La palta de Yasymí
Cuando Yasymí despertó por primera
vez al mundo, se encontró iluminada por la luna llena, sentada sobre un húmedo promontorio
colorado, con la espalda contra la corteza de un árbol de florcitas amarillas,
y entre unos frutos ovoides oscuros y carcomidos, a los que más tarde llamaría “paltas”.
Apoyó su oreja a la cáscara de una y escuchó los susurros:
—Tu madre es Arasy, la diosa de la
luna —le dijeron––, y te trajo a la tierra junto con nosotras. Fuimos
bendecidas con las lluvias y los truenos de Tupá, tu padre. Nuestro deber es
alimentarte y darte refugio.
Unos cosquilleos de hormigas le dieron
risa y le hicieron sacudir sus piernas, hundidas en una alfombra de hojas estrelladas.
Las hojas de las yataí bailaban con
el viento, y a pesar de la noche, los zorzales cantaban. El yaguareté se acercó con un tapir en
la boca; las patas de la presa crujían y levantaban la hojarasca. El felino
arrojó su ofrenda frente a Yasymí. El tucán le regaló los mejores trozos de un
jugoso melón. El mono tití le trenzó rápido los rizos y los adornó con una
orquídea detrás de la oreja. Rodeando la cabeza de Yasymí revoloteaban unas mariposas
del tamaño de sus manos; los aleteos ventilaban sus mejillas. Unas orugas peludas
masajeaban sus hombros, y arañas multitudinarias le acariciaban los brazos. Los
bichos bolitas rodaron hasta tomar posición en un semicírculo formado por las otras
criaturas. La selva se convirtió en una catarata de mugidos, gruñidos y
bramidos que le daba la bienvenida.
Al amanecer, Yasymí fue hasta el
arroyo bordeado de rocas algodonadas y bebió. Se sentó en la orilla y rozó las
hojas de los camalotes con los dedos de los pies. Una roca rectangular y opaca
asomó de lejos en la corriente. Yasymí achinó los ojos: era un yacaré, que exhibía
sus colmillos afilados con la boca abierta.
—¡Princesaaa! —dijo el cocodrilo
mientras se alejaba entre las olas—. Que tenga buen día.
Yasymí lo saludó con la mano y contestó:
—¡Igualmente!
Yasymí y Terekua, el coatí guardián
de todos los árboles y frutos de la selva, solían competir en una carrera por
saber quién trepaba más rápido los cerros después de haber nadado en el arroyo.
Cuando llegaban a la cima corrían cerro abajo, a veces tan rápido que en la
bajada rodaban y chocaban con grandes montículos de hormigueros, enredaderas,
tacuaras y laureles, pero terminaban la carrera sin ningún rasguño. Arrancaban
del suelo los dientes de león, y soplaban sus semillas y corrían para
atraparlas. Terekua se trepaba en el hombro de Yasymí para tener una mejor
visión de los caminos que recorrían.
Estaban riéndose de sus aventuras cuando
vieron que se acercaba la yarará. Dejaron de reírse.
—Hola, hermosa Yasymí ––dijo la
yarará, ocultando sus colmillos.
Terekua se interpuso en el camino de
la serpiente y la frenó en seco:
—Hola, Yarará. ¿Qué hace la hija del
espíritu Añá por estos lugares? ¿Te perdiste?
—No. —La serpiente se elevó y lo
empujó a un lado—. Quería disculparme con la princesa, porque todos le entregaron
sus presentes menos yo.
—No te preocupes, Yarará —dijo Yasymí
gentilmente—. No entiendo qué más podrías ofrecerme que aún no haya recibido.
—Quiero presentarte a alguien, ese
será mi regalo —admitió la yarará retorciéndose sobre sí misma—. Es parecido a vos.
—No me parece buena idea —dijo Terekua,
llamando la atención de Yasymí con las garritas sobre su brazo, pero ella lo
ignoró y contestó:
—Vamos a conocerlo. —Palpó su hombro
para que Terekua subiera y la acompañara—. Si no nos cae bien, lo dejamos.
—Síganme —dijo la yarará,
hundiéndose en las profundidades del monte.
Para no perder de vista a la yarará,
Yasymí corrió a toda velocidad, y sus pies dejaron profundas huellas de barro, rozaron
algunos gladiolos y los pétalos se le quedaron pegados a los talones.
