Vamos a ver a la bruja
Florencia pedía fortaleza cuando
rezaba el Padrenuestro en la capilla de la escuela. La angustia se acumulaba en
sus recientes once años. ¿Quién era ella? ¿Quién era su madre biológica?, se
preguntaba. Cada tanto, oía comentarios de los vecinos como: “La niña es un regalo
de Dios y vino del cielo”, y reía avergonzada por su cabello lacio, sus labios
gruesos, y la estatura que no concordaba con la fisionomía de sus familiares
adoptivos.
Un
día llegó a la casa y encontró a su tía amasando chipa con ayuda de su vecino Roberto.
Entre chistes, los dos se habían empolvado de harina. La tía le decía que así
de blanco se veía canoso como su padre. Roberto sacudió la cabeza, y el polvo
blanco flotó entre la claridad del mediodía. Respondió a la tía que gracias a
la harina se parecía más a su hermana. Florencia carraspeó, y los dos callaron.
Roberto
miró expectante y la saludó. Había llegado antes del colegio sin avisarle y
supuso que por eso estaba enojada. La conocía bien: prácticamente se habían
criado como hermanos.
Ella
no aguantaba más, pensaba que todos tenían un familiar a quien parecerse. Todos
menos ella. Respiró hondo y confrontó a su tía sin remordimientos:
—Tía,
necesito saber, ya estoy grande para enterarme.
—Flor,
tu mamá no me dio permiso todavía. Ella te va contar, estoy segura. Todo tiene
su tiempo, ¿sí?
Decepcionada,
Florencia bajó la vista. La tía era cómplice en lograr todos sus éxitos
propuestos en la vida, desde las buenas notas en Matemática hasta las tareas de
Historia en el cuaderno, pero también era leal a su hermana menor. Miró a
Roberto, que sentado de piernas abiertas y con el brazo apoyado en el respaldo
de la silla, levantó el mentón y vocalizó mudo las palabras: “¡Te dije!”
—Y
puede que… —La tía dio esperanzas.— Rosa no me haya dicho nada sobre los
papeles que están en un folio dentro de la caja fuerte. —Guiñó el ojo. Los
chicos juraron estar agradecidos con ella el resto de sus vidas, y corrieron al
cuarto.
Florencia
había revisado la caja fuerte antes, varias veces y sin resultado, pensando en
que quizás su madre escondía algún recuerdo, alguna pista de su identidad. Sabía que la llave de la caja se ocultaba bajo
la maceta de suculenta en el alféizar.
Colocó
la llave en la caja y la giró. Abrió y rebuscó entre ahorros y carpetas; las
tenía memorizadas. No vio nada inusual. Palpó y golpeó el fondo de la caja
fuerte. Oyó un sonido opaco, empujó el fondo y lo sintió flojo. Deslizó el
hierro y se detuvo.
Roberto
había quedado en la puerta vigilando el pasillo, agitó la mano apurando el
trámite.
—¿Qué
pasa? —preguntó nervioso.
—Hay
un hueco en la pared que tapa la caja fuerte.
Sacó
del hueco varios pliegos envueltos en un folio y tapó el hueco como estaba.
Callada, se sentó en la cama y desarmó el papelerío. Las sentencias de adopción
tenían las firmas de la jueza de familia y, en la partida de nacimiento
amarillenta figuraba el nombre de una mujer: “Nicasia Bitochi”. El domicilio
quedaba en el kilómetro 1305 de la ruta 12. Roberto sacó el celular —mediante
permiso de los padres podía investigar en internet con la excusa de estudiar
cuando quisiera, y Florencia lo envidiaba porque no tenía ese lujo—. Buscaron
en el mapa de las rutas argentinas y descubrieron que quedaba en San
Ignacio.
Ella le
mostró los documentos a Roberto: había una foto pequeña de una beba con vestido
blanco de encaje. De la mujer, ninguna.
