El
deseo de Nacho
Era la noche del Miércoles Santo, y Nacho,
encerrado en su pieza y mareado y aburrido con los números de la maldita tarea
de matemáticas, siguió dibujando la cara de su mamá, aprovechando que el viejo
había salido. La recordaba como una mujer muy buena y amorosa ―al menos, eso le
decían―, pero el único problema era que debía dibujarla de memoria.
Consiguió ponerle un poco más de luz
a los ojos, y se quedó mirando el dibujo, la pera apoyada en el brazo.
―Así estás viva ―dijo, pensando en
voz alta―. Yo sé que así te hago viva, porque la de Formación Ética nos enseñó que
es muy lindo eso de “honrar y recordar a los muertos”. Y lo mismo dijeron en la
parroquia el otro día. Y
acá en casa no hay cuadros o adornos tuyos, salvo el álbum.
El álbum. El álbum era lo único que revivía
esa sonrisa. La sonrisa luminosa que lo ayudaba a tratar de dormirse en esas
noches raras en que se quedaba despierto pensando cualquiera. Y sin decidirse a
rezar por el alma de su mamá. Porque su mamá había sido tan buena que seguro ni
había pisado el Purgatorio.
De nuevo se cortó la luz, y Nacho dejó
los lápices sobre el escritorio y se levantó de esa silla medio desencolada.
¿Dónde habría dejado aquel el
encendedor? Seguro que al lado del matavida, como él llamaba al paquete de
Camel del viejo.
El viejo. Tenía que encontrar el
celu, y llamarlo para avisarle del corte.
Tanteó el marco de la puerta y las
paredes, saliendo del dormitorio, y caminó hasta la cocina: la luz de la luna,
que entraba por las ventanas, echaba luces y sombras que le ponían los pelos de
punta; menos mal que encontró enseguida el encendedor entre la bacha y el matavida.
Encaró hacia el balcón, y al abrir
la puerta ventana se dio cuenta de que todo el edificio estaba sin luz. Contempló
cautivado la nitidez de las estrellas y los cráteres de aquella inmensa luna. Y
lo trajo de nuevo a la realidad el chistido de don Roberto.
—¡Estamos sin luz, Nachito! ―le dijo
el vecino, desde el balcón de enfrente―. ¿Todo bien? ¿Cómo va la escuela?
—Hola, don Róber, todo bien. Miré el
encendedor que me encontré en la mesada de la cocina. —Al girar el pedernal, brotó
una llama, y Nacho se preguntó si aquel viejo no pensaría de él que era un
chico bastante estúpido. Aparte, mentiroso: él no se lo había encontrado al
encendedor, en realidad acababa de choreárselo.
—Bueno, y Pablo todavía no llegó.
—No, papá todavía está trabajando. Estoy
solo.
El viejo entrecerró la mirada, como
si estuviera midiéndolo.
—Che, nene ―dijo―. ¿El sábado no es
tu cumple?
—Sí, don Róber, este año cae justo en
Sábado de Gloria. ¿Por qué lo dice?
—Y no se te ocurre invitarme a vos. Está
pronosticado tormenta, justo para ese día. El día de tu cumpleaños. Vos sí que
sos llorón, eh.
Nacho recordó aquello de que, si
llueve en el cumpleaños de uno, ese uno es un marica. Mejor no invito a nadie y
listo, pensó. Pero dijo lo primero que se le vino a la mente:
—Y si vuelve la luz, capaz. Si no,
cómo lo voy a ver para invitarlo.
Oyó la voz seca de don Roberto perderse
en un eco entre los edificios que los separaban:
—Bueno, nene. Cualquier cosa, vos
pegá un chiflido. Voy a andar acá en el balcón, que está lindo el fresco.
Nacho pegó la vuelta, y fue
alumbrando su camino con el encendedor. Pero no se dio cuenta del sillón de
pana de la sala, y al llevárselo puesto se lastimó el dedo meñique del pie.
—¡Ay! —El choque le entumeció el
dedo, y debió renguear para volver a la mesada. Se quedó parado, acechado por
el silencio y las sombras geométricas de las sillas, la mesa y el florero. Y
dijo, en voz baja―: Lo bueno del corte —hablaba así porque, entre las sombras,
su voz normal lo hubiera atemorizado― es no poder hacer los deberes.