Atravesaron el arroyo cristalino, que
marcaba el límite conocido por Yasymí y Terekua, después fueron por un sendero
de helechos y orquídeas aferradas a los chivatos. Yasymí y Terekua miraron
hacia arriba: unos pálidos, flacos, y descascarados troncos de eucaliptos los
rodeaban. Una neblina invadió sus pies. Yasymí y Terekua voltearon: habían perdido
el camino de regreso al promontorio de la palta.
La yarará se detuvo:
—Es acá. —Se movió en zigzag. —Bienvenidos
al Monte de los Eucaliptos.
Oyeron unas pisadas y quedaron
estáticos, vieron sacudirse unas hojas de ortiga. Terekua mostró sus colmillos
y Yasymí lo imitó. Un animal de dos patas asomó la cabeza y fue hacia ellos. Era
alto y fornido.
Terekua continuaba gruñendo, pero Yasymí
se había dado cuenta de que el animal nuevo era parecido a ella, como decía la
yarará: ambos tenían piernas y brazos. Comparó sus manos con las de él, sin dar
un paso al frente, pero tampoco retrocedió. Terekua le dio varios tirones a su cabello,
pero Yasymí había dejado de prestarle atención. Las cejas tupidas y los labios
carnosos del nuevo ser se curvaron formando hoyuelos en cada mejilla. Él se
detuvo y se tocó el pecho.
—Chapai —dijo, y volvió a tocarse el
pecho––. Hombre.
—¿Chapai es tu nombre? Soy Yasymí. —Él
no respondió. Era extraño. Ella estaba segura de que con los animales se
comunicaba mejor. Decidió insistir en su presentación y se tocó el pecho como
él—: Yasymí.
Terekua gruñía.
El hombre extendió los brazos,
intentó tocarla, y Terekua saltó sobre él con el lomo erizado, queriendo
rasguñarlo.
—¡No, Terekua! —Ella atajó su salto
tomándolo por la cola anillada, y después lo colocó sobre su hombro y le dio
unas palmaditas para calmarlo—. Tranquilo, amigo.
El coatí se puso a caminar como loco
sobre sus hombros.
—¿Quiénes son tus padres, hombre? —dijo
Terekua, y lo estudió de pies a cabeza––. ¿Cómo no te vimos antes?
—Ojalá pudiera responder. Nací entre
los eucaliptos, y no sé nada más.
—Eso ya veremos —contestó el coatí.
Chapai se rascó la cabeza y sonrió.
Hizo un ademán con la mano de mostrarles el lugar, y los invitados lo
siguieron.
La serpiente los escudriñaba
intrigada desde lejos, oculta en las raíces frescas de unos arbustos. Todo iba
conforme a su plan de reemplazar a la parlanchina princesa y dominar la selva entera.
El primer paso estaba hecho:
presentarle a la princesa a su compañero. Después volvió a su guarida, donde
conservaba frutas de todo tipo: manzanas, nísperos, apepúes... Las mordió y las
llenó de veneno. Luego distribuyó estratégicamente las frutas envenenadas alrededor
de la palta donde dormía Yasymí, y en otros lugares donde la princesa paseaba. Puso
especial atención al Monte de los Eucaliptos, y decidió esperar a que la mujer
o el hombre mordieran y se envenenaran.
Las primeras víctimas fueron el mono
tití y el tucán. Pero Yasymí, Terekua y Chapai no se enteraron.
Con el correr de los días, Yasymí y
Chapai continuaban vivos y juguetones, llegaron a hablar el mismo idioma,
adivinaban sus pensamientos como si tuvieran la misma mente. Hasta Terekua
había aceptado la presencia del hombre cerca de su amiga.
Los tres llegaban exhaustos en las
profundidades de la noche, y no se percataban de que cada vez desaparecían más
monos, zorzales y tucanes.
Una tarde, la yarará aprovechó la oportunidad
y se arrastró al Monte de los Eucaliptos. Descubrió al hombre arrodillado y plantando
semillas:
—Chapai, ¿cómo estás? —dijo agitando
su lengua bífida.