—¡Mirá!:
no queda lejos —dijo Roberto—. Podemos ir a buscarla mañana en vez de ir al
colegio. Tendríamos que ir a la terminal, tomamos el colectivo, calculamos la
hora. No vamos a estar toda la mañana, antes de las doce y media volvemos.
Insegura,
Flor rechazó el ofrecimiento: Rosa emprendería la búsqueda ni bien pasara el
mediodía y ella quedaría castigada todo el año. Sería paciente: su madre iba a
decirle tarde o temprano quién era Bitochi. Iba a contarle de dónde era, por
qué no la podía mantener, si era buena o mala persona, qué hacía, cómo era su
casa…
—Si
hablás con tu mamá, a lo mejor te cuente.
—Capaz.
—¡Ya
es hora de que nos escapemos como juramos hace años! —Roberto saltó de la cama
y sonrió.
—¡Shhh!
—chistó Florencia —. La tía escucha todo. Voy a intentar con mamá una vez más
—prometió tomándolo de los hombros—, y si no me cuenta, nos vamos.
Guardaron
todo en su lugar. Ella anotó la dirección y el nombre con lápiz, dobló el papel
y lo escondió en el bolsillo de Roberto. Se desafiaron para ver quién corría
más rápido y llegaba primero a probar las chipas amasadas y el mate cocido
hecho por la tía. La tarde regalaba su mejor cara entre tareas y juegos.
Después
de que se fueron Roberto y la tía, la señora Rosa llegó más cansada que de
costumbre, se bañó, calentó el guiso que había sobrado del almuerzo y cenaron
juntas. Su hija, ansiosa, mintió:
—Mamá,
mañana tenemos tarea para Lengua: hay que llevar una historia que nos
identifique. —Doña Rosa pestañeaba lento, rascó sus ojos estancados en la
televisión.
—Me
alegro, hija, espero te vaya bien.
—Con
Roberto nos gustaría escribir sobre nuestras madres. —Rosa masticó más lento.
—¿Podrías contarme cómo era mi mamá anterior?
—No
sé nada de ella, hija, no la conocí.
—¿Nunca
la viste? —Florencia se apartó de la mesa.
—No,
no la vi, me inscribí en el registro de adoptantes y después de años, me
llamaron, como te conté. Tenías tres añitos en la casa de niñas y bueno, éramos
dos para cuidarte en aquel entonces. Podemos comenzar por preguntar en la casa
de niñas si querés, hija.
—Escuché
que su apellido es Bitochi. —No toleraba esperar una semana más sin noticias, y
tampoco quería contarle que revisó la caja fuerte a escondidas.
—¿Quién
te dijo eso? Hija, no vayas sola a buscarla: es peligroso.
—Dijiste
que no sabías nada de ella, ¿por qué es peligroso?
Rosa
tragó saliva.
—Vamos
a ir juntas y lo vas a descubrir —prometió.
—¿Cuándo?
¿Cuándo vamos a ir?
—No
sé, Florcita, no sé, trabajo día y noche para mantener esta casa y tener comida
en la mesa. Tené paciencia, voy a organizarme, tampoco quiero decirte un día si
después no voy a poder ir.
—Bueno,
ma, gracias igual. Hasta mañana.
Apagó
el velador y reposó pensativa en su cama. Miró el guardapolvo doblado en la silla.
La luz de la luna llena venía del otro lado de la ventana abierta y resaltaba
su blancura. Cerró los ojos.
Cargó
una botella de agua a la mochila y varias chipas. Saludó a Roberto en la
terminal de colectivos. Ahora ejecutarían juntos el plan ideado en caso de que
la señora Rosa persistiera en su negativa.
—¿Trajiste
todo? —quiso saber Florencia.
—Celular,
plata, agua y chicle para dejar rastros por si nos perdemos. Un cuchillo,
cereal y el silbato de papá.
Compraron
los pasajes, esperaron una hora en el andén. Roberto había impreso una
autorización con la firma falsa de sus padres y la de doña Rosa, por si alguien
preguntaba. Se acomodaron en el fondo del colectivo de larga distancia. El
viaje iba liviano, no había niños llorando y el pinar rozaba veloz las
ventanas.