El hormigueo del meñique ya remitía,
y él aprovechó para insistir con la búsqueda de las velas. Sacó de abajo de la
mesa un banquito de madera con su nombre tallado; lo guardaba para encontrar
cosas que no estaban a su altura. Como las velas de papá, que debían de estar
encima de la heladera. Puso el banquito enfrente, y tanteó el tucán de madera
que siempre lo espiaba con los ojos bizcos, unos manteles mal doblados, un
portavela metálico. Y, como los brazos ya le ardían por el esfuerzo, se rindió.
Pensó en qué hubiera hecho su mamá. Mamá
le habría encontrado las velas, y ya tendría superorganizado su cumpleaños del sábado.
Le gustaría poder llamarla a ella, no a papá. Hablar con ella, no con él.
Caminó con cuidado hasta el cuarto
del padre, y abrió el cajón del escritorio. Revolvió un montón de papeles, en
busca del celular reservado para cualquier emergencia. Quería, necesitaba hablar con su mamá. Cada vez
que la imaginaba abrazándolo, el corazón le pesaba menos. Y su respiración se
calmaba. Imaginaba oler un perfume, sería de manzana o de rosas. Un Miss Dior,
un Carolina Herrera como el de las propagandas de modelos que veía en la tele mientras
almorzaban.
Encontró el celular, y se recostó en
la cama del viejo. Panza arriba, seleccionó la aplicación de los contactos,
aunque enseguida retrocedió al menú y eligió la linterna. La luz alumbró el
ropero, eso era lo que quería. Dejó el encendedor sobre la cama, y se dijo que
llamaría a Pablo después de ver otra vez esas fotos: las fotos de mamá. Pablo
guardaba el álbum de la familia debajo de una prolija pila de ropa. Nacho
agarró la pila de remeras y pantalones y la acomodó sobre las sábanas. Apartó
una caja con sus cuadernos viejos de la escuela, y debajo, al fin, confundiéndose
con el fondo del ropero, encontró el álbum, con su tapa dura y la foto del
casamiento ovalada y enmarcada en cobre repujado de palomas y florcitas. Qué
joven y hermosa estaba mamá con su corona de rosas blancas.
—Mamá, te extraño —dijo Nacho, dispuesto
a abrir el álbum, por enésima vez y siempre en secreto.
A la luz de la linterna del celu, contempló
sus fotos de bebé. Mamá lo sostenía en brazos, y soplaba las velas de una torta.
En las de su cumpleaños número tres,
era Pablo quién lo sostenía: mamá ya no estaba. Los abuelos sí. Recordó las
veces que les preguntó por mamá: ¿cómo era mamá antes de morir? Y después de
responderle lo gentil y valiente que era, le regalaban un videojuego nuevo o le
daban plata. Lástima, no había más gente a quién preguntar: los padres de mamá
habían fallecido, y mamá era hija única.
En una de las últimas visitas de sus
abuelos al departamento ―visitas cada vez más espaciadas―, Nacho no aceptó tan
rápido los premios que seguramente le traían. Antes que eso, le tiró algunas
indirectas a la abu, a ver si así soltaba la lengua y le confirmaba sus
sospechas.
—Una mujer inteligente ―dijo la abu,
mirándolo con algo de intriga―. Estudiaba teatro y le gustaba cantar.
Nacho oyó el llavero de su padre, y
enseguida la cerradura de la puerta. Escondió el álbum, y con la linterna verificó
que la caja y la ropa quedaran como estaban antes. Cerró el ropero y huyó de la
habitación. Pero algo volvió sobre sus pasos y de entre las sábanas rescató el
encendedor.
—¡¿Todo bien, Nachito?! Venía caminando,
y no hay luz en toda la cuadra.
—Sí, pa. —Él se acercó a la cocina―.
Te iba a llamar.
—Me dijeron los vecinos que los de
la empresa están arreglando un transformador y van a cortar la luz por cuatro
días más a la tarde —dijo Pablo dejando el maletín sobre la mesa—. ¿Y vos? ―Lo
miró―. ¿Qué estabas haciendo?
—Y nada —dijo Nacho, y con disimulo dejó
el encendedor donde lo había encontrado: entre la bacha y el matavida.
Alumbró con la linterna del celular
la cara del padre, y Pablo debió cubrirse los ojos.