—¡Yarará! —le recibió contento—. Te
agradezco tanto por presentarme a la princesa. ¡Estoy feliz! —gritó, corriendo
y saltando a su alrededor—. Me hiciste un favor muy grande. ¿Cómo agradecerte?
—Podrías hacerme un gran favor vos a
mí —dijo la yarará, pensando en el poco esfuerzo que hizo en la conversación
para convencer al hombre.
—Sí, claro.
—Hay unos frutos que me gustan mucho
y hace tiempo no crecen en esta zona. Anduve años buscándolos por la tierra, y
cuando los encontré, los traje para plantarlos acá. Pero, como no tengo manos,
¿podrías hacerlo vos por mí?
Chapai reposó el codo sobre el dorso
de su mano y agarró su mentón.
—Hummm, deberías preguntarle a la
princesa. Acá no puedo plantarlos porque, como bien sabés, es el Monte de los Eucaliptos,
y los árboles podrían estropearse, y ya no disfrutaríamos de su aroma fresco.
Yasymí no significaba un problema
para la yarará, el problema era el coatí guardián, que ya la tenía junada y la
odiaba desde chiquito. Tal vez, sincerarse con el hombre sería la mejor
estrategia.
—Sí. —Aplastó las hojas de unos
helechos y se acercó lentamente—. Pero la verdad es que no me llevo bien con su
amigo el coatí. Es muy desconfiado y él puede influenciarla en mi contra, y yo solo
quiero ayudar a la princesa.
La yarará pensó que, aunque ahora
Chapai se llevaba bien con Yasymí y Terekua, no sería tan ingrato como para no
tratar de ayudarla: al fin y al cabo, ella había sido su primera amiga.
—Está bien. Pero sólo voy a insistir
una vez. Si la princesa no quiere estos frutos, te los voy a devolver.
Antes de alejarse, la serpiente
decidió compartirle un secreto:
—Fuimos creados por un mismo
espíritu, Chapai. Añá es nuestro padre. No dejaría mal a mi único hermano frente
a la princesa.
La serpiente se alejó satisfecha, dejando
asombrado al hombre y a la espera de la futura advertencia de Terekua a Yasymí
sobre aquel regalo. Sabía que el guardián los espiaba, escondido entre las
ramas del tupido follaje de un apepú.
—No aceptaremos el regalo —dijo Terekua
desde el hombro de Yasymí cuando Chapai ofreció los frutos—. Están podridos. Y
esa yarará quiere quedarse con todo nuestro mundo.
—Terekua, no seas exagerado —Yasymí
tomó una naranja, y Terekua la tiró al suelo.
—Vete, extranjero, no confiamos en
los que hablan con la yarará —dijo el coatí, y gruñó moviéndose de un lado a
otro en el hombro de su amiga.
—Ella solo quiere ayudar... —dijo
Chapai.
—…ayudar a matarnos —interrumpió Terekua,
con un pitido agudo, y giró mirando a la princesa—. Princesa, por favor. No sea
ingenua, los vi y escuché hablando, ¡son hermanos! Planean matarla y quedarse
con su reino.
—Yo no sabía que era su hermano,
hasta que me lo dijo ese día —dijo Chapai.
Yasymí miró al hombre y se tocó la
cara: una calidez envolvió sus mejillas y no supo explicar el porqué.
—Acepto el regalo —dijo abriendo los
brazos.
Terekua saltó del hombro de la
princesa a la tierra y dijo:
—Yo cuidaré su palta, y todos los
árboles que pueda. No me haré cargo de las elecciones de ustedes dos; serán
responsables de cualquier desgracia; ya están malditos.
Se adentró en la selva, y su cola
esponjosa y anillada desapareció.
Yasymí y Chapai se sentaron juntos
sobre la orilla del arroyo a examinar los frutos. Todos eran brillantes, con dos
agujeritos que desprendían hilos de jugo. Yasymí se tentó y, desesperada, peló
la cáscara de un apepú; iba a morderlo.
—¡No! —Chapai agarró la muñeca de la
princesa. —Algunos están mohosos, mirá––. Le mostró la textura blanda de un
níspero con pelusas azules—. Están feos, quizá Terekua tenga razón.
—Mi panza ruge, no puedo vivir
solamente de paltas, y ya acepté el regalo —dijo ella—. No puedo rechazarlo.