La
culpa por escapar contaminaba los pensamientos de Florencia, pero encontró
fortaleza apretando la mano de Roberto que reposaba en el apoyabrazos. Él le
correspondió con una sonrisa amena. Vieron a un gendarme cuando pasaban el
peaje. Roberto abrazó a la anciana que dormía delante de ellos y pellizcó a su
amiga para que lo imitara. Ella obedeció. El gendarme desvió la mirada y la
anciana despertó sorprendida.
—Más
vale que no tardemos mucho porque en cualquier momento nos pueden atrapar —dijo
Roberto escabulléndose de nuevo en el asiento.
Cuando
bajaron las escaleras del colectivo, el chofer notó que la señora con quien
hablaron durante el viaje no los acompañaba. Preguntó desconfiado:
—¿A
dónde van?
Florencia
tartamudeó y Roberto la codeó.
—Vienen
a buscarnos, señor, nuestra escuela está acá cerca.
El
colectivo se perdió en la lejanía.
Roberto
viajaba todos los años con sus padres a las ruinas de San Ignacio en Semana
Santa, así que conocía bien la zona y algunos de sus mitos. La parada era en la
lomada del kilómetro 1305. Podían ver ondas de calor en pavimento, y en la
lejanía las ondas hacían bailar los pinos y las líneas blancas de la ruta. Aunque
habían llegado a la dirección exacta, no había casa: sólo la parada, y un
verdulero corpulento y moreno, que acomodaba peras y manzanas en cajas de
madera para vender.
—Buen
día, señor —dijo Roberto.
—Etán perdido —respondió el hombre.
—No,
no, queremos preguntarle… Estamos buscando a la señora Nicasia Bitochi.
El
verdulero se inclinó y les dijo que no era bueno que estuviesen solos allí, que
deberían volver con sus padres.
—Por
favor, señor, si sabe algo sobre esa mujer, nos ayudaría mucho —y señaló a su
amiga—: ella es su hija.
El
hombre llevaba una gorra cuya sombra cubría las arrugas. Notaron que le
faltaban algunos dientes.
—¡Mira
vo! La bruja tiene hija —dijo sorprendido—.
La Bitochi vive entre lo pino, al
otro lado de la ruta. —Extendió el brazo hacia la entrada de un sendero, y
volvió a acomodar las manzanas.
Roberto,
pálido como las líneas que marcaban la ruta, no se animó a consultar más. Florencia
en cambio, se armó de valor:
—Señor,
¿usted dijo "Bruja"? —bajó el tono de voz como si alguien más
estuviera escuchando.
—Pero
on pariente, no creo que le haga náa. Zi era gente estraña, bueno, le diría que e
peligroso, pero como zon familia... —
y alzó los hombros.
Los
chicos agradecieron, cruzaron la ruta y se adentraron en el sendero de tierra
colorada. Roberto caminaba incómodo, con olfato, vista y oídos alarmados. Miró
el teléfono calculando el tiempo: eran las ocho de la mañana, tendrían
exactamente cuatro horas más para volver.
Un
perro negro cruzó frente a ellos, y Roberto gritó aterrado. El perro levantó
sus puntiagudas orejas y los contempló, ladró y se perdió en la maleza. En la
tierra había dibujadas cruces invertidas y otros símbolos incomprensibles. Aprovecharon
para pegar rastros de chicles en los troncos.
En
el bosque, el camino se fue cerrando, y donde antes entraban juntos de lado,
ahora iban uno detrás del otro, y las ramas los rasguñaban al pasar.
Unos
gruñidos los estremecieron. Luego hubo un silencio de ultratumba.