—Bajá eso, Nacho, que compré velas
en el chino. —Abrió el cierre del maletín, sacó una bolsa de nailon y la dejó
sobre la mesa. Después se sacó el saco, y con un largo suspiro se aflojó la
corbata y fue hacia el baño.
Cada vez que Pablo se sacaba el saco
y se aflojaba el nudo de la corbata, Nacho recordaba a Neo, el personaje de su
videojuego online de la Matrix. Lo más similar a Neo no era el traje de
contador de Pablo, sino los pasos rectos, acompasados, como si fueran manejados
por un joystick. Y lo peor del parecido: preguntarle a Pablo por mamá significaba
arrojar a Neo a una piscina vacía.
—¿Pudiste hacer la tarea? —dijo Pablo,
ya desde el baño.
—Ponele —contestó Nacho, y enseguida
recordó lo que vendría: después de ducharse, el viejo iría a su cuarto a
controlarle la tarea.
Corrió a ocultarle los dibujos.
Guardó los lápices adentro del cajón, revisó su mochila y sacó la carpeta de Matemáticas.
Algo debía garabatear, fingir que había trabajado con esas estúpidas cuentas. Pensó
en la nueva calculadora profesional de Pablo, y se tentó de abrirle el maletín
y robársela. Pero, si Pablo se daba cuenta, se iría dando un portazo, y él ya no
podría pedirle que le hablara de mamá. Ya conocía la escena: primero el
reproche y después la culpa. Aquella hubiera querido que hicieras la tarea, le
diría el padre.
Diez ejercicios de signos y
fracciones resueltas en cinco minutos era su nuevo récord. Oyó la puerta de la
heladera, y también el grifo de la canilla de la mesada. Pablo se había
olvidado de controlarle los deberes, menos mal. Y su voz le llegaba ahora desde
la cocina:
—A comer, che.
Cuando Nacho estaba animándose a
preguntarle por mamá, Pablo agarró el celu, y no paró de atender llamados del
trabajo. La cabeza de Nacho explotaba de los nervios, y no tuvo otra que mandarse
a dormir. A tratar de dormir.
La alarma del reloj no lo sorprendió:
los truenos aislados no lo habían dejado dormir. Se levantó rápido, debía
prepararse para ir al colegio. Abrió la puerta del ropero y sacó una percha con
el uniforme medio arrugado: Pablo no lo había planchado muy bien, y él se olvidó
de darle una repasada.
—¿Dónde están mis medias azules, pa?
—preguntó abriendo el cajón —. En el cajón no las veo.
—No tengo idea. Creo que siguen para
lavar.
Nacho oyó los pasos apurados de Pablo,
el cierre del maletín, el fluir de la canilla de la cocina, el chorro de agua llenando
la pava, y el choque de la pava contra la rejilla de la hornalla.
Después de vestirse, Nacho se acercó
al comedor, y vio unas nubes negras que se arremolinaban sobre el balcón y
proyectaban sobre Pablo una luz grisácea.
Como si tuviéramos poca oscuridad
con el corte de luz, se dijo.
Al verlo sentado al viejo entre esa
penumbra, cebándose un mate, se dio cuenta de que andaba de buen ánimo.
―Sentate, Nachito. ―Y el viejo acompañó
la invitación despeinándole el flequillo, y hasta le llenó un plato con
facturas. Y entonces Nacho volvió a meter los pies en el agua, a ver si estaba caliente
o fría:
—¿Vos te acordás... de mamá?
El viejo inclinó la cabeza como
diciendo que sí, y mordisqueó el borde de una tortita negra.
―¿Y podés contarme algo de mamá,
papi? Lo que sea contame. ¿Por qué nunca hablamos de ella?
—Te pido mil disculpas, nene. —Pablo
sorbió lo que le quedaba del mate, con un papel del rollo se limpió de la boca
el azúcar negro―. Pero hoy necesité dormir un poco más. ―Por poco no volcó la yerbera
y la azucarera cuando quiso levantarlas de la mesa. Y el resto de la tortita
quedó olvidado―. Y veo que ya se me hizo tardísimo. ―Se abrochó los botones del
puño de la camisa, y de paso (y sin necesidad) miró la hora en el celu—. Hablamos
en otro momento, ¿dale?