—Podés ignorarlo —aclaró Chapai––. Arrojemos
todo al arroyo. La yarará no se enterará. Nadie dirá nada.
Yasymí y Chapai tiraron los frutos,
y la corriente los llevó hacia el río, mientras la yarará observaba oculta
entre el matorral.
—Cayeron en la trampa. —Soltó una
risita asmática—. No pensaron que al aceptarlos son responsables de su
crecimiento. Nunca más verán el paraíso que conocen: los frutos se convertirán
en semillas que germinarán en la tierra, y estas se convertirán en árboles
malditos que producirán, a su vez, más frutos envenenados. Por fin, yo reinaré.
Yasymí despertó de una siesta y se
levantó de golpe, atontada por unos gritos. Vio a Chapai intentando cruzar el
arroyo, pero varios caimanes se lo impedían, dando puntiagudas bocanadas y
coletazos.
—¿Qué les pasa? —dijo ella acercándose
a la orilla—. Suelen ser muy amigables. ¡Oigan! Yacarés, dejen en paz a mi amigo.
Sólo quiere venir a visitarme.
Pero los yacarés no le respondían ni
le obedecían; Chapai apenas pudo esquivarlos con varios saltos, y llegó a la
orilla de Yasymí agitado y herido. Le habían rasguñado las piernas.
—Algo está pasando —dijo Chapai—.
Ningún animal me respeta ahora. Un yaguareté intentó matarme. ¡No es normal! —dijo,
tocándose el líquido rojo que brotaba de su pierna—. ¡Duele! —La miró como si Yasymí
tuviera la solución—. ¿No vas a ayudarme?
Yasymí lo miraba sin entender. En
eso, las hormigas tigre subieron por sus pies y la picaron. Ella gritó y saltó
de un lugar a otro. Se abrazó al tronco de un apepú y alzó los pies. Miró hacia
las ramas y vio a los monos tití que al verla le lanzaron naranjas a la cabeza.
Yasymí se alejó de otro salto y miró enojada a Chapai.
—¡Todo esto es tu culpa!
—¿Mi culpa? ¡Ah, no! Vos aceptaste
el regalo. Yo solamente quería ayudar.
—¡Vos confiaste en ella primero! Aceptaste
el regalo primero —Yasymí retrocedió: no quería volver a verlo nunca más—. Terekua
tenía razón.
—¡No te vayas, no me dejes solo! —Chapai
miró sobre el hombro de Yasymí. —Mejor dicho... No te muevas —dijo, y levantó la
mano lentamente.
—¡¿Ahora me das órdenes?! —Unos
rugidos atravesaron la maleza. Los dos gritaron y huyeron lo más rápido
posible. El yaguareté arremetía con zarpazos, el lomo erizado y los dientes
filosos, cada vez más cerca.
—¡Ya no nos conoce! —lamentó Yasymí.
Corrieron sobre piedras y barro,
dieron manotazos a las ortigas cuyas espinas se les clavaban a la piel,
cruzaron paredes de helechos, orquídeas, enredaderas y, aun así, el rugido se
les acercaba. Terekua salió de los helechos y se unió a ellos en el camino.
—¿Terekua? ¿Viniste a ayudarnos? —dijo
Yasymí.
A pesar de que él no le respondió, escuchó
el pitido de su amigo y comprendió que él quería salvarlos.
Saltaron un gran tronco caído y mohoso,
y se escondieron detrás. El cazador pasó por encima de ellos, ignorando su
escondite. Como Terekua siguió corriendo hacia adelante, el yaguareté lo
persiguió hasta perderse en la selva. Yasymí y Chapai quedaron en silencio, sentados
contra el tronco, agitados.
—Yasymí.
—¿Qué pasa?
—¡Estoy llorando por mi piel! —Yasymí
se dio cuenta de que le pasaba lo mismo. Unas gotas como lágrimas salían de
unos orificios invisibles y resbalaban por todo su cuerpo.
Ella se levantó.
—Tengo que irme.
—Voy con vos —dijo Chapai, y también
se puso de pie.
—¡No! —Yasymí lo empujó y lo sentó
donde estaba—. Voy a arreglar esto sola. Ya hiciste suficiente.
