qué nota, desde donde y en qué
ritmo. Era la primera mujer en la historia de la parroquia interesada
medianamente en acompañar con la guitarra a los feligreses, lástima la
Bernardita la corrió con sus críticas, que tocaba muy rápido, que no se sabía
la letra, que no le entendía. Así es, Bernardita solo aceptaba hombres al mando
de cualquier cosa. Una vez pregunté a un antiguo vecino cuál era la verdadera historia
de Bernardita para averiguar por qué ella era así:
—Pero que vieja de mierrrda.
Siempre haciendo la vida imposible al resto; la mujer vivía golpeada por el
marido, murió solo el hombre. Sus hijos viven en el mismo barrio pero ninguno
la visita—indagué
un poco más. Creo que aprovechó para contarme más porque el templo permanecía cerrado
y habíamos llegado temprano por coincidencia—Bernardita era la joven más
deseada hace unos cincuenta y cinco años, sus caderas atrapaban al pasar, nos
volvía locos, sus aretes colgantes y sus blusas de seda tenían bolados que
bailaban, cada tanto acomodaba las flores blancas en los banco para los
casamientos y bautismos—Inspiró y colocó las manos en los bolsillos, sonrió—Una vez nos
retó porque entramos a la iglesia con bermudas en vez de pantalones, es que ese
día hacía un calor de perros—alzó los hombros y negó con la cabeza—, estábamos
de paso nadie quería entrar realmente, pero para buscarle pleito, entramos
igual. Su cabello pelirrojo era largo y ondulado hasta los pechos y era
igual de mandona.
Reflexionando con lo que decía aquel
hombre, supuse que cuando el agredido no sana las heridas ataca impiadoso; está
a la defensiva todo el tiempo, como antes con su opresor. Sus ojos
brillaron, miré la hora, faltaban diez minutos para que vinera la secretaria y el padre
abriera el portón. Necesitaba mi partida de bautismo, quería casarme.
—Cuando llegaban las fechas patronales,
se hacían rifas, empanadas, pastelitos de membrillo, batata…—escuchamos un motor
y miramos hacia la calle a ver si venía alguien, pasó de largo un Toyota. Bajó
un escalón y acomodó su tapado negro de botones dorados. Quiso estirar
las piernas creo, no era fácil con su edad aguantar el frío de la tarde, le
debía doler algo porque hizo una mueca —Y ella les decía hasta cómo deberían
ser los repulgues de la masa, es una mujer obsesiva ¡Y las velas! No sabes cómo
era con las velas del altar, debían prenderse únicamente cinco minutos antes de
la celebración—Alcé las cejas.
—No me diga.
—Sí, insoportable. Bueno, dicen que su
marido la dejó, aunque no creo que sea todo.
—Cómo todo.
—Y sí para mí hay otro lado de la
historia, acá son chusmas y siempre van a contar la versión de ella ¿Y la del
hombre? No puede ser que ella sea la víctima, la relación de pareja es de dos
¿No le parece?
—Y puede que sí, es algo que nunca
vamos a saber.
Suspiró impaciente, miró la
esquina, ya eran las siete en punto en cualquier momento se acercaría alguien.
Y la vi, era Bernardita que bajaba de un taxi apurada y retándole al chofer, se
quejó de su tardanza. El chofer arrancó y se perdió en la profundidad de la
neblina.
En treinta minutos comenzaría la
misa. Concentrada en ella no me percaté del arma que apuntaba a su cabeza, el
estruendo dejó mis tímpanos pitando. Grité, yacía desparramada con rosas
blancas en el suelo, la sangre se mezclaba con su cabello rojo y
cuando me volví levanté las manos rendido ante el homicida. Nunca imaginé
morirme frente a una iglesia, pero no me apuntaba a mí, él solo se voló los
sesos. Era él, el hombre violento del que hablábamos. Y yo caí perturbado en uno
de los escalones, las arcadas no me dieron tiempo a rezar, ni agradecer mi
suerte como me hubiera gustado hacer después. El templo se abrió desde dentro y
el sacerdote vino corriendo.
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