Nacho vio a Pablo levantarse de la
silla, y guardar su agenda, celular y llaves en el maletín. Lo vio ir hasta la
puerta y agarrar la manija, pero antes de salir se dio vuelta y lo miró
sonriendo, y después largó una risa más falsa que esa insoportable cara de risa.
Jamás podría convencerlo el viejo de que estaba todo bien.
―¿Para qué te vestiste, Nachito?
¡Hoy es feriado, es Jueves Santo! —Se agarró la cabeza—. Huy, qué boludo.
―¿Por qué, papi?
―Porque me olvidé de los abuelos. Con
razón querían venir hoy. ¡Ja, ja, ja!
—Vos te reís, pero a mí no me da
ninguna gracia. ¿Qué voy a hacer todo el día? Sin luz no puedo jugar. ―Nacho
tuvo una idea―: ¿Me puedo ir a lo de Eze antes de que se largue la tormenta,
por lo menos? Ya estoy medio cansado de dibujar.
―¿Quién es Eze?
―Ezequiel, un amigo ―mintió Nacho, quien
no tenía a nadie. Pero era mejor salir a la avenida, por lo menos a mirar la
lluvia que estaba por venirse―. ¿Puedo?
El viejo no le contestó ni que sí ni
que no, y encaró de nuevo para la puerta.
—Capaz que vuelvo antes del mediodía,
Nacho. Por el feriado. Estate atento a los abuelos, que vienen alrededor de las
diez. ―Lo miró desde arriba―. ¿Seguro que no tenés clase, vos?
Nacho sintió que estaba apretando la
mandíbula: odiaba que el viejo no confiara en él.
Pablo cruzó el umbral, y cerró la
puerta.
Recién ahí Nacho advirtió el zumbido
de unas moscas que rondaban los platos sucios de anoche.
Agarró el banquito en que la madre le había
pintado su nombre con unas letras preciosas ―medio saltadas ya, era una pena―, y
se subió a la altura de la bacha. Y a fregar con la esponja.
Por encima del murmullo del agua de
la canilla, percibió la llovizna rozando la puerta ventana, que fue a arrimar apenas
un poco: el ruido de las gotas lo hacía sentirse acompañado.
Se le ocurrió una idea: preparar la
llegada de sus abuelos y ordenar todo el departamento, incluido el cuarto de papá.
A lo mejor, así encontraba algo interesante para entretenerse.
Como ver otra vez el álbum, por
ejemplo.
Fue hasta el dormitorio, y abrió la
ventana para que las paredes perdieran el olor a encierro y a humedad, y entrara
viento de lluvia. Mamá se lo había enseñado, eso lo recordaba perfectamente. La
triste luz que venía de la calle alumbró el armario. Nacho lo abrió, y con
cuidado removió la caja y la ropa del padre.
Pero el álbum ya no estaba.
Quedó paralizado, la garganta seca.
―¡Cómo! ―dijo, y sacó y revisó cada
cajón y todas las perchas de terciopelo. Hasta se trajo una silla de la sala
para tantear encima del armario.
Nada. No tuvo suerte.
Para variar, se dijo.
Bajó de la silla y miró bajo del
colchón: más cajas con papeles llenos de números. Recorrió la sala, su cuarto, tumbó
los canastos de ropa sucia, y también los de basura de la cocina y del baño.
Y nada.
Dónde habrá dejado aquel el álbum,
pensó.
Rogó porque simplemente se lo
hubiese escondido.
¿Y si se lo había dejado en el
cordón de la vereda a los cartoneros?
Y entonces fue consciente del abismo
en que lo sepultaba la pérdida, porque, de ser así, ya no le quedaba el más
mínimo recuerdito de mamita Lili.
Se rascó nervioso detrás de la oreja,
como hacía cuando retrasaba la entrada en la ducha. No se preocupó por acomodar
las cosas tan cual estaban antes de que Pablo se fuera al trabajo.
Sonó el timbre. Los abuelos.
Nacho se esmeró por ayudar a esos
dos viejos con las compras para Semana Santa, y durante el almuerzo volvió a
preguntarles por mamá, y por qué no había cuadros de ella en la casa y
solamente ese álbum viejo ―que también ahora había desaparecido (pero eso se lo
calló)―. Y el abuelo le contestó:
—No te preocupes, Nachito: tu papá habrá querido ahorrar para gastar en
un cuadro lindo.