Se
detuvieron impresionados por las ramas imponentes y retorcidas de un chivato. Florencia
tocó su tronco, y más allá pudo ver una casa de ladrillos con una antena de
metal herrumbrada. Entonces, otra vez escucharon los gruñidos, que más parecían
de osos que de perros. A lo lejos distinguieron entre el pastizal a un perrazo
que se aproximaba salvajemente con la boca llena de espuma. También oyeron pasos
apresurados. Cuando se dieron vuelta, el verdulero arremetía contra ellos como
en trance. La gorra le hacía sombra y ocultaba su rostro. Roberto preparó el
cuchillo para enfrentarlo.
—¡Escalemos
el chivato!
—¡No
voy a subir, Roberto!
—¡No
discutas ahora! —La alzó y empujó, aguantando el peso para que ella pudiera
escalar el tronco. —¡Dale, dale!
El
verdulero embistió a Roberto, que cayó entre los helechos y se desmayó. Después
el hombre tironeó del pie de la niña hasta bajarla del árbol. Enganchó sus
brazos con los de Florencia, la acomodó espalda contra espalda, hasta dejarla
en posición supina.
Ella
pateó y arañó, intentó morderlo, pero los movimientos eran implacables; el
agresor actuaba con fuerza y sin pestañear. Corrió hasta la casa de ladrillos,
ignorando los alaridos de su presa.
La
fachada cuadrada de ladrillos enmohecidos y la antena oxidada de la casa, que
tenía una sola ventana, daban la impresión de una escuela rural abandonada. A
la entrada había unos cuantos árboles caídos. Las secas y grandes raíces se
torcían mirando a la casa. Florencia imaginó que habían sido arrancados del
suelo al mismo tiempo.
Una
mujer enana de cabello ceniza salió a recibirlos con los brazos en jarras. Le hizo
señas al verdulero de que llevara adentro a la niña, y le advirtió a ella que
no gritara más.
Roberto
despertó perturbado. Encontró su Victorinox tirada entre el pastizal, y la
guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
No
sabía si ir a recuperar a su amiga o si salir a la ruta a pedir ayuda al
pueblo. "No, no voy a abandonarla a merced de una bruja, no podría vivir
con eso", pensó. Sacó el teléfono y marcó el número de su madre. Sospechó
el castigo que le aguardaba si se enteraba de la fuga: eso sólo metería en líos
a ambos. Abandonando aquella idea, guardó el teléfono. Buscó debajo de la
chomba el dije de cruz dorado y lo encerró en su puño.
Agazapado
en el yuyal, rodeó la casa. Intuyó que todavía podían escapar sin escandalizar
a la familia.
Florencia
comparó el mentón pronunciado y la nariz aguileña de Bitochi con sus propios
rasgos. No coincidían. En los ojos grandes y apagados, en cambio, se identificó,
esperanzada. Bitochi la invitó a sentarse a la mesa y le sirvió un tazón de
agua. El verdulero se paró al lado de la puerta. Miraba fijamente la nada, no
hablaba.
—Ya
podés volver a la ruta —dijo Bitochi. El hombre abrió la puerta y se fue;
después la— anciana se volvió hacia ella—: No creí que vinieras sola. Florencia,
preocupada, pensó en Roberto—. La gente ataca lo que le asusta, por eso tengo
amigos.
—Señora,
¿usted es Nicasia Bitochi?
La
bruja asintió.
—Soy
su hija. —Florencia le mostró el folio con los documentos y se preguntó si la
anciana sabría leerlos. Ésta los ignoró.
—Muchas
dijeron lo mismo. —Las uñas largas, rotas y puntiagudas tamborileaban
rítmicamente sobre la vieja mesa. —¿Querés un trabajito?
—No,
sólo quería conocerla. Si no cree en los documentos, ¿cómo podría demostrar que
soy su hija?
Bitochi
se levantó con dificultad y fue hasta otra puerta al lado de un cúmulo de ollas
negras. Cuando la abrió, Florencia notó un colchón fino en el suelo como único
mueble de la habitación alumbrado por la claridad.
Nicasia
apareció con una muñeca de trapo de vestido gris: hilos de lana cubrían la
pequeña cabeza simulando rizos rojizos, dos botones negros hacían de ojos.
