La hiedra crecía con vigor debajo del crepúsculo lunar. Una luciérnaga se posó en sus hojas y la hiedra asombrada quiso tocar la luz. Con aquella iluminación de cristal entre la negrura, se olvidaba que estaba sola en un pantano y que sus raíces se hundían en una profunda viscosidad de babosas, por eso no quería dejar que la luciérnaga se fuera. Su ambición era atraparla y por tal razón, le ofreció babosas como alimento y un refugio para descansar en el laberinto de sus ramas. Con el tiempo la hiedra comenzó a perder vida y la familia de la luciérnaga hizo un gran ritual de despedida. Danzando a su alrededor le cantaban “gracias por darnos tanta luz”.
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