—Seguramente te estará haciendo una
sorpresa para tu cumpleaños. ―La abuela le acomodó el pelo, en una caricia. Lo
miró―. Tu mamá está en el cielo, y te cuida desde allá.
El abuelo le tocó el hombro:
—Tranquilo, Lili está en tu corazón.
Por cómo hablaron, Nacho pensó que
corazón y cielo significaban lo mismo: un lugar donde nada ni nadie te jodía. Y
quiso con toda el alma estar ahí con mamá. Después dudó si darle la razón a
alguno de los abuelos. ¿Su mamá estaba en el cielo, o en el corazón de él? Quizá,
elegir uno de aquellos dos sitios le haría sacar alguna ventaja: a la gente grande
le gusta tener la razón siempre.
Para el almuerzo, apenas llegó Pablo
de la oficina, los abuelos lo llamaron, y los tres se encerraron en el cuarto
del viejo. Nacho sabía muy bien que no hablaban solamente del álbum.
Cuando salieron, Pablo se adelantó a
los viejos y le dijo:
—Mandé a hacer otro álbum más grande,
Nachito, para más fotos. Sé que te gusta mucho, y quería regalártelo el sábado.
—Le palmeó la mejilla—. Ya deberías dejar atrás este tema. —Se rio, y miró a
los abuelos—. ¿No te parece? ―Con una mano en la pera le hizo alzar la mirada―.
Contestame, je, je.
Y encima se ríe, se dijo Nacho, asintiendo
con la mirada baja. Pero decidió no responderle nada al viejo.
Ni él ni los abuelos lo entendían.
Eso era obvio.
A lo mejor pensaban que él era un
bobito. Un nenito bobito que no entiende que la gente, a la larga, termina por
morirse tarde o temprano. Pero no pensaba rendirse. Descubriría la verdad,
aunque eso le costara revolcarse en la cama sin dormir por andar pensando en
cada rincón del departamento. ¿Dónde le faltaba husmear, qué recuerdos debía atar?
Lo que sí, de ahora en adelante desconfiaría de Pablo. De las mentiras de Pablo.
Lindo Jueves Santo, se dijo en la
soledad de su pieza, al recordar que el viejo no había comprado ―todavía, al
menos― ni un solo huevo de Pascua: cuando mamá vivía, ella misma los preparaba,
con “chocolate cobertura”. Un año quiso enseñarle a ponerles confites y
palomitas de azúcar, pero el padre la retó diciéndole que no me hagas marica al
pibe, Liliana.
Nacho entreabrió los ojos pegoteados,
y después de restregárselos vio en el celu que faltaban más de veinte minutos para
las diez. Sí: había llegado la mañana del Viernes Santo. Y seguramente lo habría
despertado el viento que hacía temblar las ventanas. ¿Cuándo se habría largado
la tormenta?
—Qué lindo levantarse sin
despertador —dijo, aunque la cabeza le latía como si hubiera estado toda la
noche con los jueguitos.
Inspiró el aroma de las chipitas que
la abuela ―quién otra― había puesto en el horno. A lo mejor, también se estaba
mandando una torta de choclo y una sopa paraguaya. Eso lo hizo relamerse, y se
imaginó a la mesa, con papá y mamá. Pensó en él álbum. ¿Cómo se le ocurría
desconfiar de Pablo, si era el único papá que tenía, y por eso debía quererlo mucho?
Fue a cepillarse los dientes, y
cruzó el pasillo hacia el baño. Pero, cuando vio el portafolio de Pablo sobre
la mesa en la sala de estar, le volvió el alma al cuerpo: era el único lugar
donde no había buscado aún; ahí tendría que estar el álbum, o por lo menos
encontraría alguna pista. Vio que, si la abuela se daba vuelta, lo descubriría.
Corrió hacia el baño, pero las medias que tenía puestas lo hicieron patinar
directo al inodoro.
—¿Nachito? —dijo la amenazante voz
de la abuela—. Andás por ahí. Más vale que no andes caminando con medias solamente,
o te vas a resfriar. Mirá que cambió el clima, eh: afuera está fresco.