Bitochi sentó a la muñeca sobre la mesa, delante del tazón. Primero Florencia
no la reconoció, tocó la cara sin nariz ni boca, la tela gris del vestido
triangular, y de pronto se vio frente a la ruta, a llanto vivo, abrazando
desconsolada a esa misma muñeca, en aquel momento enorme. Luces azules giraban
violentas ese día, los uniformados la habían distraído con caramelos, y como
efecto, la niña había dejado caer la muñeca, que quedó tirada frente a un pino
y la miraba desde el suelo, del otro lado de la ventanilla del patrullero.
Florencia
se paró y empujó la silla hacia atrás.
Roberto
escuchó voces y ladridos, temió que los perros lo encontraran. Avistó un tronco
hueco frente a la casa, y se escondió adentro. Después de un silencio
tranquilizador, se asomó para ver si no había moros en la costa. Cerca de su
escondite, distinguió a dos personas muy pequeñas y regordetas. Peleaban entre
ellas. Una era pálida y tenía forma de huevo; la otra era cuadrada, fornida y negra
como carbón. Acaso serían duendes.
—¿Es
la hija? —dijo el duende negro—.¡¿Cómo no supiste?! ¡Ahora la vieja nos va a
retar!
—Mi
culpa no es. ¡No se le parece en nada!
Roberto
contuvo la respiración temiendo que pudieran oírlo. Miró hacia abajo.
Fragmentos de huesos pequeños y carcomidos cerca de sus pies lo paralizaron,
los gusanos se le pegaban a los zapatos. El hedor hacía cosquillas en su nariz.
Tosió asqueado. Lamentó el error cuando vio a los duendes bloquearle la salida
en los extremos del tronco. Las carcajadas unísonas de los enanos espantaron a
los horneros del bosque.
—¡Tenemos
visitas! —gritaron.
Dentro
de la casa, Florencia no podía entender su primer recuerdo de niña invocado
gracias a la muñeca.
—Alguien
tiene que heredarme. —Nicasia le tendió los brazos, pero Florencia se
alejó.
—¿Me
abandonaste en el bosque?
—No
me dejabas hacer los trabajitos.
Esas
palabras chocaron contra ella y la liberaron de querer saber más.
—¡Hija,
volviste a tomar tu camino! —La niña frenó el impulso de contradecirle.
La
puerta se abrió, y los duendes entraron sosteniendo a Roberto atado de pies y
manos con un cordón. Le habían hecho morder un mango para que no gritara, y lo
acostaron sobre la mesa.
—Con
que viniste sola, eh.
Florencia
bajó la mirada y abrazó a Roberto para desatarlo.
—¡¿Qué
hicieron con mi amigo?! ¿Dónde está su mochila?
Los
duendes se señalaron entre sí.
—Si
la jefa quiere, se la entregamos —dijo riendo el blanco.
Bitochi
se distrajo mirando en el sendero de tierra a través de la ventana, y comentó:
—Antes
usábamos las flores de los chivatos para escondernos; los pétalos nos servían
como protección contra los pueblerinos. Venían a pedirnos trabajitos, pero
después querían vengarse, y nos atacaban con palas, piedras y fuego. —Lanzó una
carcajada. —¡Los sacaba de quicio! Se desorientaban en sus débiles mentes, revivían
los demonios internos. —Bitochi entornó los ojos. —Ahora sólo nos queda un
árbol para perder a los intrusos con ayuda de los símbolos en el camino. —Se
apartó de la ventana y miró a Florencia. —Somos ángeles caídos, Florcita,
dinamita de la mejor. ¡Es momento de que elijas tu sangre!
Roberto
escupió el mango y gritó:
—¡No
hagas caso!
El
duende carbón lo pellizcó para que abriera la boca, y sacó de su gastada
riñonera otro mango. Se lo metió,
ahogando el grito.