Chapai tastabilló en el barro y apenas se
levantó.
—¡Ya te dije que no fue mi culpa! Vos
también aceptaste los frutos.
Yasymí había dejado de prestarle
atención. Pensaba en cómo solucionar el problema en que se habían metido. Fijó
la vista hacia una corteza de apepú y dijo:
—La palta que cuida Terekua es el único árbol
nacido de la luna con la bendición de mi padre. Tenemos que llegar a ella antes
que la yarará. ¡Vamos!
Unos guijarros vibraron. Chapai quedó
paralizado mirando hacia el horizonte: una estampida de caimanes, yaguaretés, inclusive
alacranes y serpientes los perseguían. La yarará venía a la cabeza de las
serpientes y los demás animales de la estampida.
—¡Vienen a devorarnos! —dijo Yasymí,
y corrieron en dirección a la palta.
—¡Tenemos que ganarles! —gritó
Chapai, adelantándose en velocidad a Yasymí. Ella se quedó atrás: los dedos de
sus pies se habían acalambrado.
—¡No pares! —dijo Chapai y alzó a Yasymí
en sus brazos. Ambos veían cerca el tronco de la palta, y a Terekua con su ejército
de coatíes y algunos monos tití. Los guardianes protegían el tronco en un
círculo. Chapai corrió hacia ellos, y los soldados le cubrieron la espalda.
Yasymí bajó de los brazos de Chapai y
se aferró al tronco. Levantó la cabeza hacia el follaje, y vio una única palta
madura, a punto de soltarse y caer. Escaló el tronco para alcanzarla.
Ante la avalancha de garras y
dientes, los flacos soldados de cola anillada y los monos cayeron uno a uno,
víctimas de las mordidas y picazones de todos los animales comandados por la
yarará.
Al final, solamente quedaron Terekua
y Chapai.
La serpiente se abalanzó sobre el
guardián, y ambos se enredaron en una lucha de garras, colmillos y gruñidos,
hasta que la cola anillada de Terekua dejó de moverse. Yasymí había logrado arrancar
la palta. Entonces la yarará saltó y abrió la boca. Los colmillos proyectaban
su veneno sobre la princesa, pero Chapai se interpuso.
—¡Chapai, no! —La yarará le había
mordido el antebrazo.
El hombre cayó al suelo, paralizado.
Un dolor desconocido punzó el pecho de Yasymí.
La estampida pisoteó el cuerpo de su
amigo, y la serpiente aprovechó para clavar los colmillos en las gruesas raíces
sobresalidas de la palta. El veneno llegaría a las nervaduras de todo el árbol
muy pronto. Yasymí abrazó la palta con todas sus fuerzas, y vio desde arriba cómo
la corriente del arroyo se expandía y llevaba por delante todo a su alrededor. Las
grietas del suelo se abrían en enormes torrentes. Yasymí se aferró al tronco y
se hundió en un gigantesco torbellino de agua.
El tronco cayó en un precipicio.
La princesa despertó sobre arena
mojada. Se sentó y vomitó agua. Buscó desesperadamente la palta, por toda la
orilla. La encontró a unos metros, tapada por las hojas de unos helechos.
Estaba intacta: el único fruto bueno se había salvado. Lo abrazó otra vez. Después
se miró los brazos y las piernas, le ardían tajos y raspones. Miró la nueva cascada
que se alzaba a su espalda, y a los vencejos que revoloteaban debajo, y temió
que fueran a atacarla. Escuchó unos rugidos entre la maleza y alcanzó a
distinguir a la yarará vigilante por encima de la pared de cascadas, envolviendo
la rama de un árbol. Yasymí corrió sin mirar atrás, en búsqueda de un nuevo
hogar.
Esta vez, ella sería la guardiana y protegería
a la palta, manteniéndola lejos de la yarará. Imaginó que la semilla crecía con
fuerza como el saltarín en su vientre. Después de un tiempo, la palta estaría alta
y madura, adornada de florcitas amarillas y llena de abejas. Pensó en descansar
bajo la futura sombra refrescante mientras enseñaba al saltarín a ser protector
de los buenos frutos. Solamente así devolvería la paz que ella misma había
ayudado a destruir. Solamente así las muertes de Chapai y de Terekua no serían
en vano.