—No,
abuel, ya m ongo unas apatillas. —Nacho
hablaba cepillándose los dientes. Se enjuagó la boca, y escupió esa baba cremosa
justo en el agujero del desagüe.
Por lo menos en algo acerté, se
dijo.
Pasó por la puerta del dormitorio de
Pablo, y no necesitó pegar la oreja para oír los ronquidos: eso le aseguraba la
victoria de no ser descubierto husmeando en su portafolio.
En puntas de pie, vio que la abuela
le daba las espaldas, muy concentrada en la mesada. Debía de estar batiendo la
crema para la rosca de Pascua. En cuanto al abuelo, miraba una peli de Jesús,
de esas maratónicas que emitía el canal paraguayo. Entonces Nacho aprovechó y agarró
el maletín.
Ya en su cuarto, lo abrió.
Y nada.
Nada de nada.
Nada de ningún álbum ni cosa que se
le pareciera.
Pero bueno, ya que estaba...
Abrió cada cierre, y revisó los
bolsillos. Alguna pertenencia de mamá debería de tener Pablo por alguna parte,
lo que fuese. Para estar seguro, sacudió el maletín boca abajo, y así cayeron sobre
la cama todos los cuadernos y los papeles del viejo, y las biromes, y la calculadora
y la tablet. Enseguida palpó algo duro al otro lado del forro. Algo rectangular
como un naipe, pero rígido y que crujía al apretarlo. Y además se iba arrugando
con cada apretón.
—¡Nachito! —la voz de la abuela lo
estremeció—. Vení a desayunar.
—¡Ya voy!
Encontró un agujero en la tela del forro,
metió los deditos y sacó un papel minuciosamente doblado y amarillento.
—¡Nacho! ¡Si no venís vos, voy yo! Y
no precisamente con el desayuno...
—¡Ya voy, abu!
Notó que en el papel había algo escrito,
pero ya no tenía tiempo. ¿Sería algo de mamá, algo escrito por ella? Lo escondió
debajo de la almohada, acomodó los papeles y el resto de las cosas dentro del
maletín, corrió a la cocina y dejó el maletín donde lo había encontrado.
Y yendo para la cocina se le ocurrió
algo que vaya a saber de dónde le vino: si mamá no estaba con él, era porque
Dios debía de tener alguna buena razón para que ella estuviera en el cielo.
A lo mejor, pensó, mamá se cansó de
los grandes, que a veces ―por no decir siempre― hacen y dicen cosas bastante
aburridas. No como Jesusito.
Por la tarde, esperó a que todos se fueran
a dormir la siesta, y cuando oyó los ronquidos se mandó para su cuarto. Desdobló
con mucho cuidado el misterioso papel: era un trozo de papel viejo, arrancado
de una hoja cuadriculada y escrito con birome:
Soy
una artista, Pablo, no un ama de casa. Espero que algún día me perdones, te
dejo la custodia de aquel y no me pidas más.
Lo primero que hizo fue dejar el papel
sobre el escritorio, y se acostó de lado, y se abrazó las rodillas. Cerró los
ojos, intentó dormir. Pero una garra que le trepaba bien de adentro le desgarraba
el pecho y la garganta, y con el correr de la noche la garra se expandió por
todo el cuerpo. La garra le arrugaba el mentón, le carcomía las sienes con un
latido insoportable. Nacho la dejaba hacer, y apretaba sin tregua la mandíbula,
con los ojos inundados.
Qué le costaba a Pablo decirle que
mamá no se había ido al cielo, y que le había dejado una custodia, la casita de
Jesús cuando el cura lo muda al altar. ¿Será la custodia del padre Hugo? Claro:
ese “aquel” que mencionaba mamá debía de ser el cura, lógico. Lo que sí, jamás
Nacho vio por ninguna parte de la casa una custodia. A lo mejor, Pablo ya se la
había entregado al padre. Y las custodias eran carísimas, como él le había oído
decir a Gera, el catequista.
A lo mejor el padre Hugo le había
dejado la custodia a mamá para que la cuidara, y Pablo no quiso, y por eso mamá
se fue. Y lo único que hacía falta para que volviera a casa era devolvérsela.
―Pará de engañarte ―dijo en voz
alta―. No seas tan mentiroso como los grandes.