—No
viniste sólo por cariño, Florcita: querías saber quién eras —dijo la bruja—. No
cualquiera tiene esa fuerza. Si no viniste a seguir mis pasos, ¿para qué
viniste?
Florencia
comprendió que su verdadero hogar esperaba lejos. ¿Y si no pudiera volver jamás
a ver a Rosa, a su tía, a las amigas del colegio…? Tenía que encontrar la forma
de escapar. ¿Cómo engañar a los duendes y a la bruja?
Ideó
un plan.
—Tenés
razón —dijo—: Quiero abandonar mi vida anterior y saber de qué soy capaz —Bitochi,
que había acercado a Roberto sus largas uñas, se detuvo y la miró sorprendida—.
¿Es verdad que tenés poder sobre los duendes?
—¡Claro!
—fanfarroneó la bruja—. Vamos afuera, te voy a enseñar. —Les habló a los
duendes—: Vos salí conmigo —hizo seña al albino—, vos vigilá.
El
duende negro refunfuñó, y su compañero se burló de él.
Bitochi
mandó al duende blanco a escalar la copa de un pino, y después subió y bajó el
dedo un montón de veces y el enano restregaba el cuerpo contra la coraza del
tronco. La bruja reía exaltada.
Aprovechando
las manos atadas detrás de la espalda, Roberto sacó la navaja del pantalón,
cortó la soga y liberó una mano. Después permaneció inmóvil fingiendo seguir
atado. El duende carbón se dio vuelta para cebarse un mate y cantó una melodía
acerca de embadurnar a su prisionero en ajo y perejil. Roberto se despojó de la
cuerda, saltó de la mesa, y golpeó al duende con el mango de la Victorinox. Abrió
la puerta.
Nicasia
y Florencia se dieron vuelta al escuchar el ruido.
Por
instinto, y antes que la bruja pudiera conjurar, Roberto se arrancó el
crucifijo y se lo arrojó a Bitochi. Tomó la mano de su amiga y corrió hacia el
sendero. Sacó el silbato y sopló en busca de ayuda hasta quedarse sin aire.
Mientras
corrían, escucharon las risotadas de Bitochi. Una niebla grisácea fue cubriendo
el bosque. La carcajada se convirtió en llanto, y los perros aullaron. Cada
tanto, los chicos miraban hacia atrás. Así vieron cómo Bitochi se acuclilló, vulnerable,
los ojos se le hundían en dos huecos profundos, el mentón huesudo y las orejas
sobresalían escuálidas. El cabello, al igual que todo su cuerpo, se fue
encogiendo.
Una
vez pisadas las flores caídas del chivato, boquearon exhaustos. Roberto sacó el
celular, llamó al 911, y le compartió a su madre la ubicación geográfica.
Siguieron corriendo, guiándose por los chicles pegados en los troncos. Los
duendes y los perros se les acercaban en estampida. Los chicos ya veían la ruta,
pero el verdulero, de brazos cruzados, se interpuso en el camino.
Entonces,
una fuerza interior emergió de Florencia, que se convenció de no morir en aquel
bosque sin nombre. No había visto ni un poco de remordimiento en los ojos de
Bitochi. Recordó la muñeca gris; eso la quemó por dentro. Un viento de tormenta
sacudió el pinar, y Roberto miró al cielo; nubes negras vinieron arremolinadas
y techaron sus cabezas. Los perros y los duendes huyeron asustados por donde
habían venido.
Los
amigos se miraron y se tomaron de la mano para embestir al verdulero, el último
obstáculo. Pero el hombre se hizo a un lado, dejándolos huir. Un patrullero de
la Unidad Regional 13 estacionó derrapando frente a ellos, y los policías los
llamaron.
Subieron
temblando al auto y se abrazaron en el asiento de atrás, mientras un oficial interrogaba
al verdulero.
El
teléfono de Roberto sonaba como loco. El policía al volante no paraba de
preguntarles cosas.
Florencia
bajó la vista. Junto a ellos encontró a la muñeca de ojos cosidos, que los
acompañaba sentadita en el tapizado.