Se había vuelto a cortar la luz, así
que Nacho ayudó a los abuelos a prender las velas y fue poniéndolas en el baño,
en la cocina y en los dormitorios. Trató de disimular, y durante la tarde no
dejó solo a nadie: que lo vieran, que supieran que él no se iría a encerrar en
su cuarto a llorarse todo. Cada tanto, sí, iba a su cuarto para confirmar que
la nota seguía en su lugar, y ahí la releía a la luz de las velas.
Después de cenar tratando de
mostrarse como el chico que siempre había sido antes de leer aquella basura, volvió
a su cama con la excusa de hacer la tarea de Matemáticas. Y ahí repasó las frías
y crueles cursivas. Quiso quemar ese papel ―quería convencerse de que era un
simple papel―, pero en lugar de eso lo hizo un bollo y lo escondió debajo de la
almohada.
Un trueno lo despertó a mitad de la
noche: la madrugada del Sábado de Gloria silbaba en ráfagas, a tal punto que vibraban
las bisagras de la ventana y se sacudía la débil flama de la vela derretida.
Nacho no podía dormir más, a lo
mejor porque se había acostado más temprano que nunca.
Abrió sin ganas los ojos, imaginó
las palabras de Pablo: Buen día, ¿cómo amaneciste? ¿Ya invitaste a tus amigos?
Más falso que billete de dos pesos.
Sábado de Gloria. Sábado de
cumpleaños. Sábado del peor cumpleaños del mundo mundial.
Nacho aguantó unas horas en la cama,
y cuando la claridad del alba asomó a la pieza se levantó dominado por una furia
de temblores en las manos. Arrancó del cuaderno todos sus dibujos, los abolló,
los tiró a la basura. Junto con eso mandó al tacho la cartuchera, las carpetas
y los libros, y partió un par de lápices con la rodilla.
—Lápices
de mierda —dijo, mordiendo las palabras―. Todo es una mier...
—… ¿Nachito? ¿Todo bien? ¡Feliz
cumple! Me despertaste, y vine.
—¡Vos! ¡Mentiroso! Me dijiste que había muerto. ¡Eso me dijiste!
―Pero, Nacho… ―Asomado al cuarto, el
padre no sabía qué cara poner―. Vas a despertar a los abuelitos.
―¿Abuelitos? ―A Nacho la cara le
ardía como si tuviera fiebre―. Te odio, no te das cuenta.
—Epa, Nacho, pará. Qué te pasó.
—¡Encontré la notita estúpida que me
escondiste todo este tiempo, me mentiste!
Pablo abrió los ojos como quien
termina de comprender. Se paseó por la pieza, levantó un par de trizas de
lápices que habían quedado en el piso, y las metió adentro del tacho. Miró por
encima de la cabeza de él, y fue a poner derecho un cuadro de River que estaba
medio torcido. Nacho lo miraba sin poder creerlo. ¿Cómo podía hacer esas cosas,
después de lo que acababa de decirle?
—Pero, Nachito ―dijo―, ¿no ves que
quise protegerte? ―Se puso en cuclillas, seguramente para tratar de abrazarlo,
pero él se apartó.
―Todas son mentiras, puras mentiras.
Y qué hiciste con el álbum. ¡Mi
álbum!
—Olvidate del álbum, que tenemos que
aclarar algo mucho más importante. No es que mamá no nos quiera. Y cuando seas
más grande lo vas a entender mejor.
―Yo lo único que entiendo es que vos
sos un mentiroso.
―Nachito, por favor escuchá. Necesito
que te quede claro lo que voy a decirte. ―El tono de voz lo puso en alerta a
Nacho: era la primera vez que lo oía a ese mentiroso hablar tan serio. Se
restregó los ojos, como si con eso pudiese prestarle más atención―. No te voy a
hablar mal de ella, hijo: a pesar de todo es tu mamá, y merece respeto. No
podemos odiarla por lo que nos hizo. Fue su decisión. Necesito que entiendas
eso, ¿sí? Ella nos quiere, pero quiere más otras cosas. ―El padre lo puso frente
a sí, cara a cara, y mirándolo muy hondo a los ojos le dijo―: ¿Me perdonás?
No, nunca te voy a perdonar, se dijo
Nacho, y lo asustó el hecho de que casi se le escapa en voz alta. Y sintió pena,
pero más por Pablo que por él: clarísimo que la seguía queriendo a la “muerta”.
―¿Sabés? ―dijo―. Ya no quiero
festejar mi cumpleaños. Me siento mal. Pésimo me siento.
—Y bueno, si no querés invitar a
nadie, no lo hagas y ya está. —Pablo le alzó la cabeza—. Ya pasó, Nachito. Feliz
cumple de nuevo, y acordate de que hoy es Pascua También es Pascua, además de
ser tu cumpleaños. Y mirá: son las seis y cuarto de la mañana. Mejor tratá de
seguir durmiendo, porque por lo menos vienen a almorzar los abuelos y tenés que
estar bien lúcido.
Cuando el viejo se fue, lo menos que
hizo Nacho fue tratar de seguir durmiendo.
Pero se durmió solo.
Durante el almuerzo, le costaba
tragar. Entre los grandes, fingía reírse. Y de vez en cuando le echaba una
mirada a Pablo.
―¿Puedo ir a mi cuarto a dibujar un
poco? ―se animó a preguntarle, y al desviar la vista vio el balcón, el vidrio
de la puerta ventana mostrando que el cielo se despejaba de nubarrones.
―¿Y la torta? ―dijo el abuelo―. ¿Te
la vas a perder?
Entonces la abuela se levantó y se
mandó para la cocina. Pablo apagó las luces, pero igual venía la claridad de
afuera.
Nacho tragó saliva, se imaginó que
no podría apagar ni una velita. En realidad, no quería apagar nada. Mejor
dicho, quería apagarse él. Desaparecer quería. El nudo en la garganta se le
volvió más apretado cuando la abuela volvió con la torta. Y cuando todos le
cantaron el “apio verde tuyú” se le hizo insoportable. Ni soplar podía. Se
había acordado de las veces en que mamá lo tenía en brazos ―¿dónde estaría ella
ahora?―, y le decía frases con esa voz tan dulce, tratando, seguramente, de
darle más ganas de soplar las velitas.
Miró la torta de vainilla helada bañada
en salsa caramelo, contrastando con las velitas azules. Una torta de nenito, se
dijo. Las llamas de las velitas chispeaban y se agitaban. Cuando los grandes pararon
de cantar aquella estupidez, Nacho miró las llamas y cerró los ojos para soplar.
Y entonces sucedió. Las palabras que
iba hilando para pensar el buen deseo no eran palabras de él. ¿Qué voz dentro
de su mente se las estaba soplando? Y esas palabras fueron:
Que Jesusito te acompañe, mamá,
porque vos lo necesitás más que yo.
Todos aplaudieron como si le
hubieran leído la mente, y se turnaron para felicitarlo con besos y abrazos. Después
la abuela trajo la rosca de pascua y varios huevos de chocolate, y el abuelo
repartió los platos y los tenedores de postre.
Nacho comió la porción de torta
―ahora le entraba más―, y miró a Pablo, quien le guiñó el ojo mientras masticaba,
y en ese vistazo le descubrió una mancha de crema en el labio de arriba.
—¿Puedo irme al cuarto ahora? —dijo
con rapidez.
Pablo dijo que sí con la cabeza. Y
él encaró hacia el cuarto. A llorar tranquilo.
Cuando llegó, la almohada le pareció
más alta de lo normal. Contuvo el aire, como si el tiempo se hubiera estancado
en un sueño. Se dijo que, si respiraba o pestañeaba, aquello no sería verdad.
Pero no aguantó más: pestañeó y respiró, y se dio cuenta de que aquello no era
un sueño. Se acercó, y al quitar la almohada descubrió una caja blanca adornada
con un moño azul. ¡Era verdad! La caja estaba ahí, frente a él.
Con el corazón en la boca, agitó varias veces
el misterioso paquete. Además de misterioso era pesado. Pero Nacho no quería
abrirlo: temía que se tratara de cualquier imbecilidad.
Vio que el padre lo miraba desde el
marco de la puerta.
—¿Qué es, Pablo? —dijo con
desesperación.
Pero aquel no respondió nada, sólo
se alzó de hombros. Las caras de los abuelos se asomaron detrás.
Ignacio miró la caja y la destapó.
Y al dejar caer la tapa, y abrir
aquello dejó de aguantarse las ganas de llorar: ahora, las fotos viejas con
mamá estaban ahí, en el nuevo álbum.
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